UNA gran nube de humo negro anunció la llegada del tren a la estación de Boston. En los andenes, la efervescencia estaba al máximo. Los mozos de cuerda salieron de su letargo mientras el jefe de estación soltaba un gran pitido. La enorme locomotora chirrió sobre los raíles, antes de inmovilizarse a un extremo del andén. Tras los cristales de la sala de espera de primera clase, Julia Kane abrió mucho los ojos al ver unos vagones de madera, era la primera vez que iba a tomar el tren. Ciertamente, el viaje de hoy nada tenía de una excursión al campo, pero el convoy le parecía magnífico.
—¡Siempre con la cabeza en las nubes! —se quejó Lisbeth Kane—. Se nos escapará el tren.
Julia suspiró, molesta por los sempiternos reproches de su madre. Desde que, el año pasado, su marido se había arruinado, el carácter se le había agriado mucho. Maldecía toda la tierra por ese golpe del destino que le había obligado a separarse de su servidumbre y, luego, a vender la casa que se hallaba junto al puerto. Su marido había desaparecido y nadie sabía dónde, ni la policía, ni los detectives contratados a precio de oro habían podido encontrar su rastro. Puesto que ya sólo disponía de un magro capital, Lisbeth había aceptado el ofrecimiento de su primo Andrew para que fuera a instalarse en Luisiana. Su primo era un rico plantador que había sobrevivido a la Guerra de Secesión, terminada quince años antes, en 1865. Los campos de algodón aseguraban su fortuna, y también sus actividades políticas en Nueva Orleans.
Julia siguió a su madre por el andén atestado, abriéndose paso hacia los coches de cabeza, los de primera clase. Un empleado del ferrocarril las ayudó a subir al estribo y, luego, las acompañó hacia el compartimento. Un mozo de cuerda cargó el pesado equipaje, que ocupó casi todo el lugar en el compartimento. Lisbeth, sentada en la banqueta, se abanicaba con un pañuelo de encaje. Julia, ignorándola, asomó la cabeza por la ventana.
Abandonaba Boston con el corazón en un puño, pero la perspectiva de conocer Luisiana la encantaba. Corrían por la buena sociedad de Boston ciertas leyendas sobre el Sur, desde su rendición ante los nordistas. Los relatos de los oficiales recibidos en los salones de sus parientes hablaban de la riqueza de los plantadores y de la majestad del Mississippi. El pitido de un silbato le hizo alejarse de la ventana. Julia se volvió hacia su madre, que estaba secándose las sienes con el pañuelo hecho una bola.
Madre e hija se parecían aunque Julia, además de su juventud, tuviera mucho mejor silueta. Sus grandes pechos abultaban bajo el corsé que le comprimía las costillas. Su vestido de crinolina blanca, ancho sin embargo, no conseguía disimular su redondeada grupa. Julia tenía la piel blanca de una muchacha del Norte, poco expuesta al sol. Sus largos cabellos rubios caían sobre sus hombros ocultos por la parte alta del vestido. Con los ojos azules y los dientes blancos, mostraba el rostro de una muchacha prudente y reservada. Por lo que a su madre se refiere, era más delgada, y su aire afectado tendía a atenuar su belleza, preservada aún de los estragos del tiempo. Vestía de negro desde la desaparición de su esposo, como si llevara luto.
El tren se puso en marcha escupiendo vapor. Julia cerró la ventana y sintió una punzada en el corazón al pensar en las amigas, a las que sin duda nunca volvería a ver. Lisbeth se tendió en la banqueta tras haber desplegado una manta.
—Deberías hacer lo mismo. El viaje va a ser largo —dijo.
Julia movió la cabeza.
—Prefiero leer, no tengo sueño.
Lisbeth cerró los ojos y no tardó en dormitar, acunada por las trepidaciones del tren. Las primeras horas transcurrieron al compás de las paradas en las distintas estaciones. El tren iba ahora lleno de pasajeros que se amontonaban en los vagones. Confinada desde la salida en su compartimento, Julia sintió ganas de estirar las piernas. Comprobó que su madre dormía y, luego, salió al pasillo. Un agente de la Compañía de ferrocarriles le indicó el vagón donde podía comer y beber algo.
—No vaya más lejos, señorita —advirtió—. Después están los vagones de segunda y de tercera…
Julia le dio las gracias y se dirigió, con ligeros pasos, al restaurante. En el vagón de paredes forradas de terciopelo granate, algunos viajeros bien vestidos conversaban. Los hombres, con levita, bebían whisky, las mujeres, con elegantes trajes, trasegaban té. Algunos de los hombres, solos, miraron a Julia, interrumpiendo a su paso las conversaciones. Ella se contoneaba al andar, sin darse cuenta. Ocupó un rincón vacío y pidió un té con limón. El tren redujo la marcha antes de detenerse en una estación situada en plena campiña.
