11

AL acercarse el carnaval de Nueva Orleans, en la plantación Kane la actividad se reducía. Los negros preparaban, a todo trapo, el carro que iba a desfilar por las calles en la gigantesca rúa. Julia y Lorrie se unieron a ellos, más cómplices que nunca tras la ceremonia vudú. Andrew Kane, por su parte, se consagraba al montaje de su fábrica textil. Lisbeth se pasaba mucho tiempo en la ciudad, probándose su vestido de novia. Los días transcurrían en una atmósfera bonachona y una humedad perpetua.

Cierta noche, Lorrie acompañó a Lisbeth a la casa de unos plantadores vecinos, que celebraban un cumpleaños. Julia no Fue pues prefería escribir unas cartas; desde que había llegado a Luisiana tenía muy descuidada su correspondencia. Sentía ahora la necesidad de contar a sus amigas de Boston su nueva vida. La costa Este le parecía muy lejana, con sus convencionalismos pasados de moda y sus estrictas maneras… El venenoso encanto del Sur la seducía cada día más… Estaba mojando la pluma en el tintero de porcelana cuando Ethel entró en su habitación, con un paquete en la mano. Julia ni siquiera la había oído llamar. La sirvienta negra le palmeó el hombro.

—El señó Kane os espera en el vestíbulo. Quiere que os pongáis estas ropas…

Julia, sorprendida, soltó la pluma. Creía que Andrew estaba en la ciudad. Lanzó una sorprendida mirada al traje de hombre que le ofrecía Ethel: unos pantalones y una chaqueta beige, así como una ancha camisa blanca y una corbata. Ethel mostró también una larga venda de tela.

—Tenéis que ceñiros los pechos con esto… —afirmó Ethel—. El señó Kane no m’ha dicho nada más.

Sacó por fin un par de botines masculinos, sin que aquello pareciera sorprenderla. Dado que el carnaval se acercaba, Julia se prestó al juego. Ethel le ayudó a ocultar su pecho con la venda que le cortaba la respiración. Mirándose en el espejo, se divirtió convirtiéndose en un muchacho. Los cabellos, sujetos en un moño, quedaron ocultos por un sombrero, y no se maquilló. Una vez calzada, bajó la monumental escalinata esforzándose por mantener la espalda recta. Andrew la espiaba, apoyado en una de las columnas del vestíbulo con un cigarro en la boca. Se quitó el sombrero, con un movimiento teatral y efectuó un molinete con su bastón.

—Si mi hijastra tiene la voluntad de seguirme, la invito a una velada mano a mano. La última, ay, antes de mi boda…

A Julia le pareció que su aspecto era en exceso juguetón, como si hubiera bebido. La precedió hacia la calesa detenida en el patio y tomó personalmente las riendas. El Mississippi desfilaba ante sus ojos, arrobados siempre por la tupida vegetación de las riberas. Los cascos del caballo no tardaron en chasquear sobre los adoquines del Vieux Carré, en el barrio de Storyville. Julia era sacudida en la forrada banqueta, con la nariz pegada al cristal. La débil iluminación revelaba los balcones de hierro forjado de las coloreadas casas. La calesa se detuvo ante una mansión particular, acomodada, en Basin Street. Unos faroles rojos colgaban del balcón y eso gustó a Julia. Andrew le abrió la portezuela para que pusiera pie a tierra y, luego, le dio un antifaz.

—¡Nadie debe reconocerte! —advirtió—. Podrían escandalizarse si nos vieran juntos aquí… A pocos días de mi boda con tu madre.

Julia se puso el antifaz, que hizo desaparecer los últimos rastros de su feminidad. Ya sólo se veían sus ojos y su boca. Un hombre salió titubeante del hotel, sostenido por dos mujeres con vestidos de estrás dorado. Le ayudaron a subir a uno de los fiacres que esperaban a lo largo de la acera. El hombre partió, ellas lanzaron una atrevida mirada a Andrew, que se inclinó ante ellas como un perfecto gentleman, imitado por Julia. Al entrar en la mansión, Andrew le prodigó sus últimos consejos:

—Guarda siempre silencio si te dirigen la palabra…

Una mujer maquillada y vestida con unas ropas de princesa de opereta les recibió en el vestíbulo. Unos caballeros elegantemente vestidos bebían en el bar, con una mujer ligera de ropa en las rodillas. Un negro tocaba el piano, otro soplaba a pleno pulmón en una trompeta. Julia nunca había oído música tan endiablada. La patrona ronroneó tras el besamanos de Andrew.

