ALGÚN tiempo después, Lisbeth y Andrew anunciaron su intención de casarse. Fijaron una fecha para después de carnaval, el acontecimiento anual que todo el mundo aguardaba en las plantaciones de Nueva Orleans. A Julia la boda sólo le sorprendió a medias. No se atrevía a contrariar a su madre, que irradiaba felicidad. Lorrie se mostró también feliz por su padre, afirmando que Julia y ella iban a ser hermanas de verdad. Cierta noche, cuando Andrew y Lisbeth se disponían a asistir a un baile, Julia prefirió quedarse en casa, pues la presencia de su futuro padrastro la molestaba. Tampoco quería ver de nuevo a sus amigos, los jugadores de póquer…
Cenó pues en compañía de Lorrie, en la veranda. Al finalizar la comida, Lorrie adoptó un aire misterioso. Acostumbrada ya a sus intrigas, Julia le prestó sólo una distraída atención.
—Esta noche, una sacerdotisa haitiana vendrá a la plantación para hacer unos hechizos…
Julia la miró, escéptica. Lorrie añadió, en voz baja, que el joven negro de tan buen miembro asistiría también, como los obreros de las plantaciones vecinas.
—Por lo general, está prohibido a los blancos… Pero con nosotras harán una excepción.
Julia había oído ya cosas terribles sobre el vudú. Ethel le prohibía, incluso, pronunciar esa palabra o evocar los ritos so pena de desgracia. Las dos muchachas se marcharon en silencio a los establos y ensillaron sus yeguas. Julia nunca había galopado en plena noche. Se pegó a la grupa de Lorrie, temiendo extraviarse en los campos de algodón. Su carrera las llevó hasta el lejano granero donde Andrew había «castigado» a Julia…
Unas antorchas clavadas en el suelo iluminaban la fachada trasera del granero. El ritmo sincopado de los tam-tam llenaba la noche estrellada. El corazón de Julia comenzó a palpitar más deprisa, sensible a la extraña atmósfera del lugar. Entraron en el granero, en el que una decena de negros, hombres y mujeres, formaban un círculo. En la tierra batida habían encendido una hoguera. El crepitar de las llamas donde ardían los tallos de las cañas de azúcar parecía una explosión de petardos. Julia siguió a Lorrie hacia el círculo, donde nadie les prestó atención. Las caras de los negros chorreaban sudor, algunos tenían los ojos dilatados por el alcohol. En medio de la recogida concurrencia bailaba una mujer negra que llevaba un engalanado vestido.
Sus largas trenzas llegaban hasta la base de su espalda, sus grandes pechos y su grupa, muy abultada, parecían esculpidos por la tela. La mujer iba descalza y a su alrededor revoloteaba el polvo.
—¡La sacerdotisa haitiana! —murmuró Lorrie—. Todos los negros de la plantación la veneran.
Julia se sintió realmente impresionada cuando la negra se agachó para hurgar en un cesto de mimbre. Sacó una serpiente, provocando el retroceso de los espectadores. Se la puso en los hombros y, luego, bailó. El ritmo del tam-tam se aceleró, la danza se transformó en un trance general en el que el público se contorsionaba al mismo tiempo que la sacerdotisa. Sólo Lorrie y Julia no participaban en aquella locura colectiva. La negra se inmovilizó de pronto: la serpiente acababa de escapársele, cayó al suelo y reptó alejándose de la hoguera. Los tam-tam callaron, un gran silencio cayó sobre el granero. Los negros contenían el aliento mientras la sacerdotisa les miraba uno a uno. Julia sintió un nudo en el estómago cuando se le acercó. El círculo se rompió, todos se apartaban de la joven blanca. La sacerdotisa la señaló con un dedo provisto de un pesado anillo de oro.
—¡El diablo está en ella! ¡Hay que extirpárselo! —dijo.
Julia se estremeció, agarrándose al brazo de Lorrie para no desfallecer. Los negros la rodeaban con los rasgos relucientes.
La sacerdotisa habló en criollo. Inmediatamente, dos hombres asieron a Julia y la levantaron.
—¡No temas nada! —advirtió Lorrie—. Forma parte del folclore. También yo pasé por ello…
Julia fue llevada al fondo del granero, escoltada por mujeres. La ataron a una columna que sostenía parte del armazón. Los tam-tam volvieron a escucharse, esta vez preocuparon a Julia. La cuerda que rodeaba su cintura y sus piernas estaba muy prieta. La negra se acercó salmodiando conjuros en criollo. Pero Julia sólo tenía ojos para los pechos que salían del vestido. Los grandes pezones malvas se erguían, como si la histeria la excitara. Desprendía un olor picante que recordó a Julia la de Lise después del amor… La negra se sacó de pronto, del vestido, un cuchillo de mango nacarado y afilada hoja. Se lo entregó a uno de los hombres, que lo blandió ante Julia, a la luz de las antorchas.