Un empleado anunció una parada de cuarenta y cinco minutos para llenar de agua el depósito de la locomotora. Los hombres lo aprovecharon para fumar cigarros. Unas mujeres se sentaron, riendo, en la hierba. Julia contempló los trigales circundantes, donde unos chiquillos mal vestidos jugaban al escondite. Julia prefirió no acercarse a ellos y pasó al otro lado del tren.
Divisó unas amapolas junto a los raíles y se inclinó para cogerlas, sujetando la parte baja del vestido para no mancharla. El sol, en lo alto del cielo, abrasaba. Cuando hubo recogido un hermoso ramillete para su madre, Julia buscó una sombra bajo los árboles, detrás de la estación. El lugar parecía abandonado, salvo por el depósito de agua. Se sentó en la hierba, al pie de un gran roble, apoyándose en el tronco. Oía a lo lejos los rumores de los pasajeros, a lo largo de la vía. De pronto, distinguió una silueta que se deslizaba por el talud vecino.
Intrigada, Julia se incorporó a medias y descubrió a una mujer, vestida con ropa barata, que se agachaba en la hierba y, sin empacho alguno, se levantaba las faldas. Julia la vio luego bajándose los calzones por los muslos. Quedó boquiabierta ante tanto impudor. No había nadie a su alrededor. Observó a la mujer que orinaba, fascinada por el potente chorro que brillaba a la luz. La desconocida cerraba los ojos, en equilibrio sobre unos polvorientos botines. Julia se ruborizó viendo el negro vello que cubría el sexo y se extendía, incluso, por los muslos.
La orina espumeaba en el suelo, antes de ser absorbida por la tierra. Unas gotas salpicaban las hierbas de alrededor. La mujer iba a incorporarse cuando ante ella apareció una sombra. Julia dio un respingo al ver al hombre que se acercaba por detrás a la mujer. Se agachó junto a ella y posó las manos en las anchas y desnudas nalgas. Julia quedó sin aliento. Creyó que la mujer iba a protestar, pero no hizo gesto de defensa alguna. Arrancó un puñado de hierba y se limpió la entrepierna. El hombre se pegó más a ella y aprisionó sus pechos que salían por el escote del vestido:
—¡El tren va a marcharse! —dijo la mujer con un arrumaco.
El acento revelaba su origen obrero. El hombre, de rostro sin afeitar y cabellos hirsutos, liberó los pechos, pesados como odres. Colgaban, enormes, con los pezones erectos. El hombre los magreó con sus dedos sucios, apretándolos uno contra otro mientras la mujer se abandonaba. Julia no se decidía a huir, atraída por la sorprendente escena que se desarrollaba ante sus ojos. El hombre siguió jugando unos momentos con los pechos, diciendo palabras que Julia no comprendía. Se alejó de pronto de la mujer para ponerse de pie. Su alta talla impresionó a Julia, que se acurrucó entre las hierbas por miedo a ser vista.
El hombre lanzó una ojeada hacia el tren, luego se desabrochó la bragueta.
—¡Apresúrate! —dijo la mujer.
—¡Ya sabía yo que la cosa te escocía!
Se arrodilló en el suelo y empujó a la mujer hacia delante. Ella cayó de cuatro patas, con el rostro oculto por la vegetación. El hombre arremangó el vestido hasta los riñones, desnudando unas nalgas blancas y redondas. Las acarició, ensanchando la raya parduzca. Julia se mordió el labio inferior ante tanto impudor. El hombre hundió una mano entre las nalgas y movió la muñeca. Los muslos y la grupa de la mujer temblaban, pero jadeaba como una perra. Sin apartar los dedos de la raya, él mostró su sexo, largo y rígido. Esta vez, Julia se sintió invadida, de los pies a la cabeza, por una especie de fiebre que la hacía sudar como nunca.
Era la primera vez que veía a un hombre desnudándose así. Le recordó a los sementales del hipódromo de Boston y la «cosa» monstruosa que pendía entre sus muslos. El hombre sacudió su verga y la frotó contra la grupa de amplia abertura. La mujer se volvió entonces. Tendida de espaldas, con las piernas encogidas, ofrecía su intimidad. Julia contempló los gruesos labios de su sexo abiertos ante su raja. La carne cruda del orificio brillaba como una concha recién salida del agua. El pubis, con su negro pelo, tenía también algo animal.
El hombre metió una mano entre los muslos separados y tocó aquel sexo abierto de par en par.
—¡Ya era hora de que el tren se detuviese! ¡Eso está que arde!
