Al día siguiente fuimos a la escuela. Para no sentirme tan mal, yo le había contado que, según una versión llegada a mis oídos, Romeo y Julieta estudiaban ahí. Pero en el camino, el narigón se mostró profundamente escéptico.
—¿Cómo van a estar en la misma escuela si pertenecen a mundos distintos? —me preguntó—. ¿Cómo los padres los van a mandar juntos, cuando una disputa tan profunda divide a las familias? No —meneó la cabeza—, tu dato no debe ser correcto.
Yo apenas le contestaba. Es que no quería hablarle de Catalina, porque de lo contrario él iría a molestarla. De modo que intenté darle algunas pistas que lo orientaran, sugiriéndole dónde preguntar. Él, sin embargo, me cortó de plano.
—Te agradezco la intención —dijo—. Pero es suficiente con que hagas de guía. Yo me arreglo muy bien para buscar mis informantes.
Es un idiota presuntuoso, pensé. Desde ese momento decidí convertirme en simple observadora, ser apenas una testigo de la forma en que el hombre erraba una y otra vez el camino.
En la escuela, por ejemplo, solo quería confirmar sus propias ideas. Por eso la negativa cerrada de Felicitas Dorrego, la directora, lo tranquilizó.
—De ningún modo, señor —le dijo ella, acentuando sus palabras con golpes de la lapicera contra su escritorio—. Aquí los únicos Romeo y Julieta que hemos visto han sido los de Shakespeare. También a Otelo, a Hamlet, a Julio César, a Ricardo…
Por un momento, temimos que la directora nos recitara todos los personajes de Shakespeare sin respiro. Pero por suerte ella detuvo la enumeración y volvió a golpear con su lapicera.
—Aquí, señor, los chicos vienen a estudiar. Es-tu-diar. Y además, le recuerdo que esto es una escuela primaria. Pri-ma-ria. De modo que los chicos más grandes tienen doce años. Do-ce. Supongo que los que usted busca son mayores.
—Do-ce —repitió como un autómata el narigón—. Claro que no, no puede ser aquí.
Así que le agradeció a la directora y caminamos hacia la puerta. Pero como el narigón es un periodista que se precia de no quedarse con una sola versión de las cosas, antes de irse dimos unas vueltas por allí. En la sala de maestros estaba la señorita Mariela, la de 6º B, que aprovechaba para corregir pruebas mientras sus alumnos tenían clase de Educación física. Él se presentó y a boca de jarro le preguntó si sabía algo de Romeo y Julieta.
—Es una obra dramática de William Shakespeare en cinco actos —dijo sin levantar la cabeza de las pruebas.
—Eso ya lo sé —protestó el periodista—. Me refiero a esos chicos que se subieron a la cornisa. Alguien me dijo que son de esta escuela. Usted seguramente habrá oído algo…
—Qué Romeo ni qué Julieta, yo tengo treinta y cuatro pruebas para corregir y después una hora y media de viaje hasta la otra escuela, donde doy otras dos horas de clase a treinta y un salvajes que ni se imagina lo que son. Otra que Romeo y Julieta. Lo que a mí me tocó es La tempestad y siempre estoy arriba del barco.
Al fin, el periodista logró que la señorita Mariela se calmara y le contara que sí, que por allí se habían oído muchos comentarios sobre la historia de la cornisa y que se había especulado con que los protagonistas eran tal o cual, pero que todo eso no pasó de versiones. Y que, personalmente, ella creía que esos chicos no estaban en esta escuela.
El narigón me miró con la cara de orgullo del que ha cumplido con su deber: el dato, opinó sobrador, estaba equivocado. Pero cuando estábamos a punto de poner un pie en la calle, nos encontramos con Reinaldo, el portero. Yo lo conocía y me detuve a saludarlo.
Les cuento que Reinaldo es la persona con más antigüedad en la Escuela Nº 18 y también el más memorioso. El 27 de marzo pasado las maestras le festejaron los veinticinco años en la institución con gaseosas, papas fritas y una torta en la que se leía en letras de azúcar: «Felicidades, Rey». Porque así es como le dicen: Rey. En ese festejo tuvieron que escuchar durante una hora y diez minutos las mejores anécdotas de los veinticinco años, incluyendo la de 1979, cuando hubo que desalojar la escuela por un escape de gas y Pablito Torres, de 3º A, se quedó solo, encerrado en el baño, hasta que Reinaldo regresó para sacarlo. Y aquella de la directora a la que le decían Juana la Loca, que en 1985 se presentó en la escuela en camisón sin darse cuenta y nadie se atrevía a decírselo.
Reinaldo lo sabe todo. También sabía por qué estábamos allí.
—Usted es el periodista que anda buscando información sobre Romeo y Julieta —le dijo al narigón.
—Sí —admitió él—, pero la directora ya me explicó que no son alumnos de esta escuela.
—Dicho con todo respeto, Doña Felicitas no se entera lo que pasa bajo su nariz —desafió Reinaldo—. Si quiere, yo puedo contarle.
De modo que el narigón no tuvo otro remedio que sacar su anotador y escuchar lo que Reinaldo tenía para contar. Que era mucho. Para empezar, que los chicos sí iban a esa escuela. Que el pibe estaba en 7º B y tenía un hermano menor en 2º A. Que solía llegar siempre sobre la hora, cuando el timbre ya estaba tocando, y él lo veía correr la última cuadra arrastrando la mochila. Que era un chico gracioso, siempre con una salida ocurrente.
—A mí me dicen Rey, pero él me llama Su Alteza real.
—Bueno, sí —se impacientó el periodista—, ¿pero cómo sabe que es Romeo?
—Aquí uno se entera de muchas cosas. Yo soy una persona muy observadora y ato cabos.
Entre los cabos atados estaba el viaje. Aproximadamente una semana antes de que estallara el escándalo, dijo Reinaldo, el chico se le acercó y le preguntó cómo llegar hasta Bella Vista. Porque sabía que el portero viajaba hasta allí casi todos los fines de semana para visitar a su hermana.
—Yo le di instrucciones muy exactas y hasta le regalé un papel con los horarios de los trenes.
—¿Pero para qué quería ir a Bella Vista?
—Él me dijo que tenía unos amigos allá. Pero cuando sucedió el asunto de la cornisa, yo oí decir que ellos primero se habían fugado. Y sumé dos más dos: la fuga, no tenga usted duda, fue hacia Bella Vista.
—Ajá —dijo el periodista no del todo convencido—, ¿y la chica?
—¿Qué pasa con la chica?
—Digo, si usted la conoce.
—A ella la tengo menos ubicada, pero creo que es una flaquita de pelo largo de 7º A. Varias veces los vi irse juntos. Pero también lo he visto conversando con otra chica, una rubia, así que de ese punto no estoy tan seguro. Pero le voy a contar algo que le va a interesar: un día lo agarré al pibe cortando una flor de uno de los canteros. Yo le grité: «¡No me cortés las flores!». Pero él se rió y me dijo: «Disculpe, Su Alteza, pero es una emergencia». ¿Qué me dice? Es obvio que está enamorado.
Al periodista le gustó la historia y la anotó velozmente en su libreta. Pero seguía sin sentirse convencido.
—No sé —dijo meneando la cabeza—, estos tienen solo doce años. Son muy chicos para haber protagonizado la historia de la cornisa.
—¿Chicos? No, usted no sabe lo rápidos que son ahora los de doce —contestó Reinaldo—. A usted, por ejemplo, lo dan vuelta y media.