La hoja describió un arco y, luego, se deslizó bajo el cuello del vestido de Julia. Lo abrió hasta el ombligo, cortando de paso el sujetador. Julia se encontró con los pechos al aire. La cuerda, pasando por debajo, los levantaba tensándolos más aún. La excitada concurrencia soltó un murmullo. Julia jadeaba, el sudor corría por sus pechos, las enfebrecidas miradas clavadas en sus senos la excitaban. Cuando los pezones comenzaron a erguirse, la sacerdotisa tomó al público por testigo. Lanzó un misterioso hechizo y trazó una señal de la cruz sobre los pechos de Julia. Ésta se estremeció ante el contacto de los ardientes dedos. Con una segunda cuchillada, el hombre desgarró la parte baja del vestido, haciendo aparecer las bragas. Otro hombre se adelantó y tiró de ellas. Julia se agitaba en vano, entre sus ataduras. Los negros tendían las manos hacia el velludo pubis, sus gritos llenaban el granero. La sacerdotisa salmodió una plegaria y, luego, colocó una mano entre los muslos de Julia. Sus anillos rozaron la piel blanca y sus dedos abrieron los tiernos labios. Atada al poste, Julia no podía luchar contra aquellos dedos que le manoseaban el sexo. La negra los introdujo en el húmedo orificio. Con los ojos en blanco, en pleno trance, inflamaba los sentidos de Julia.
Como poseída por un espíritu perverso, cedió a los dedos que hurgaban con rudeza en ella. La sacerdotisa estaba inclinada sobre su abierto sexo y lo examinaba sin dejar de masturbarla. El roce de sus trenzas en el vientre cosquilleaba a Julia. Cuando apartó la mano, la negra la olió con cuidado. Hizo público su veredicto ante el atónito público.
—¡Por fin ha encontrado el demonio! —explicó Lorrie—. Ahora te liberará de él…
Asustada, Julia vio que un negro salía de la fila y ofrecía una caja a la sacerdotisa. Ésta la abrió con devoción y, luego, blandió un gran falo negro, tallado en una madera lisa. Julia encontró la mirada, llena de deseo, de Lorrie. Con la boca entreabierta, ésta murmuró antes de alejarse, a regañadientes.
—Qué suerte tienes, prima…
Julia quiso gritarle que se quedara con ella, pero la sacerdotisa se acercaba ya, manteniendo el falo en posición vertical. Julia se sentía, a la vez, aterrorizada y fascinada por la perfecta forma del sexo. Las venas, en relieve, parecían palpitar, el sobresaliente glande lanzaba oscuros reflejos bajo las antorchas. La negra lo puso ante las narices de Julia, tras haberlo bendecido con un gesto. Los ojos de Julia se abrieron como platos ante el enorme tamaño del falo y su olor a sándalo. La negra lo inclinó apoyándolo sobre los senos desnudos. El duro glande se hundió entre ellos y, luego, ascendió hasta el mentón.
La mujer lo sujetaba con ambas manos, por la base, y lo hacía subir y bajar. Julia sintió con fuerza, en los pezones, las vibraciones del falo. Las puntas se contraían bajo aquella presión cada vez más fuerte. Temblaba, impotente, contra el poste. Intentó esconder el vientre cuando el falso sexo apuntó hacia su ombligo. La sacerdotisa apretó recitando plegarias en criollo. Los negros sólo estaban ya a pocos pasos de Julia, con la expresión alucinada y el torso chorreante. Gritaban en salmos que multiplicaban la excitación de Julia. Entre ellos, Lorrie se desgañitaba también, desgreñada y con el rostro deformado por el deseo.
El falo rozaba ahora su pubis. Los pelos húmedos se pegaban al glande. Julia vio cómo el miembro se hundía entre sus muslos. Chocó contra el poste mientras ella seguía intentando cerrar las piernas. Pero las sólidas ataduras se las mantenían abiertas, estaba a merced de la sacerdotisa. El rugido de los tam-tam resonó en las cuatro esquinas del granero. La negra levantó el falo, antes de apoyarlo contra los abiertos labios íntimos. Julia quedó sin aliento. Con la boca abierta de par en par, sintió el empuje de la madera en su raja. Sujetando el asta con ambas manos, la negra iba penetrándola poco a poco. Su orificio se dilataba, los labios abiertos por el consolador cedían bajo su empuje.
