8. El Cabezón

Quisiera poder decirles su nombre real, pero les confieso que no lo sé: para mí, y para el resto del barrio, siempre fue el Cabezón. Es posible que ni él mismo lo sepa. La señora Chan lo llama sencillamente «Cabe». Y lo llama a cada rato, porque el Cabezón hace un poco de todo en el autoservicio: corta fiambre, acomoda la mercadería, cobra, atiende el teléfono. Y cuando no hay nada que hacer, mira la calle. Por eso vio muchas cosas aquella noche.

A mí me lo contó un día mientras me cortaba el queso para los sándwiches. No sé si les comenté que yo en el kiosco vendo sándwiches. Empecé hace pocos meses y funcionó bien, sobre todo al mediodía, cuando hay un montón de gente en busca de un almuerzo barato. Al principio me animé solo con los de jamón y queso, y ahora ya tengo treinta y tres variantes.

Bueno, pero esto a ustedes no les interesa. Les decía que el Cabezón estaba cortando el queso cuando salió el tema de Romeo y Julieta. Me dijo que él los había visto llegar antes que nadie, incluso antes que la señora Chan. Que estaban los dos chicos y un muchacho mayor, que a él le resultaba vagamente conocido, como si lo hubiera visto en el barrio.

—Entonces —pensé yo en voz alta—, si llegaron juntos, no es cierto que el chico la encontró allí, en la cornisa. Ni es cierto que ella había decidido tirarse. ¿Pero para qué subieron?

El Cabezón se encogió de hombros.

—Tal vez para fingir que se iban a tirar.

—Claro —asentí—. Entonces ellos querían que los vieran. Quizá pensaban que así convencerían a los padres.

—Pero cuando llegaron no fueron al edificio donde pasó todo —me aclaró el Cabezón—, sino al de al lado. —¿Cómo?

—Sí, estuvieron un rato tocando el timbre en el edificio de al lado, pero nadie les abrió. Estoy muy seguro porque hubo algo que me llamó la atención: el tipo tenía un mono en el hombro.

—¿Un qué?

—Un mono, chiquito.

—Andá, no te creo.

Pero me lo juró: por su mamá y por Boca Juniors, así que le creí. La cosa había sido así: los tres llegaron en una camioneta, que manejaba el muchacho del mono. Conversaron un rato, ahí en la vereda, mientras esperaban que alguien les abriera. El monito, que según entendí era un tití, chillaba cada tanto un poco y el tipo lo acariciaba. Entonces, dijo el Cabezón, se produjo la discusión.

—¿Los chicos se pelearon? —pregunté.

—No, apareció una mujer y se puso a gritar.

—¿Quién era?

—No tengo idea. Solo oí que decía: «¡No lo voy a permitir!».

—¿Sería la madre de alguno de los chicos? A lo mejor quería evitar que subieran a la cornisa.

—Tal vez. En un momento me pareció que el muchacho los protegía: se ponía delante de ellos, intentando cubrirlos. Después la mujer levantó el dedo, como amenazándolos, y se fue. Ellos caminaron hasta el edificio de al lado y tocaron el timbre. Enseguida les abrieron.

—Y después los viste en la terraza —deduje yo.

—Pero pasó mucho tiempo. Primero lo vi salir otra vez al tipo del monito. Se subió a la camioneta y se fue. Y un rato más tarde empezó todo: cuando estábamos por cerrar, la señora Chan vio a los chicos en la cornisa.

Se entiende que ese día el autoservicio cerró sus puertas más tarde que nunca. Porque empezó a llegar gente y más gente, hasta que se formó una multitud nunca vista en el barrio. Era más o menos el horario de la cena, pero nadie quería volver a su casa y perderse el final de un asunto tan apasionante, así que muchos entraron a comprar algo para matar el hambre: un alfajor, unas galletitas, unas bebidas. Y la señora Chan no iba a desaprovechar la ocasión, por lo cual ese día el local estuvo abierto hasta entrada la noche. El Cabezón, por supuesto, no se perdió detalle: vio la escena final en la cornisa y también cuando llegó una ambulancia y los médicos fueron conducidos adonde estaban los chicos, para revisarlos. Después subieron los padres, junto con la policía. Y como no pasaba nada más, la gente se empezó a ir. De a poco, la multitud se fue desarmando, los camarógrafos levantaron sus equipos, y llegó la hora de cerrar. Ya no había nadie en la calle cuando el Cabezón, que estaba bajando la cortina, los vio salir. Los cuatro padres y los dos chicos.

—¿Todos juntos?

—Sí, aunque nadie hablaba. La chica, con sus padres, caminaba más adelante. Después iba la otra pareja, y al final, solo, el chico. Pero había algo muy extraño. Y esto nadie lo sabe.

Me dio un escalofrío de pura emoción.

—¿Qué?

—Que cada chico tenía en sus manos un gato.