—¡Condesa! ¡Qué placer volveros a ver!

De cerca, Julia advirtió que tenía la tez mate bajo el abundante maquillaje, lo que revelaba el mestizaje de la «condesa». Con voz gangosa, al modo del Sur, preguntó:

—¿Y quién es ese joven encantador?

—Un sobrino lejano, de Boston —respondió Andrew—. Las distracciones son tan raras en la plantación… He pensado, pues, en vuestra excelente casa para divertirle…

El guiño de Andrew hizo que Julia se ruborizara bajo el antifaz. Estaba ya sudando, a pesar del ventilador que agitaba el aire húmedo.

—¡Id a la cinco! —dijo la patrona—. Hilary os añoraba ya…

Con el bastón, Andrew indicó a Julia la escalinata de peldaños cubiertos por una alfombra. Ella le siguió, fascinada por el decorado, llamativo como un escenario teatral. Unas estatuas de tamaño natural de diosas desnudas decoraban cada rellano. Andrew se ajustó el nudo de la corbata antes de llamar a la puerta de la cinco. Julia se mantuvo algo apartada, escuchando las ahogadas risas que escapaban de las puertas vecinas. Una sirvienta negra les hizo entrar en un tocador. Tomó el sombrero y el bastón de Andrew. Abrió luego la cortina de cuentas que daba acceso a una habitación amueblada a la inglesa.

Un lecho de sábanas rosadas y un canapé de terciopelo, a juego, atraían la mirada. Las flores, colocadas un poco por todas partes, desprendían un perfume embriagador, y unos espejos, en las paredes y el techo, ampliaban la habitación. Una joven entró por una puerta disimulada. A Julia le sedujo enseguida su talle de avispa y sus grandes pechos, contenidos en un corsé blanco con lazos. Unas medias de color crema cubrían sus finas piernas y una falda plisada, demasiado corta, moldeaba su arqueada grupa.

—¡Querida Hilary! —exclamó Andrew—. Éste es mi sobrino. Es la primera vez que… En fin, ya me entiendes.

Hilary se contoneó acercándose a Julia. Sus ojos de cierva escudriñaron el cuerpo disfrazado en aquel traje de hombre.

—¡Qué joven parece! —maulló— Tiene todavía piel de bebé…

Julia se mordió la lengua, excitada por el roce sensual de la muchacha. Hilary se sentó al borde de la cama, alargando horizontalmente las piernas. Andrew se arrodilló a sus pies y le quitó con devoción los zapatos. Los besó, con los ojos entornados. Hilary le rechazó con una indiferencia que a él no le molestó. Se arremangó entonces las faldas, mostrando sus bragas de encaje rojo, con los bordes provistos de perendengues. Con un signo equívoco del índice, se dirigió a Julia:

—Acércate, ¿no serás demasiado tímido?

Julia estuvo a punto de decir que no, pero se contuvo enseguida. Obligada a callar, avanzó con la cabeza gacha. Junto a Hilary, sintió una fuerte emoción al ver que sus bragas estaban abiertas por el centro. La carne nacarada del sexo destacaba sobre el encaje rojo. Hilary le ordenó que se arrodillara. Tras lanzar una mirada a Andrew, Julia obedeció.

—¡Pon las manos a la espalda! —exigió.

Hilary abrió más los muslos, poniendo las manos en sus rodillas. El aroma azucarado del sexo excitó a Julia. Mantuvo sin embargo la calma, con la nuca muy recta y las manos unidas ante ella. Hilary la agarró de pronto por la corbata, atrayéndola hacia su sexo.

—¡Toma, prueba esto!

Ensanchó la raja de sus bragas con una desvergonzada indecencia. Julia pegó la boca a aquella carne húmeda y la olisqueó, frotando su nariz con los labios menores antes de advertir que Hilary se afeitaba el pubis. La suavidad de su sexo le hizo meter la lengua en lo alto de la ofrecida raja. Se contuvo, sin embargo, y no la insinuó en la húmeda vagina. Hilary la incitó, molesta ante aquella timidez:

—¡Qué tonto! ¿Se te ha comido la lengua el gato o qué?