Julia sintió un delicioso escozor entre los muslos, a medida que iba siendo poseída. La parte estrecha del glande consiguió introducirse en su vagina. Todos sus músculos íntimos se relajaron de pronto, la negra dio entonces un fuerte empujón y el falo entró por completo, llenando su distendida vagina. Bastó con que la celebrante apartara las manos para que se mantuviera plantado en el deformado sexo. Puso entonces a la concurrencia por testigo, indicándoles por signos que se adelantaran para comprobar la obra del demonio. Lorrie fue la primera, sin que nadie le discutiese la prioridad. Frente a Julia, puso unos ojos cándidos.
—¡Pobre prima! ¡Son unos verdaderos salvajes! ¿Te duele mucho?
Se pasó la lengua por los labios en una mueca infantil. Sus ojos brillaban de placer mientras sus dedos acariciaban el extremo que sobresalía del sexo. Disipado el efecto de la penetración, que le recordó el momento de su desfloración, Julia comenzó a excitarse con los dedos que golpeaban la madera. Antes de apartarse, Lorrie le dio un empujón, hundiéndolo más en el sexo.
—Luego te llevaré a los establos… —susurró.
Julia ni siquiera pensó en ofenderse por las burlas de Lorrie. No demostró vergüenza alguna ante el primer negro atónito que se plantó ante ella. Le miró fijamente, con los senos tensos y la cabeza altiva. La exhibición de su orificio atravesado por la estaca de ébano exacerbaba sus sentidos. Sus paredes vaginales iban cediendo, la incomodidad cedía el paso a un intenso flujo de miel. Con las narices palpitantes, el negro posó una mano dudosa en el falo. Julia olisqueó su olor picante. La sacerdotisa le acució y sólo la tocó con la yema de los dedos. El siguiente resultó mucho más vicioso.
Tomó el falo con firme mano y lo hizo moverse en el orificio. Ante la mirada satisfecha de la haitiana, lo sacudió lateralmente dejando a Julia al borde del desvanecimiento. Gemía, jadeando atada al poste. Sus piernas no la aguantaban ya. Los tam-tam la turbaban. Percibía por entre el humo de las antorchas a Lorrie contoneándose junto al negro tan bien dotado por la naturaleza…
La sacerdotisa dio el golpe de gracia tras haber exigido silencio.
—¡El demonio va a abandonar su cubil!
Tomó el falo untado de miel íntima y efectuó un vaivén ritmado por el sincopado son de los tam-tam. Masturbaba a Julia con lentitud, llevándola hasta el límite de lo soportable. Soltó de pronto el consolador para cortar la cuerda. Julia cayó lentamente al suelo, como desvanecida. Se encogió en el suelo con el falo hundido, todavía, en su sexo.
Con los brazos en cruz y las mejillas ardientes, no hizo gesto alguno para liberarse. Los negros la rodeaban, pataleando sin moverse de lugar. El sexo de madera se movía solo en su coño, agitado por los espasmos de su vagina. Parecía que un ser invisible estuviera poseyéndola.
—¡El Maligno está en ella! —gritó la sacerdotisa.
Lorrie se arrodilló junto a Julia.
—¡Di más bien una polla enorme!
Julia rodó sobre sí misma, sacudiendo el falo. Gozó entregándose a un placer que había rechazado durante mucho tiempo. El consolador fue expulsado del orificio, untado de pegajosa melaza.
Los negros se apartaron, impresionados. Se dispersaron entonces por la plantación, abandonando a ambas muchachas en el granero. Julia sólo recuperó el sentido mucho más tarde. Lorrie la había arrastrado hasta un montón de hojas de caña.
—¡Caramba, marrana! —dijo— Si de vudú se trata, ya estás bautizada.
Julia quiso ocultar su sexo, dilatado todavía, pero Lorrie la agarró del brazo.
—¡No tengas tanta prisa! Yo también tengo demonios…
Se puso, gualdrapeada, sobre su prima y hundió su boca entre los muslos marcados por la cuerda. Su cálida lengua resbaló en el sexo ardiente, de acre sabor. Las antorchas iluminaban sus siluetas enlazadas. Julia, entre dos bocanadas de aire húmedo, creyó que el viento iba apagándolas una a una. Luego, una sombra silenciosa se les acercó. Descubrieron, con estupor, a Lise, desnuda también.
—Bueno, primitas, ¿vais a olvidar a vuestra sirvienta preferida?