12. Carla

Yo pasé mucho tiempo con ella sin saber quién era en verdad. Claro que no podía reconocerla: solo la había visto en televisión o en las fotos de los diarios, pero la imagen en la cornisa era tan pequeña que nadie había podido identificar sus rasgos. Así que ese día, cuando se presentó en mi kiosco, lo que vi fue una chica como cualquier otra. Linda, sí, pero no muy llamativa. Vestía jeans y remera y tenía el pelo recogido en una trenza.

—Vengo por el aviso —dijo, señalando el cartelito que yo había pegado en la pared del kiosco.

Yo estaba buscando a alguien que me ayudara por las mañanas: necesitaba reemplazar urgentemente a mi prima. Pero no era solo eso: el asunto de los sándwiches estaba teniendo más éxito de lo esperado. Ya había incorporado entonces los de atún y los de pollo con tomate; la preparación me demandaba por lo menos un par de horas en las que no podía atender el kiosco. Además, planeaba ofrecer envío a domicilio por la zona, pensando sobre todo en los empleados de los negocios que no podían salir a comprar. El cartelito decía: «Se necesita chica o muchacho para atención al público y reparto. Cuatro horas por la mañana». Es cierto que no especificaba la edad, pero ustedes se imaginarán que yo pensaba en alguien mayor. Digamos dieciocho, diecinueve años. Por eso no me tomé demasiado en serio a esa chica con cara de nena. Creo que también por eso tardé tanto en darme cuenta de que era Julieta: pese a todo lo que sabía, yo seguía esperando que los dos fuesen mayores. Esa es una de las tantas confusiones que fueron creciendo y transmitiéndose en la historia de este romance.

Como les estaba diciendo, ella me señaló el cartelito y yo me limité a aclararle que buscaba a alguien mayor.

—¿Qué edad tenés? —le pregunté.

—Estoy por cumplir trece.

—Muy chica —constaté—. Los chicos no tienen que trabajar.

Después seguí ordenando las galletitas en el estante.

Ella, sin embargo, no se movió. Me explicó que acababa de terminar la escuela primaria y quería una ocupación solo durante las vacaciones. Que aunque era chica era responsable. Que nunca se iba a equivocar con los vueltos porque era muy buena en matemática. A todo eso le agregó un argumento interesante: tenía un amigo que podría hacer los repartos a domicilio en bicicleta. Y estaban dispuestos a dividirse el salario que yo ofrecía. Así que empecé a tomármela en serio.

Pero no fue ninguna de esas razones lo que me decidió a aceptarla por el verano: sencillamente, me caía bien. Le ofrecí una prueba, tres días para saber cómo andaba. Recién ahí le pregunté el nombre.

—Carla Martínez —dijo sonriendo.

Y ni siquiera entonces me di cuenta.

Fue recién en el tercer día de su trabajo cuando algo hizo clic en mi cabeza. En las dos jornadas previas habíamos preparado y repartido volantes por la zona para promocionar el servicio: «Ricos sándwiches caseros a domicilio. Múltiples sabores. Y si no le gusta ninguno, le preparamos el que nos pida». Esto último había sido una idea de Carla: que cada uno creara su sándwich. Después lo bautizaríamos con su nombre. Bien pensado, le dije. Para entonces ya me había olvidado de que se trataba de una prueba: Carla se quedaba, no había duda.

Les decía que solo en el tercer día caí en la cuenta de que estaba en presencia de Julieta. Habían empezado a llegar los pedidos, y cuando la primera tanda estuvo casi lista ella me dijo que iba a llamar a su amigo para que los pasara a buscar.

—Además quiero que lo conozcas —agregó—. Se llama Marcelo.

—Ah, bueno —dije yo distraídamente mientras envolvía uno de queso, huevo y aceitunas. Y de pronto fue como si alguien me golpeara en medio de la frente. Carla y Marcelo, Marcelo y Carla… Me puse a mirarla como si fuera la primera vez: el pelo largo, castaño, los ojos grises. Ella se dio cuenta de que algo pasaba.

—¿Por qué me mirás así? —preguntó.

No supe qué decirle. No quería pasar por chismosa.

—Recién tuve la impresión de que te conocía de antes —inventé—. De que te había visto… no sé, en otra situación.

Ella desvió la mirada.

—No me acuerdo.

—Digo que estuviste en algún lado… que te vi en alguna foto… en otro lugar…

Suspiró. Había entendido.

—Sí, soy yo —dijo.