Intervino Andrew, empujando la nuca de Julia. La boca de ésta se aplastó contra el sexo abierto. Sus labios se pegaron a la carne tierna y azucarada. Julia lamió el orificio de Hilary, cuya humedad y la flexibilidad la pusieron a cien. Tanteó alrededor del clítoris, luego lo tomó entre sus labios cerrados. Hilary se arqueaba en la cama, excitada por su ardor.

—¡Oh! ¡Qué niño más malo! Ya era hora que me lo trajeras…

Julia aspiraba con voluptuosidad la miel íntima que inundaba su rostro. El sexo de Hilary se contraía ante aquella ágil lengua. Julia la lamía sin contenerse ni utilizar las manos. Tras haberla observado un momento, Andrew subió a su vez a la cama. Se sentó con las piernas cruzadas y comenzó a desanudar el corsé de Hilary. En cuanto tiró de los lazos, Julia sintió que la mujer vibraba más aún. Incluso cerró los muslos alrededor de su cabeza, ahogándola. Julia volvió a aspirar aquel sexo inundado, luego se desprendió de las tenazas de los muslos.

Cuando levantó la cabeza, vio los pechos de Hilary que brotaban, libres ya del corsé. Los pezones, de un pardo oscuro, se erguían mientras las amplias aureolas se contraían. Siempre por detrás de Hilary, Andrew puso sus manos bajo los pechos en forma de pera para sostenerlos.

—También tu sobrino tiene derecho a tocarlos, ¿no?

Andrew no respondió. Con la barbilla apoyada en un hombro de Hilary, le acariciaba los pezones con el pulgar y el índice. Julia se excitaba ante la blancura de los pechos, recorridos a flor de piel por unas vénulas de un azul pálido. La presión de los dedos de Andrew los hacían sobresalir. Julia levantó la cabeza para poder besarlos. Andrew, entonces, se limitó a sujetarlos con las palmas, como si le ofreciera el pecho. Julia lamió las aureolas, pasando de un seno a otro. Fue aproximándose poco a poco a los endurecidos pezones. Cuando mordisqueó uno de ellos, Hilary gimió. El polvo de arroz que cubría la parte alta de los pechos tenía un sabor dulzón.

Julia le pellizcaba los pezones mientras Andrew hundía sus dedos en los pechos.

—¡Oh! —suspiró Hilary—. Nunca había visto un muchacho tan hambriento…

En su frenesí, Julia estuvo a punto de perder el antifaz. Se lo ajustó con una mano, manteniendo la boca pegada a un pecho. Andrew aflojó de pronto su abrazo. Rodó sobre la cama y se tendió de espaldas. Julia aguardó, de pie. Hilary se puso a cuatro patas entre las piernas de Andrew. Sus pechos colgaban, llenos de saliva y de marcas.

—¿Por quién empiezo? —preguntó—. ¿Por el tío o por el sobrino?

—¡Honor al más anciano! —decretó Andrew.

Hilary frotó sus pechos sobre la camisa de Andrew, dirigiendo hacia Julia su redonda grupa. Sus bragas estaban muy tensas, su sexo húmedo bostezaba en la abertura. Desabrochó, agitándose, los botones del pantalón. Con los brazos cruzados bajo la nuca, Andrew la dejaba hacer, volviendo la mirada hacia Julia. Hilary tiró de la verga en erección, cacareando tontamente. La sacudió con obscenos gestos, antes de sacar también los testículos. Cuando ella depositó un beso en el glande, Julia se inclinó hacia sus nalgas para bajarle las bragas, desnudando un trasero tan pálido como sus pechos. Los labios del sexo colgaban entre los muslos, blandos e hinchados.

La cabeza de Hilary subía y bajaba por el sexo erecto, su grupa ondulaba al mismo tiempo. Julia, excitada por las pequeñas burbujas de íntimo licor que aparecían en el sexo, se sentó al borde de la cama, sudando tras su antifaz.

—¡Muy bien! —dijo Andrew—, ¿a qué esperas, sobrino?

Julia posó las manos en las amplias caderas de Hilary. Tras una breve vacilación, metió su nariz entre las nalgas y respiró el picante olor de la piel sudada. Paseó la nariz por la raya, de arriba abajo, separando de par en par las nalgas. Por su lado, Hilary jugaba con la verga, tragándosela hasta la raíz o masturbándola con vigor. La cama chirriaba, el ruido mate de sus pechos, entrechocando, le recordaba a Julia el lejano sonido del tam-tam. La muchacha metió un dedo hasta el ano de Hilary. Ésta se volvió, con las mejillas ruborizadas por la excitación.

