Seguro que alguna vez les pasó: toparse con alguien, saber que uno lo ha visto muchas veces antes, pero ser incapaz de decir quién es. Eso me sucedió a mí ese día cuando entré a la relojería. Iba en busca de una pila para mi reloj, que se había detenido la noche anterior. Anselmo estaba hablando con este muchacho-cara-conocida y me saludó distraídamente. El otro me sonrió.
—Aquí estábamos comentando sobre el asunto de los chicos, Romeo y Julieta —dijo Anselmo—. Fernando conoce una parte importante de la historia.
Claro, me dije a mí misma: Fernando. Recién entonces me di cuenta por qué esa cara me resultaba tan familiar: cuando trabajaba en la relojería, Fernando había pasado infinitas veces por mi kiosco a comprar cigarrillos. Supongo que fue por eso, porque éramos casi amigos sin conocernos demasiado, que me contó todo. Y todo empieza, evidentemente, con el gato.
Sí, Modesto se había convertido en un verdadero problema en la quinta. Demasiado independiente: era imposible mantenerlo dentro de la casa. Para evitar que cayera en las garras de los perros terminó pasando a manos de Marcelo.
—Tendría que haber hablado más con él antes de dárselo —se lamenta Fernando, que se siente un poco responsable por todo lo que pasó después. Pero no: la entrega fue rápida. Precisamente allí, en la relojería. Se encontraron una mañana, el gato cambió de manos y apenas hubo algunos comentarios sobre vacunas y alimentos. Fernando no volvió a saber nada de él hasta ese día, un viernes, en que el mono empezó a gritar.
—¿El mono? —pregunté yo.
—Sí, yo tengo un mono tití, se llama Simbad.
Fernando estaba cortando el césped en la quinta aquel famoso día y no oyó nada hasta que apareció el mono lanzando alaridos. Recién cuando apagó la cortadora pudo oír a los perros. Los perros y los gritos. Corrió hasta la puerta y vio una escena que le hizo saltar el corazón: había un chico (recién después reconoció que era Marcelo) tirado en el piso y un perro lo tenía agarrado del pantalón. La chica estaba acorralada contra la pared por el otro perro. Pálida, parecía a punto de desmayarse. Cuando les sacó a los perros de encima, Fernando vio que las cosas eran menos graves de lo que parecían. Marcelo apenas tenía un rasguño en la pierna y el pantalón roto. Carla estaba ilesa. Lo peor, en realidad, era el susto.
—Son unos salvajes esos perros —dice Fernando—, como yo no oía el timbre, los chicos empujaron el portón y entraron: ahí fue cuando se les tiraron encima. Entonces los llevé a mi casa y los invité a quedarse a dormir. Así iban a descansar bien y yo podía acompañarlos al día siguiente con la camioneta hasta la capital.
La pasaron bien aquella noche, recordó Fernando sonriendo. Comieron, jugaron a las cartas y miraron las estrellas con un telescopio. Y hablaron, claro. Entre otras cosas, del gato. Que era el motivo por el que los chicos habían viajado hasta allí: para que él les sugiriera dónde buscarlo. Por lo menos eso le dijeron. Así, Fernando les contó la historia, la misma que después me contó a mí. La historia de Modesto. O Molesto.
Resultó que el pobre Modesto había ido pasando de mano en mano. Su verdadera dueña, en realidad, se llamaba Matilde y había sido una vecina de Fernando. La vecina del 2º B. Una infortunada tarde, Matilde tuvo un accidente: la atropelló un colectivo y tuvieron que llevarla al hospital. Al día siguiente, Modesto empezó a circular por la terraza y los balcones del edificio maullando lastimosamente. Extrañaba a su dueña, sin duda. Fernando decidió entonces adoptarlo hasta que ella volviera. Pero no volvió.
—¿Se murió? —pregunté yo.
—No, pero como tenía las dos piernas fracturadas se fue a vivir a la casa de una hermana hasta tanto se repusiera. Yo acepté cuidar a su gato.