Se hizo un silencio. Yo la seguía mirando.

—Supongo que querés que te cuente —adivinó.

Intenté no sonar demasiado ansiosa.

—Solo si tenés ganas.

—Bueno, pero antes te advierto una cosa: la verdad no tiene nada que ver con lo que se dice por ahí.

Y me lo largó sin anestesia, dándome de lleno en la cara con esa desilusión.

—Esto no es una historia de amor. Romeo y Julieta no existen.

El relato se extendió a lo largo de varios días. Carla solo hablaba cuando estábamos completamente solas, pero a cada rato alguien entraba al kiosco y nos interrumpía. Ella se callaba de inmediato: nadie debía oír, me dijo, porque si no podrían empezar otra vez los rumores. Carla se quejaba todo el tiempo. De la inclinación de la gente a hablar de lo que no sabe. De la facilidad con que repiten cualquier cosa que han oído por ahí. De la liviandad con que los periodistas hablaban de ellos por televisión. Y sobre todo, de que la gente les ponía una etiqueta.

—Si uno no es amigo de la manera en que piensan que hay que ser amigo, si uno se ve más a menudo de lo que creen aceptable, entonces suponen que hay otra cosa —protestó—. Por eso decidieron que Marcelo y yo éramos novios.

La cosa venía de lejos. Ya cuando eran chicos, dice Carla, había comentarios. Sobre todo del padre de Marcelo, que nunca entendió nada. Solía echarles una de esas miradas insinuantes y declaraba en su clásico tono suspicaz: «Estos chicos son carne y uña». Justamente para evitar esas miradas, esa insoportable suspicacia, ellos a veces decían que eran primos. Porque nadie piensa que los primos son novios.

—¿Entendés? Nosotros no somos novios. Nunca fuimos novios —insistió—. Pero todo se complicó con los gatos.

Carla reconoce que la de los gatos no fue una buena decisión. Una idea tonta, dice. Es que Molesto se había puesto insoportable y creyeron que todo lo que necesitaba era una compañera. Entonces lo llevaron ahí, a la terraza de su casa, por donde solía pasear la gata de Isabel. Pero en un primer momento no pasó nada, cada gato se acurrucó en un rincón y no se dijeron ni miau. La situación se había vuelto aburrida y no solo eso: la noche estaba fea, ventosa, con olor a lluvia. Fue Carla la que sugirió que los dejaran un rato y jugaran a los dados en su casa. El primer partido lo ganó ella y el segundo Marcelo. Así que el desempate era obligado. Si el padre de Marcelo no hubiese insistido tanto con los llamados telefónicos para decirle que debía volver temprano, tal vez no se habrían olvidado de los gatos. Pero no hubo maldad, insiste Carla, cómo podían imaginarse ellos que esa noche Molesto iba a huir y menos todavía que Melina lo iba a seguir. Fue por eso que hicieron todo lo que hicieron: la búsqueda, el viaje, la cornisa.

—¿Entonces ustedes nunca se quisieron tirar? —pregunté yo.

—¿Nosotros? No, cómo se te ocurre. Nunca haríamos una locura semejante. La que se iba a tirar era Isabel.

—¿Isabel?

—Bueno, eso creímos. Esa mañana, cuando nos encontramos en la terraza, Isabel tenía una cara terrible. Murmuró que sin la gata no podía vivir. Estaba ahí, parada junto a la baranda, cuando miró hacia abajo y dijo: «Si no aparece Melina, me mato». Nos dimos un susto tremendo. Ahora, francamente, creo que exageraba: sobrevivió sin problemas todos esos días. Pero quién podía saberlo: no íbamos a ser nosotros los culpables de una tragedia.

Así que, cuando fracasó la búsqueda en el barrio, emprendieron el viaje.

—¿Viaje? —pregunté yo—. ¿No era una fuga?

—No, ¿por qué nos íbamos a fugar? Claro que hubiéramos preferido quedarnos en casa tranquilos, pero algo había que hacer. Si vos hubieras visto la cara de Isabel ese día pensarías lo mismo. Teníamos que ayudarla de alguna manera. A Marcelo se le ocurrió que la respuesta podía tenerla Fernando, que estaba en Bella Vista. Solo que el viaje fue difícil. Muy difícil.

—Entonces no estaban de novios, no se querían tirar de la cornisa ni se fugaron —dije yo desilusionada—. Nada es como debía ser.

—Es que tenés que aceptarlo —me contestó— esta no es una historia de amor, es una historia de confusiones. De confusiones y de gatos.