—¡Oh! ¡Mi culito le hace efecto!

Julia retiró el dedo para humedecerlo antes de hundirlo de nuevo en la raya. Lo frotó con los fruncidos pliegues del ano, donde la carne era más tierna. Con la otra mano, hurgaba en el viscoso sexo, sus dedos ahorquillados chapoteaban en la melaza. Al mismo tiempo penetró el dilatado sexo y el ano, que cedió como una flor que se abre. Su dedo se deslizó en el ampliado recto.

Julia ardía de ganas de desnudarse. El vendaje que ceñía sus pechos la molestaba, sus pezones, comprimidos demasiado tiempo, le dolían. Agitaba los dedos en los dos orificios de Hilary. Ésta interrumpió de pronto la felación para agacharse ante ella. Su boca, de deshecho maquillaje, dibujaba una sonrisa viciosa y tendió la mano hacia el pantalón de Julia.

—¡Veamos lo que se esconde ahí!

Andrew aprovechó su cambio de posición para arrodillarse tras ella. La agarró por la grupa, con el sexo erguido, y la penetró mirando a Julia. La muchacha dejó que Hilary palpara su pantalón y se divirtió ante su sorpresa.

—¡Tunantuelo! —silbó—. ¡Desnúdate!

Julia se quitó primero el antifaz, luego la camisa. Cuando deshizo la venda, se humedeció sólo con sentir libres sus pechos. Los acarició antes de ofrecérselos a Hilary, que los frotó uno contra otro, apoyando los pulgares en los hinchados pezones. Hilary llevó a Julia hasta la cama. Expulsando de su seno la verga de Andrew, exigió:

—¡Déjame que me encargue de tu… sobrina!

Julia se tendió, con las piernas levantadas a la vertical. A cuatro patas, ante ella, Hilary comenzó a lamerle el sexo, con las nalgas tendidas hacia Andrew. La penetró de nuevo, atrayéndola hacia sí para que no volviera a escapársele. Los espejos devolvían a Julia su imagen multiplicada. Encontró en los del techo la mirada de Andrew, que iba y venía en el sexo de Hilary. Estaba haciéndole el amor a través de ella, cada uno de sus pistonazos le estaba destinado. Aquella idea calentó tanto a Julia que cerró los ojos para no seguir viendo a Hilary. Cuando ésta le chupaba el sexo o hundía su lengua en su vagina, vibraba al sentir los respingos de la verga.

—¡Oh! —hipó Hilary—. ¡Parece que el muy bribón se enoja!

En efecto, Andrew la empitonaba con tanta fuerza que la levantaba de la cama, apartándola del sexo de Julia. Se limitó a acariciarla, con los dedos jugando con su clítoris. Julia no pudo resistirlo, se arrastró por la cama y se colocó detrás de Andrew. Tomó los testículos y los oprimió con fuerza. Andrew salió de la vagina de Hilary. Con la verga tensa contra sus nalgas abiertas, la abrió con rudeza para colocar su sexo en la raya.

—¡No! —gimió Hilary—, ¡como la otra vez no!

Julia contemplaba con delectación a Andrew, que se apoyaba, con todo su peso, contra el ofrecido ano. Le oprimió los testículos mientras iba penetrándola, centímetro a centímetro. Por mucho que Hilary se retorciera y protestara, nada le detuvo. Julia, muy excitada por las abiertas nalgas de la mujer, abrazó a Andrew por la cintura, arrodillada detrás de él, para mejor sentir sus pistonazos mientras forzaba el ano de Hilary. Cada movimiento del émbolo la sacudía, su sexo se deshacía en oleadas de placer.

Cuando Andrew eyaculó, Julia seguía agarrada a sus hombros, con los pechos pegados a su espalda. Gozó al mismo tiempo que él, con tanta fuerza como si la hubiera poseído.

—¿Y yo qué? —se lamentó Hilary—. ¿No tengo derecho al placer?

Se tumbó de espaldas, con los muslos abiertos, separando sus labios con gesto obsceno. Julia le besó el sexo empapado y la chupó ante la enfebrecida mirada de Andrew.