Es tímido, pensé la primera vez que lo vi. Después me di cuenta de que era una falsa impresión. Marcelo es de los que estudian bien una situación antes de decir una palabra. Puede parecer ingenuo, pero en realidad es audaz y provocador. Y, como descubrí días más tarde, es capaz de mentir sin que lo delate un solo gesto de su inocente cara.
Ese martes del que les quiero hablar nos habíamos atrasado con los sándwiches: no estaban aún envueltos cuando Marcelo llegó a buscarlos. Por eso encadenó su bicicleta al poste de la luz y se sentó pacientemente a esperar. Carla terminaba de hacer los paquetes a toda velocidad mientras yo atendía a un cliente. Le estaba dando el vuelto cuando vi aproximarse desde la esquina al periodista narigón.
—Miren —les dije a ellos—. Ese es el periodista que está escribiendo sobre ustedes.
Los dos se asomaron, interesados. El tipo venía hacia el kiosco.
—¿Y si le decimos la verdad? —preguntó Carla.
Marcelo la miró extrañado.
—¿La verdad?
—Bueno, una parte al menos. Así no escribe tantas pavadas.
Marcelo sacó una moneda de su bolsillo.
—Si sale cara, decimos la verdad —dijo mientras la tiraba al aire.
La moneda subió casi hasta tocar el techo y cuando caía Marcelo la atrapó en el aire, entre sus dos manos. Las abrió lentamente.
—Cruz —dijo en el momento en que el narigón llegaba.
El tipo entró y echó una mirada a todos.
—Buenas tardes —saludó mientras se acomodaba en uno de mis nuevos taburetes.
Yo le sonreí.
—Hace mucho que no nos veíamos. ¿Todavía trabajando?
—En realidad vengo a despedirme —me contestó—. Ya terminé el informe. Pensé en pasar a saludarte y, de paso, comerme un especial de atún.
Mientras le servía el sándwich vi que los chicos lo miraban sin ningún disimulo.
—¿Usted es el periodista que está haciendo una investigación en el barrio? —le preguntó Marcelo haciéndose el tonto.
—Sí —sonrió el narigón—. Pero ya la terminé. Podrán leerla el próximo domingo. Y les aconsejo que no se la pierdan. Va a ser un informe especial: toda la verdad sobre la historia de Romeo y Julieta.
—¿Y cuál es la verdad? —preguntó Marcelo.
—No me gusta adelantarme —dijo el periodista mientras le daba un mordisco al sándwich—. Va a ser mejor que lo lean.
—Cuéntenos algo —pidió Carla—, algún detalle.
El tipo se limpió la boca con una servilleta y suspiró.
—Bueno —aceptó—. Les voy a decir algo: la fuga de los chicos de la que todos hablaron en realidad nunca se concretó. Es cierto que el muchacho planeaba irse con la chica a Bella Vista, para escapar de la presión de los padres, pero no lo hicieron.
—¿Por qué? —preguntó Carla.
—Porque alguien se interpuso. Y ese es el verdadero nudo de la historia que yo descubrí.
Era evidente que el narigón no podía refrenarse. Es de esas personas a las que le encanta hablar de sí mismas. Ya estaba dispuesto a decir todo.
—Qué interesante —lo alentó Marcelo—. Cuéntenos, ¿quién se interpuso?
—Había otra chica que lo estaba rondando a Romeo en esos días. Una rubia. Una mañana, todos en la escuela vieron que él se robaba una flor. Julieta, que ya estaba celosa, creyó que era para la otra chica. Fue por eso que se subió a la cornisa: por celos.
—¿Por celos? —preguntó Carla conteniendo la risa—. ¿Y quién era la otra?
—Este dato aún no lo sabe nadie: se llama Melina.
—¿¿Melina??
El narigón advirtió la sorpresa en el tono de Marcelo.
—¿Qué? —preguntó—, ¿la conocés?
—Bueno —dijo Marcelo muy serio—, conozco a una Melina que vive cerca de acá. Creo que podría ser ella. Sí, probablemente sea ella.
El periodista sacó rápidamente su anotador y una birome.
—¿Y cómo es? —preguntó.
Marcelo se quedó pensando.
—Tiene una onda… digamos, felina.
—¿Felina? —el narigón estaba cada vez más interesado—. ¿Qué querés decir, sexy?
—Se podría decir, sí.
—¿Podrías describirla? ¿Cómo es su pelo?
—Claro, muy claro. Y suele usar una cinta roja en el cuello.
—Ajá —el periodista escribía a toda velocidad—. Una cinta roja. Muy atrevida. Sí, sí, todo concuerda… ¿Y te parece que ella puede haber seducido al muchacho?
—Tanto no sé —dijo Marcelo—, a él no lo conozco. Pero sería posible: ella es muy especial.
—¿Y estará enamorada de Romeo?
—Creo que no —dijo Marcelo bajando la voz—. Me parece que en verdad Melina quiere a otro.
—¿Ah, sí? ¿A quién?
—A un tipo que nunca quiere estar quieto. Un tipo muy audaz, que ama la libertad: no le gusta sentirse encerrado.
—Tal vez por eso ella, sintiéndose despreciada, se acercó a Romeo —dijo muy serio el periodista—. Fue cuando Julieta se sintió celosa y subió a la cornisa. Y Romeo la siguió. Lo que yo descubrí es que allí se produjo un extraño fenómeno.
—¿Qué fenómeno?
—Ellos, asustados por lo que pasaba, sufrieron un bloqueo mental y negaron la realidad. Nunca tomaron conciencia del peligro real que corrían en la cornisa. Por eso fue tan difícil hacerlos bajar. En ese estado de shock, se preocupaban por unos gatos.
—¿Gatos? —la palabra sobresaltó a Marcelo—. ¿Qué gatos?
—Unos gatos callejeros, que andaban por allí. Lo interesante es que en lugar de preocuparse porque estaban poniendo sus vidas en riesgo, hablaban de unos gatos. Negar el peligro para no sufrir: es una reacción frecuente.
—¿En serio?
—Sí. Ahora ya saben —dijo el narigón con evidente orgullo—. Esa es la verdad sobre Romeo y Julieta. Por supuesto, se darán cuenta de que me refiero a ellos así para no revelar sus verdaderos nombres.
—¿Usted conoce sus nombres? —preguntó Carla.
—Claro —dijo el narigón—, pero no voy a publicarlos. Quiero que puedan vivir sus vidas en paz.
—Bien dicho —intervine yo—, así se hace. Dejemos vivir a Romeo y Julieta.
El tipo terminó su sándwich y guardó el anotador.
—Fue un placer —dijo como despedida—. No dejen de leer la nota.
—No nos la perderíamos por nada del mundo —le contestó Marcelo.
Fue la última vez que lo vimos: nos saludó cortésmente, a uno por uno, y se fue con paso lento, como cansado. Entonces le pregunté a Marcelo qué hubiera hecho si la moneda caía del lado de la cara.
—Le habría dicho que Romeo y Julieta nunca estuvieron enamorados —me contestó.
—No te habría creído —dije yo.
—No —coincidió Carla—. Fue mejor así. Ahora va a poder escribir una linda historia.