Fue un viaje en el que todo salió mal, dijo Carla. Para empezar, el colectivo: tardó demasiado, y cuando finalmente llegaron a la estación Retiro el tren que pensaban tomar se había ido. De modo que tuvieron que esperar el siguiente. Ya para entonces les había dado sueño, de puro aburrimiento. Y ese fue el primer gran problema: el sueño. Porque con el traqueteo se quedaron dormidos. Ella se despertó cuando el tren acababa de entrar a una estación desconocida. Asustada, le preguntó a una mujer si todavía faltaba para Bella Vista.

—¿Bella Vista? Huy, querida, se pasaron. Van a tener que tomar el tren para el otro lado.

Lo sacudió a Marcelo y se bajaron a las apuradas. El lugar se veía bien feo, dice Carla, sucio, lúgubre. Marcelo intentó tranquilizarla: se habían pasado unas pocas estaciones, solo tenían que cruzar de andén y esperar el siguiente tren. Pronto estarían en Bella Vista. Pero en ese momento apareció la banda. Eran cinco pibes. Altos, de pelo bien corto y camperas negras. Grandotes como roperos. Se pararon en medio del andén y les bloquearon el paso.

—Permiso —dijo cauto Marcelo.

Pero no se movieron. Uno de ellos sacó una navaja del bolsillo y empezó a pasársela de una mano a la otra.

—Tenemos un problemita —dijo burlón—. Nos quedamos sin guita. Seguramente ustedes nos pueden prestar.

—No tenemos —contestó Marcelo.

—Tu noviecita debe tener —se rió el grandote.

A Carla le dio bronca que también ese tipo creyera que eran novios, pero se dio cuenta de que no era momento de aclararlo. Admite que estaba muerta de miedo: los roperos se veían feroces. Marcelo estaba ahí parado y no hablaba, miraba fijo a los otros, como jugando a quién desviaba primero los ojos. Ella hubiera querido darles el poco dinero que llevaban encima, pero no se decidía a hablar. Y en ese momento, sin aviso previo, Marcelo le agarró fuerte la mano y la arrastró. Se escurrieron por un hueco que habían dejado los tipos y volaron. Eso le parecía a Carla: que volaban.

—¿Y no los agarraron? —pregunté yo.

—Trataron, pero la verdad es que nosotros corríamos más rápido. Los tipos esos eran bien malos, pero estaban bastante gordos. Les faltaba velocidad.

Carla cuenta que mientras corría oía a su espalda las respiraciones agitadas, los insultos. Que cruzaron el puente que iba hacia el otro andén, justo cuando el tren llegaba. Que sintió un tirón fuerte y se dio cuenta de que le habían arrancado la mochila, pero no se detuvo. Ninguno de los dos se detuvo hasta llegar el tren. Subieron de un salto, justo antes que el guarda. En eso, cree Carla, tuvieron suerte: habían caído precisamente en el vagón en que viajaba el guarda, un tipo alto con cara de pocos amigos. Por eso probablemente los gordos no subieron tras ellos. Los vieron por la ventana parados en el andén, aún agitados, mirándolos con cara de bronca. Ella quiso decirle a Marcelo que le habían robado la mochila, y que no importaba, porque estaban sanos y salvos. Pero no pudo, me explicó, porque tenía un nudo en la garganta que no la dejaba hablar. Viajaron en silencio hasta que Marcelo lo rompió para preguntarle si le gustaba el café.

—¿Estás loco? —dijo Carla—. Con todo lo que nos pasó y a vos se te da por hablar del café.

—Por eso —insistió Marcelo—, pensemos en otra cosa. ¿Te gusta o no?

—¿Con leche?

—No, solo.

—No sé, probé una sola vez. ¿Y a vos?

—A mí sí, pero mis padres no me dejan tomar si no es con leche. Dicen que el café solo es para grandes, que tengo que esperar por lo menos hasta los quince. ¿No es absurdo? ¡Como si hubiera una edad establecida para el café!

—¿Tuviste miedo? —lo interrumpió Carla.

—Mucho. ¿Y vos?

—También.

—¿No te tomarías un café? Recién pasó un vendedor, debe de estar en el vagón de al lado.

—Sí —dijo Carla—, pero no tengo más plata.

Marcelo rebuscó en sus bolsillos y sacó unas monedas.

Se levantó, caminó hacia el siguiente vagón y enseguida volvió con los dos cafés. Solos. Carla dijo que estaba rico. Y que la hizo sentir más grande.