La mujer se echó a reír con vulgaridad, sacudiendo sus grandes pechos. El hombre se tendió sobre ella, apoyándose en los codos. Julia sólo contemplaba aquella verga de lisa punta, que se erguía ahora horizontalmente. La mujer encogió el vientre, agarrándose a los hombros de su amante. Julia vio el sexo hundiéndose, primero, en el negro vello. El hombre tuvo que guiarlo con la mano hacia los pardos labios. Julia apretaba los puños con la respiración jadeante. En vez de pedir ayuda, la mujer le suplicó que fuera más deprisa… Pasmada, Julia aplastó su ramillete de amapolas a fuerza de crispar sus dedos sobre los tallos. Cuando el hombre la penetró, se tendió sobre la mujer, que rodeó los lomos masculinos con sus piernas desnudas. Martilleaba la parte baja de su espalda con aquellos botines baratos.
—Te gusta, ¿eh?, ¡zorra!
El hombre la poseía con violentos vaivenes que sacudían la hierba a su alrededor. De vez en cuando, Julia distinguía el sexo abierto de la mujer, como una gran boca. Parecía un orificio insaciable, cuyos bordes se dilataban bajo los embates. La verga del hombre estaba más hinchada que al principio y extrañamente húmeda… Julia volvió la cabeza unos instantes al oír ruido procedente de la vía. Unos pasajeros caminaban por la grada, sin sospechar lo que ocurría por las proximidades. Presa de un impulso incontrolado, Julia se acercó más aún a la pareja.
La vergüenza daba paso a una creciente curiosidad. Asfixiada por su vestido de crinolina, sus pezones se endurecían bajo el corpiño. Se escondió a unos pocos pasos, sólo, de ellos. El hombre levantó a la mujer por las nalgas y siguió atareándose. Parecía infatigable, sus marcados rasgos chorreaban sudor. El olor que desprendía la pareja era más fuerte que el de la vegetación.
—¡Me estás matando! —gritó la mujer.
El hombre no respondió, retirándose bruscamente tras haberse hundido en la raja, muy roja ahora.
Julia mordió su pañuelo, hipnotizada por aquel sexo extremadamente tenso. Permaneció así unos segundos, en equilibrio sobre el pubis, hasta que la mujer se sentó con los grandes pechos bamboleando fuera del vestido. Tendió la mano hacia la verga y la masturbó con vigor. Julia miró aquellos dedos cuyas uñas, de desportillado barniz, parecían garras. El hombre le acariciaba el sexo, introduciendo profundamente un dedo. Se arqueó de pronto, con la espalda tensa y la cabeza echada hacia atrás, como si acabara de recibir una bala.
—¡Oh, sí! ¡Dámelo todo!
Julia no comprendía las palabras de la mujer. Ésta sujetaba el sexo con mano firme, justo ante su rostro. El hombre eyaculó sobre ella, salpicando sus mejillas y su boca con un líquido blanquecino y viscoso. Brotaba como si no fuese a terminar, provocando en el hombre espasmos de placer. También la mujer parecía enloquecida y se pasaba el sexo por la boca, cerrando unos ojos húmedos de esperma. Julia se encogió en el suelo, sorprendida e impresionada. Sonó un silbato tras la estación abandonada. La pareja se arregló apresuradamente mientras la mujer se reía a solas.
Julia tardó en reaccionar, presa aún de viva emoción. La mujer corrió a campo través mientras el hombre caminaba sin apresurarse. Julia se escondió a su paso, aterrorizada por su aspecto de leñador. El hombre pasó por su lado, sin verla, con las manos en las caderas. Silboteaba una melodía vulgar y llevaba la camisa fuera de los pantalones. Julia le siguió con la mirada hasta el tren. Esperó a que subiera a uno de los vagones de cola antes de abandonar su escondrijo.
La mujer, por su parte, estaba ya en su compartimento cuando Julia llegó a la vía. Acodada en la ventana, fumaba como un hombre. Julia acechó por unos momentos a su compañero, pero no se manifestó. El silbato de un revisor la devolvió a la realidad. Se sacudió el vestido y recorrió la vía hacia primera clase. Su madre la esperaba de pie en el estribo del vagón.
—Pero ¿dónde estabas? ¿Y por qué pones esa cara de pasmo?
Julia se ruborizó, incapaz de resistir la suspicaz mirada de su madre. Desde la fuga de su marido, Lisbeth la llenaba de afecto, vigilándola sin descanso mañana, tarde y noche. Julia inventó una mentira y trepó al tren. Para calmar a su madre, le dio el estropeado ramo. Cuando pasó un revisor, lanzando una intensa mirada a Julia, Lisbeth renovó sus consejos de prudencia.
—Desconfía de los hombres, hija mía; no te traerán nada bueno. Fíjate en tu pobre madre…
Julia asintió con el ánimo turbado todavía por aquella pareja que se agitaba en la hierba.