La historia de los gatos fue para mí un rompecabezas que fui armando de a poco. Lo principal, sin embargo, lo supe de casualidad. Un día estaba en el banco, haciendo la cola para pagar la cuenta del teléfono, cuando me enfrasqué en una de esas conversaciones sin demasiado sentido. Todo fue porque alguien había dejado afuera un perro atado que ladraba como un condenado y la señora que estaba antes que yo en la fila se quejó del ruido. Nos pusimos a hablar de perros y gatos: si unos son más compañeros, si los otros son más limpios, en fin esas cosas un poco tontas que uno puede comentar en la cola del banco. Enseguida Isabel —así se llamaba la señora— se largó a contarme con lujo de detalles las anécdotas de su gata. Era evidente que la adoraba.
—Mire —dijo de pronto—, se la muestro.
Y sacó su billetera. Allí donde la gente suele tener el retrato de sus hijos o nietos, ella guardaba la foto de su gata. Fue curioso, porque enseguida tuve la sensación de que ya había visto esa imagen: la gatita blanca sobre un sillón, con un lazo rojo en el cuello. Se lo dije.
—Claro —contestó Isabel—, probablemente la vio porque esta foto formaba parte de un cartel que estuvo hace poco pegado en las paredes y postes del barrio.
Y ahí nomás me empezó a contar la historia de cómo su gata una noche había desaparecido. Admito que al principio no le presté demasiada atención. Pero de pronto dijo algo que me sobresaltó: mencionó a un gato llamado Molesto.
—¿De verdad se llama Molesto? —pregunté.
—Sí, suena raro, pero así le pusieron. Y fue por culpa de ese gato que mi Meli se escapó. Ella es una gata muy decente y nunca se hubiese ido sin un buen motivo.
Me costó sacarle a Isabel un relato ordenado de los hechos. Pero la cosa era más o menos así. La gata solía salir por la ventana de la cocina cada noche: saltaba a la terraza, para dar apenas una vueltita. Hasta que una noche salió y no volvió. Cuando a la mañana siguiente Isabel fue a buscarla, tremendamente preocupada, se encontró en la terraza con la chica del tercer piso, Carla, y un amigo. Así me enteré de un dato fundamental: Carla, o sea Julieta, es vecina de Isabel.
—¿Y el amigo quién era? —pregunté, disimulando mi ansiedad.
—Se llama Marcelo. Un buen chico, le digo.
Aquella mañana en la terraza, los chicos le explicaron a Isabel que también ellos buscaban un gato. Que casualmente se había escapado la misma noche que Meli.
—Después me di cuenta de que ellos lo habían provocado todo —suspira—. Tienen cada idea estos chicos…
Lo cierto es que Isabel nunca supo toda la verdad sobre los gatos. Fue tal la impresión que le produjo la ausencia de Meli que se quedó como petrificada en la terraza vacía.
—A mí casi me da un ataque —admitió.
Bastaba mirarla para saber que era cierto. Asustados, los chicos se comprometieron a encontrar a ambos gatos. Se lanzó entonces la Operación Búsqueda. Que básicamente consistió en elaborar cien carteles con las fotos de los dos gatos y pegarlos en cuanto pedazo libre de pared encontraron a su paso. Allí, bajo la palabra «Buscados» aparecía una descripción y el número de teléfono adonde debía comunicarse quien los viera. Solo que no se comunicó casi nadie. En todo el fin de semana hubo solo tres llamados, me dijo Isabel. El primero era una loca que aseguraba que los gatos eran unos tales Bastet y Zekhmet y que su huida anunciaba que llegaba la serpiente del caos. Lo descartaron. En el segundo, la voz al otro lado no tenía más de seis años: dijo que había visto cuando los gatos eran robados por una maligna mujer que vestía un tapado de piel a pintitas.
—Este acababa de ver Los 101 dálmatas —dijo Marcelo después de cortar.
El tercer llamado les permitió abrigar alguna esperanza. Una chica creía haber visto a uno de los gatos cuando entraba en una obra en construcción junto a su casa. Hacia allá partieron Marcelo y Carla. Se metieron en la obra, se ensuciaron de pies a cabeza y la cara de Marcelo quedó cubierta de rasguños al intentar agarrar a un gato al que confundió con Molesto. Volvieron con las manos vacías. Sucias, pero vacías.
Entonces decidieron terminar con la búsqueda. Fue cuando se fugaron.
—¿Se fugaron? —dije yo interesada, porque hasta ese momento no había oído más que rumores sobre esa supuesta fuga.
Pero Isabel no me podía contar nada interesante. Solo supo que habían partido hacia algún lugar lejano sin avisar y que luego aparecieron los gatos, pero en el medio se armó el gran escándalo. En esta parte del relato bajó la voz.
—¿Se acuerda de esa noche en que vinieron los canales de televisión porque había dos chicos en una cornisa? ¿Esos que todos llamaban Romeo y Julieta? —me preguntó—. Bueno, ellos eran los chicos.
Me hice la sorprendida.
—¿Pero realmente se querían tirar?
—No creo… —dijo sacudiendo la cabeza—, se ven tan alegres estos chicos. Todos dicen que los padres los querían separar, pero yo de eso no sé nada. Ni me atreví a preguntar. A mí me bastó con que devolvieran a mi Meli.
Empezó a despedirse, porque le había llegado su turno en la fila, pero la detuve para una última pregunta.
—Dígame, Isabel, ¿ellos están de verdad tan enamorados?
Sonrió.
—Cuando uno los ve, así de primera impresión, no parece, pero hoy en día los chicos son distintos. Yo diría que sí, que están muy enamorados.