Tuve que esperar todo el fin de semana para poder seguir oyendo la historia. El acuerdo con Carla era que trabajaba de lunes a viernes, de modo que me pasé sábado y domingo imaginando cómo seguía el asunto. Les confieso que aún tenía entonces alguna esperanza de que finalmente se convirtiera en una historia de amor, aunque hasta ese momento se parecía más bien a una novela de aventuras. El lunes, apenas entró, le pedí que avanzara de una vez.

Llegaron a Bella Vista mucho más tarde de lo previsto, me dijo: ya oscurecía. Los datos que tenían sobre la quinta eran un poco vagos, apenas la calle y un nombre: «Los Salvajes». Por eso detuvieron a una mujer que iba en bicicleta para preguntarle dónde quedaba.

—¿Los Salvajes? —repitió—. Cruzando, el segundo portón a la derecha. Tengan cuidado.

Todo esto debió haberles dicho algo, pensó después Carla. En primer lugar el nombre y luego la advertencia. Pero no: siguieron caminando y una vez frente a la quinta tocaron el timbre. Primero un timbrazo normal. Nada. Luego uno más largo, insistente. Nada otra vez. Entonces Marcelo apoyó su dedo en el timbre y lo dejó allí, varios segundos. Y nuevamente, nada. Carla admite que le dio un ataque de mal humor: se empezó a quejar porque Marcelo no había confirmado que Fernando estuviera en casa, porque la había llevado hasta ahí inútilmente, porque habían soportado ese viaje odioso para nada. Él no le contestó. Se limitó a empujar el portón y, para su propia sorpresa, descubrió que no estaba trabado.

—Entremos —le dijo a Carla—. Tal vez Fernando está en el fondo y no oye el timbre.

Carla dice que mientras entraban tuvo un vago malestar, una sensación de que no debían hacer lo que estaban haciendo. Nunca llegó a decirlo: no habían dado ni cinco pasos dentro de la quinta cuando aparecieron los perrazos. El primero se tiró sobre Marcelo, que cayó de espaldas con un grito ahogado, atinando apenas a cubrirse la cara con las manos. Espantada, Carla vio cómo el perro le agarraba la pierna con unos dientes descomunales y parecía a punto de devorársela. Levantó la cabeza pensando en pedir ayuda, solo para ver a la otra bestia que corría a toda velocidad hacia ella. Empezó entonces a retroceder hacia el muro. Cuando se dio cuenta de que era una mala decisión ya era tarde: ladrando como un endemoniado, el perro la había acorralado y no tenía hacia dónde escapar. En los segundos que siguieron, dice Carla, ella y el perro se miraron fijamente. Pensó muchas cosas en ese tiempo corto y a la vez eterno: que el animal debía tener rabia porque babeaba exageradamente, que ella se iba a hacer pis encima del susto, que esa era una manera ridicula de morir y que con suerte se desmayaría y no sentiría cuando la bestia se le tirase al cuello. Fue entonces cuando oyó al mono. Claro, pensó que alucinaba: que el miedo le fabricaba sonidos en su cabeza. Pero no, el mono estaba ahí. Y luego llegó el tipo, que gritó con una voz potente:

—¡Titán! ¡Sultán! ¡Vengan para acá!

Las dos bestias obedecieron de inmediato. Carla sintió que las piernas ya no la sostenían y se dejó caer al piso. Recuerda vagamente que el hombre se acercó y que fue su cara y el absurdo mono lo último que vio antes de desmayarse. O tal vez no se desmayó, me dijo, sino que cerró apenas un momento los ojos para olvidarse de todo eso.

Veinticuatro sándwiches. Doce de atún con mayonesa y doce de jamón y queso. Y también bebidas. Me lo pidieron así, de sopetón, de una oficina que está a dos cuadras. Parece que estaban festejando un cumpleaños y decidieron encargarlos sin previo aviso. Hubiera dicho que no con tal de seguir oyendo la historia, pero no podía perderme semejante venta. Así que contesté que por supuesto estarían allí en una hora y cuando corté me di cuenta de que no tenía suficiente pan ni fiambre y que una hora era poquísimo. Carla no dudó: llamemos a Marcelo, me dijo, para que nos ayude. Yo ya lo había visto dos veces antes, pero siempre de pasada. Esa fue la primera vez que pude observarlo con detenimiento. Vino con el pan y el jamón que le encargamos y todos pusimos manos a la obra. Fue ahí cuando noté que la de ellos no era una relación como cualquier otra. Tenían la familiaridad de los hermanos junto con el encanto de los amigos. Mucha mirada cómplice, mucho sobrentendido. Sí, ustedes pensarán que soy una romántica perdida, pero eso me dio ilusiones. Tal vez ella no me decía toda la verdad.