De modo que Modesto se fue quedando con Fernando. En realidad, el gato circulaba a su antojo: a veces estaba ausente días enteros y luego aparecía de noche, hambriento y cansado. Era raro. Le gustaba echarse largas horas junto a las personas, pero no que lo acariciaran. Detestaba al loro de Fernando, aunque parecía llevarse bastante bien con la perra. A la que le escapaba sin falta era a Clotilde, la mamá de Fernando, que cada tanto pasaba por allí con alguna comida de regalo e intentaba llamarlo con un michi-michi-lindo-la-lechita. La sensación que todos tenían, en realidad, era que Modesto aún esperaba a su dueña: cada mañana daba vueltas por su balcón, como buscando el olor. Pero la recuperación de Matilde se complicó y fueron pasando los meses. Entonces llegó el momento en que Fernando tuvo que mudarse.
—Intenté comunicarme con Matilde para entregarle su gato —contó—, pero ella y su hermana se habían mudado y no pude conseguir el nuevo teléfono.
Así fue como Modesto terminó en manos de Marcelo. Fernando insiste en que fue él quien cometió el error: debió explicarle algo más sobre la personalidad del gato. Pero cómo iba a imaginarse que en la casa de Marcelo no había ni patio ni balcón. Y que todas las ventanas tenían rejas. Es decir, que Modesto estaba virtualmente preso.
Mientras conversaba con Marcelo y Clara, a Fernando la respuesta se le apareció, obvia, en su cabeza. ¿Dónde podía ir Modesto apenas recuperada su libertad? Evidentemente, a lo de Matilde. No había duda: tenía que haber intentado llegar hasta ese edificio. Aquella noche en la quinta se fueron a dormir con la sensación de que el enigma estaba resuelto. Al día siguiente podrían, sin problemas, recuperar al gato. Y a la gata también. Eso creían todos.
La idea era salir por la mañana, pero a la camioneta se le dio por descomponerse y Fernando logró hacerla arrancar recién pasado el mediodía. Luego vino el problema con Simbad, que armó tal escándalo de chillidos cuando se iban que tuvieron que llevarlo con ellos. Entre una cosa y otra, llegaron ya por la tarde. Y se enfrentaron con el primer problema: cómo entrar al edificio. No era cuestión de tocar cualquier timbre, porque la relación de Fernando con sus antiguos vecinos distaba mucho de ser buena. Intentó con la chica del 7º B, la más simpática del edificio, pero nadie contestó. Y ahí estaban, parados en la puerta sin saber qué hacer, cuando Fernando se acordó de Javier. El músico: un tipo sumamente agradable al que había conocido aquel día en que el barrio se inundó y todos los que no podían llegar hasta sus casas se refugiaron en el bar de la avenida. Javier vivía en el edificio de al lado. Enseguida bajó a abrirles y les dijo que sí, que conocía a otra gente en los departamentos vecinos y no tendría problema en ayudar a los chicos a acceder a ese edificio. Y eso es todo, dijo Fernando.
—¿Cómo todo? —pregunté yo desilusionada.
—Sí, porque yo los dejé con Javier y me fui. No supe más nada hasta que esa noche prendí el televisor y vi a dos chicos en la cornisa, mientras el país entero gritaba que se querían suicidar porque su familia no aceptaba su amor. Yo no entendía nada. Pensé que tal vez había pasado algo en el medio que desencadenó el drama.
—¿Algo como qué?
—No sé, Carla comentó que tenía que llamar a su casa. Supuse que podrían haberle dicho algo por teléfono que la trastornó…
—¿Pero qué pueden haberle dicho?
—Es una idea simplemente —se atajó Fernando—. Pero como todos dicen que los padres se oponían al romance, yo me imaginé lo siguiente: ella llamó y los padres, que estaban enojadísimos porque no había vuelto desde el día anterior, le prohibieron que volviera a verlo. Y entonces ellos se subieron a la cornisa.
—Es posible —dije yo—, suena bien. Pero tengo entendido que hubo una pelea con alguien más. Una pelea en la calle.
Fernando pareció molestarse.
—No, fue una discusión sin importancia, pero eso es personal.
Me pareció que me ocultaba algo. Empezó a despedirse porque debía volver a la quinta, pero yo le hice una última pregunta.
—¿De verdad ellos se quieren tanto?
Pareció dudar.
—Son muy unidos, pero… conmigo no se mostraron enamorados. Ni un beso se dieron. Le digo más: ni siquiera me di cuenta de que eran novios. Pero con todo lo que oí y leí después sobre ellos pensé que tal vez querían ocultármelo. Quién sabe.