La casa era chica y estaba muy desordenada, me contó Carla recién a la mañana siguiente, cuando pudimos seguir con la historia. Aún hoy no se acuerda bien cómo llegó. Pero ahí estaba, recostada en un sillón, mientras Fernando le revisaba la pierna a Marcelo. Solo unos rasguños, lo tranquilizó enseguida, nada para preocuparse. Entonces les dijo que descansaran mientras les preparaba un té con tostadas y ella se dedicó a mirar a su alrededor. Era como estar en la casa de Indiana Jones, dice. Del techo colgaban sogas a modo de lianas, para que el mono pudiera balancearse a gusto. En el piso, junto a la chimenea, estaba la perra Nela, con sus tres minúsculos cachorros. Sobre una mesa había una jaula, con la puerta abierta. El loro estaba allí, pero posado del lado de afuera. Todo muy extraño.

Mientras tomaban el té, Fernando les sugirió que se quedaran a pasar la noche: tenía un par de bolsas de dormir que extenderían ahí, en la sala, y al día siguiente él tenía que ir a Buenos Aires y podía llevarlos en la camioneta. Carla dudó sobre la conveniencia de quedarse, con esas bestias dando vueltas afuera, pero solo de pensar en volver a tomar el tren esa noche se sentía enferma. Así que aceptaron y Fernando los acompañó hasta la despensa para hablar por teléfono a sus casas. Claro, lo que contaron fueron puras mentiras. Cada uno mencionó la casa de un amigo donde supuestamente se quedarían a dormir. Carla me lo explicó con tono resignado. ¿Qué iban a decir? ¿Que estaban en una quinta con animales salvajes y un tipo medio raro? No, no había otra salida que mentir. Pero fue ahí cuando realmente se complicaron las cosas.

—Los padres se preocupan demasiado cuando uno tiene doce años, ¿no te parece?

—No sé —le dije—, hace mucho que no tengo doce años.

—Es así —insistió—, se ponen nerviosos porque uno crece. Se imaginan cosas que no existen.

—Pero a ustedes se les fue la mano —dije—, esa vez les dieron motivos. Yo también me hubiera puesto nerviosa en su lugar.

Carla movió la cabeza, como dudando.

—Bueno, puede ser —contestó—, pero no era para tanto.

Esa noche —siguió contándome Carla— fue divertida. Pese a su extravagancia, Fernando resultó un tipo agradable. Preparó un asado, y mientras esperaban que se cocinara les enseñó a reconocer el sonido de las aves en la oscuridad y les mostró las constelaciones con un telescopio. Luego hablaron de la desaparición de Molesto y la solución se les apareció sencilla frente a sus ojos. Se sintieron optimistas aquella noche, seguros de que habría un final feliz.

Carla dice que se fue a la cama pensando que no iba a poder dormirse con tantos animales a su alrededor. Pero apenas cerró los ojos cayó en un sueño profundo del que despertó con la agradable sensación de haber volado.

Salieron demasiado tarde, dijo Carla. Fernando se entretuvo primero cortando el césped y luego tuvo que meter las manos en el motor de la camioneta, que se negaba a arrancar. Y no fue precisamente un viaje de placer: el mono iba con ellos y le tiraba del pelo a Carla a cada rato. Pero al fin y al cabo llegaron. Claro que ahí empezaron otros problemas.

La idea de Fernando había sido buscar a los gatos en los balcones o en la terraza de su antiguo edificio, adonde suponía que Molesto debía haber vuelto en su eterna espera de Matilde. Tocó el timbre en el 7º B, donde vivía una amiga, pero no había nadie. Y, extrañamente, no quiso tocar en otros pisos. Dio algunas excusas vagas, pero el motivo se hizo evidente minutos después, dice Carla, cuando llegó una mujer. Era una señora mayor, que se dispuso a abrir la puerta con su llave. Marcelo estaba a punto de abordarla para pedirle que los dejara pasar, cuando ella se dio vuelta y los miró. Ahí empezaron los gritos.

—¿Gritos? ¿Hubo una pelea? —pregunté yo. Eso me encendió una luz: era la escena que me había descripto el Cabezón y que se había negado a explicarme Fernando.

—Sí. Ahí empezamos a entender lo que pasaba en ese lugar.

Al parecer, la mujer odiaba a Fernando más que a nadie en el mundo. Y al verlo ahí, pensó que pretendía volver a vivir en el edificio. Por eso los gritos: fuera de sí, la señora juraba que nunca le permitiría regresar con sus sucios y ruidosos animales. En su exaltación también se la agarró con Carla y Marcelo, creyendo que pretendían vivir con él y sus mascotas.

—Nos amenazó con llamar a la policía y hacernos encerrar en un reformatorio —se rió Carla—. Fernando se interpuso entre ella y nosotros e intentó explicarle que no teníamos nada que ver, pero no quería oír, estaba como loca.

Cuando finalmente la mujer entró, decidieron que era mejor alejarse un rato. Si efectivamente llamaba a la policía, las cosas podrían complicarse. Fue entonces cuando Fernando se acordó de Javier, un amigo que vivía en uno de los departamentos de al lado. Le pidió que ayudara a los chicos, ya que conocía alguna gente en el otro edificio. No mucho después se volvió a la quinta.

—¿Por qué se fue? —pregunté yo.

—Dijo que estaba ocupado. Pero, la verdad, creo que tenía miedo. Creo que sus viejos vecinos lo aterrorizan.

Yo quería que Carla terminara de contarme la historia ese mismo día. Estaba dispuesta a no atender a nadie más en el kiosco con tal de oír el final. Pero cuando íbamos por la mejor parte, apareció la madre. El horario de Carla había terminado hacía un buen rato y estábamos comiendo unos sándwiches como almuerzo. La madre miró a su alrededor, puso una cara extraña y la invitó al cine. Creo que en realidad quería curiosear el lugar y tal vez a mí. Carla me había dicho que sus padres no estaban de acuerdo con el asunto del trabajo: decían que era muy chica y que aún no hacía falta que ganara su dinero. Mi sensación es que ella quería demostrarles que era lo suficientemente grande y madura como para tener un trabajo de verano, y no una chiquilina irresponsable, como ellos parecían haber creído. A su vez, los padres habían terminado aceptando porque querían mostrarle que eran comprensivos y que no era necesario mentirles, como ella parecía haber creído. De modo que ahí todos querían demostrarse cosas y a mí me dejaron sin el final de la historia hasta el día siguiente.

Javier era muy amable, me contó Carla cuando retomó el relato, pero después de bajar y subir varias veces para tocar timbres en el edificio de al lado pareció cansarse de todo el asunto. Es que esa noche nadie estaba en su casa. La gran idea se le ocurrió a Marcelo en una de las tantas veces que bajaron: miró hacia arriba y se dio cuenta de que los dos edificios tenían la misma altura. Así dicho, parece una pavada. Pero no lo era: si tenían la misma altura tal vez sus terrazas estaban juntas. Eso fue lo que dijo Marcelo: por qué no subir a la terraza de Javier y ver si desde allí podían observar la otra. A Javier le pareció bien. Tal vez, piensa Carla, era una manera de sacárselos de encima. De modo que les dio las llaves y dejó que fueran por su cuenta.

Cuando entraron creyeron sinceramente que habían llegado al final del camino. Todo resultó a pedir de boca. Efectivamente la otra terraza estaba a la misma altura, separada por una reja, pero lo mejor no era eso. Lo mejor era que casi enseguida vieron a Molesto. Ahí estaba, lamiéndose tranquilamente las patas, como si no tuviera nada que ver con el caos generado. Marcelo y Carla se abrazaron de felices que estaban.

—No entiendo —dije yo—. ¿Entonces por qué salió todo tan mal?

—Por la reja. Ahí nos dimos cuenta de que no teníamos cómo llegar a Molesto: la reja que separaba las dos terrazas era altísima y tenía púas en los extremos.

Le dieron varias vueltas al asunto, pero no había manera de atravesarla. Entonces surgió la idea de caminar por la cornisa. Así de sencillo.

—No pongas esa cara —me dijo Carla—. No es tan delirante como parece. Sé que desde la calle la cornisa se ve pequeña, pero vista de cerca es diferente: debe tener más de un metro de ancho. Bastaba con pasar la baranda, que era baja, y caminar hasta la otra terraza. Facilísimo.

Ella se quedó mientras era Marcelo el que recorría la cornisa. Por sus exclamaciones de alegría supo que las cosas no podían salir mejor: en la otra terraza también estaba Melina. Marcelo tomó un gato con cada mano y se dispuso a volver. Pero claro, no se animaba. Una cosa era caminar por la cornisa solo y tranquilo y otra muy distinta era hacerlo con dos gatos que se agitaban en sus brazos. La solución se le ocurrió a Carla.

—La idea era así —me contó—: Yo también debía avanzar un poco por la cornisa. Marcelo tomaba uno de los gatos, se acercaba unos pasos y me lo pasaba. Yo lo depositaba en la terraza y hacíamos lo mismo con el otro. De esa manera, ninguno caminaba con los dos gatos en brazos. Pero cuando empezamos a hacerlo todo se arruinó.

—¿Por qué?

—Oímos ruido y miramos hacia abajo. Y lo vimos.

—¿Qué vieron?

—A un millón de personas. Se veían como hormiguitas ahí abajo, todos con la cabeza tirada hacia atrás, mirándonos a nosotros. Marcelo dijo: «Ahora sí que sonamos». Y, lamentablemente, tenía razón.

Parece mentira, pero cuando estábamos en la mejor parte se apareció Clori en el kiosco. Más inoportuna no podía ser. Quería unos caramelos para la garganta y se pasó como diez minutos eligiendo, que si los de mentol o los de menta con naranja. Cuando estaba por irse, vio a Carla.

—Joven tu empleada… —me dijo con evidente tono crítico.

—Es solo por el verano —aclaré—, hasta que empiecen las clases.

—¿No nos vimos en algún lado? —le preguntó entonces a ella, frunciendo el ceño.

Les confieso que me preocupó. Hubiese sido una verdadera catástrofe que Clori se diese cuenta de que Carla era Julieta.

—No creo —le respondió muy segura—. Yo sí la vi a usted, en la televisión.

Clori sonrió.

—Ah, sí, me entrevistaron muchas veces para hablar de esos chicos, Romeo y Julieta. ¿Conocés la historia?

—No demasiado. Solo lo que vi en la tele.

—Tenés que venir un día al almacén y te la cuento —la invitó.

—Claro —sonrió Carla—. Me encantaría. Cualquiera de estos días paso.

Yo respiré aliviada.

La primera reacción, siguió contando Carla después, fue bajarse de la cornisa. Pero no llegaron a dar ni siquiera dos pasos cuando un grito los detuvo.

—¿De quién? —pregunté yo.

—De un tipo que se llamaba Piedrabuena.

—Ah, el bombero.

—Sí, claro, todos sabían que era bombero menos nosotros. Porque el tipo no tenía uniforme, ni gorro, ni manguera. ¿Cómo íbamos a saber que era bombero? Ese Piedrabuena se paró ahí y nos dijo: «No se muevan».

—¿Y qué pensaron?

—Que era un loco.

—¿Un loco?

—Sí, un loco que quería evitar que nos bajáramos. Nos dio miedo. Tené en cuenta que estábamos parados en una cornisa: ¿y si al tipo se le daba por empujarnos? Decidimos quedarnos quietitos y seguirle la corriente. Porque dicen que a los locos hay que seguirles la corriente. Entonces él empezó a decir disparates.

—¿Cómo disparates?

—Sí, dijo algo sobre que hay que comer verdura.

—¿Qué?

—Bueno, al menos eso entendimos: se oía bastante mal con el ruido que venía de la calle. Pero estoy segura de que fue algo sobre la verdura.

En ese momento me acordé de Carlitos: «No cometan una locura», había dicho.

—¿Y vos qué contestaste? —pregunté.

—Solo papa.

—¿Solo papa?

—Sí, porque a mí no me gustan ni la lechuga, ni la acelga, ni la espinaca… Siempre discuto con mi mamá por eso. La cuestión es que como había que seguirle la corriente, le dije que yo como únicamente papa. Y el tipo me sale con que le dé el nombre y el teléfono de mi padre para ir a buscarlo. Por supuesto que le grité que no, que de ninguna manera, porque si venía mi papá me mataba. Entonces este Piedrabuena se puso mal.

—¿Por qué mal?

—No sé, era muy raro, a cada rato el hombre parecía tener un ataque de angustia. Sobre todo cada vez que nosotros nos movíamos para bajar. Nos dijo que no hiciéramos nada, que había mucho tiempo. ¡Imagínate! Eran como las nueve de la noche, teníamos que rescatar a los gatos, en mi casa me iban a matar por llegar tarde y este tipo salía con que había tiempo. Le dije que no, que ya era tarde. Y otra vez pareció angustiarse. Entonces, para calmarlo, quise explicarle el asunto de los gatos. Le conté que estábamos ahí por Melina y Molesto. ¿Y sabés lo que me contestó?

—¿Qué?

—¡Que me olvidara de Melina! A mí se me ocurrió que tal vez él quería quedarse con la gata de Isabel y le dije que de ninguna manera, que yo estaba ahí por Melina. Lo único que faltaba era que nos robaran la gata. Pero creeme, el tipo era verdaderamente extraño.

—¿Qué hizo?

—Se me acercó para estrecharme la mano. Yo pensé que al fin y al cabo se quería hacer amigo, así que le di la mano y le dije «Mucho gusto, Carla». ¡Y ahí se puso a llorar!

—¿A llorar?

—Sí, se le caían las lágrimas. La verdad es que a esa altura ya me dio pena. Se ve que el tipo no pasaba por un buen momento. Entonces le pregunté si lo podía ayudar en algo. Eso fue lo más insólito: me pidió que nos bajáramos. ¡Y era lo que estábamos tratando de hacer todo ese tiempo!

—Ahí terminó todo.

—No. Aparecieron un montón de bomberos que estaban escondidos y nos dieron unas sogas. Francamente, no hacía falta, porque podíamos caminar sin problemas. Pero, para darles el gusto, nos agarramos. Y cuando bajamos, ¡se nos tiraron encima!

—¿Cómo encima?

—Sí, casi nos ahogan. Te digo que esa noche toda la gente actuaba de una manera muy extraña.

Carla cree sinceramente que esos dos médicos que subieron a la terraza no eran médicos de verdad, sino impostores que se pusieron un guardapolvo. Porque se comportaron de un modo que no duda en calificar de ridículo. Ella y Marcelo les explicaron de entrada que no hacía ninguna falta que los examinaran porque gozaban de una excelente salud. Pero como los tipos insistieron tanto, decidieron aceptar. Suponían que les iban a tomar el pulso o mirar la garganta, como hace un médico cualquiera, pero no. Empezaron a hacerles un montón de preguntas raras: cómo se llevaban con sus padres, si estaban tristes, si tenían ganas de llorar…

—Puras pavadas —me explicó— y nadie quería ocuparse de lo único importante: rescatar a los gatos. Yo creo que en el fondo al tipo del guardapolvo le divertía la idea de la cornisa.

—¿Cómo que le divertía?

—Sí, nos preguntó mil veces si habíamos tenido miedo, cómo nos sentimos allí. Para mí que él tenía ganas de subirse. La cornisa lo tentaba. Nosotros se lo desaconsejamos: sí, era bastante divertido, pero se armaba demasiado lío.

Y aún faltaban los padres. Hasta ellos, dice Carla, se mostraron raros esa noche. Demasiado amables, demasiado comprensivos. Con Marcelo habían estado imaginando lo que les esperaba: un buen reto, un castigo, que les anularan las salidas por una semana. Algo así. Sin embargo, los padres los miraban con esa sonrisa falsa y no decían nada. Tal vez jamás les creyeron. Aunque les explicaron mil veces el asunto de los gatos y de Isabel, la desconfianza nunca se les fue de los ojos. Insistían en relacionar el viaje y la cornisa con el asunto del secundario.

—¿Qué asunto? —pregunté.

—En esos días estábamos decidiendo a qué secundario iríamos. Nosotros queríamos seguir juntos en la misma escuela, pero mis padres querían mandarme a otra. Decían que era mejor. Pero eso no tenía nada que ver con los gatos, claro.

Las dos familias, sin embargo, insistían en la idea de que habían querido fugarse porque estaban preocupados por el futuro. El peor fue el padre de Marcelo: con todo lo que dijeron la televisión y los diarios, nunca más se sacó de la cabeza que eran novios. Pero a fin de cuentas, sostiene Carla, tal vez el escándalo tuvo un efecto positivo. La cuestión del secundario se resolvió sin más peleas. Y ahora, cada tanto, hasta los dejan tomar un café. Solo.

—Quizá todos cambiamos un poco —me dijo—. Hasta nosotros.

—¿En qué sentido? —pregunté.

—No es lo que estás pensando —replicó adivinando la intención en mis ojos—. No hay historia de amor. Pero estamos un poco distintos. Más grandes, creo.