Con solo verlo pasar, supe adónde se dirigía el periodista narigón: al taller de Ramón. Era obvio, todos habían ido allí. Ramón tiene bien contabilizadas sus intervenciones en los medios: apareció en cuatro noticieros de televisión, tres revistas y dos diarios. Hasta habló en directo con no sé qué locutor famoso de la radio. Y todo para nada.
Les voy a decir una cosa: en este barrio hay gente que sabe mucho y dice poco. Otros, en cambio, cuentan mucho más de lo que en verdad saben. Ramón es uno de ellos. A fin de cuentas, él apenas estuvo en dos oportunidades con el padre de Marcelo, cuando le llevó el auto a arreglar. Pero a los chicos, a Romeo y Julieta, no los vio nunca. Aún así, habla. Y cómo.
Aquella tarde yo estaba apoyada en el mostrador del kiosco haciendo mis habituales apuestas mentales sobre adónde se dirige la gente. Los veo pasar y, por su manera de caminar, por las miradas, por la tensión de los cuerpos, arriesgo que van a girar hacia la izquierda, al banco, o a la derecha, a la carnicería, o que tal vez crucen hacia la escuela. No pretendo decir que sea un entretenimiento brillante, pero es una manera como cualquier otra de matar el tedio. Otras veces, cuando hay pocos clientes, veo novelas en televisión. Muchas novelas. Mi tía Mary dice que ver tantas novelas achica el cerebro y que con veintisiete años podría ocuparme de cosas más importantes. Sí, tal vez, pero me divierto. Es que a mí realmente me fascinan las historias de amor. Debe ser por eso que me metí en este asunto.
Pero volvamos a lo nuestro. Les decía que estaba segura de que el narigón iba a lo de Ramón, pero él me sorprendió: se detuvo y volvió sobre sus pasos, hasta el kiosco. Durante unos minutos observó las golosinas. Era la primera vez que yo podía mirarlo de cerca. Tendría unos treinta y cinco años. Era flaco y sobre su imponente nariz llevaba calzados un par de gruesos anteojos. Me pidió entonces un paquete de chicles. Cuando le estaba dando el vuelto, preguntó por Romeo y Julieta. Lo soltó mirando para otro lado, como si no quisiera darle demasiada importancia al asunto.
—Estoy seguro de que usted conoce a estos chicos a los que apodaron Romeo y Julieta. Tal vez pueda contarme algo de ellos.
Le contesté que no podía ayudarlo demasiado: nunca los había visto personalmente. Pero él siguió preguntando. Quería saber si yo era antigua en el barrio, cuántos años tenía mi kiosco, qué tal eran los vecinos… Tardó unos diez minutos hasta que por fin largó lo que se traía entre dientes: me ofreció trabajo de guía. Suena raro, sí, pero eso es lo que quería. Que yo oficiara de abrepuertas. Tenía la impresión de que conmigo iba a lograr que la gente le contara lo que no le había dicho a los otros periodistas.
Honestamente, no sé bien por qué acepté. No fue por la plata, de eso no tengan duda. Lo que me ofreció no era suficiente para tentar a nadie. Creo que me gustaba la idea de ver cómo trabaja un periodista, que me hacía sentir importante guiarlo por el barrio. O tal vez no fue más que la excusa para abandonar la rutina por un par de horas diarias. Eso fue lo que acepté: solo un par de horas al mediodía, cuando mi prima solía reemplazarme en el kiosco.
Sé que ustedes van a preguntarse después por qué no le dije todo lo que sabía. Tampoco me resulta fácil explicar eso. En verdad, intenté algo en un principio. Pero el hombre no me escuchaba. Estaba demasiado sumergido en sus razonamientos para prestarme atención. Demasiado convencido de su inteligencia para considerar las opiniones de una persona común y corriente como yo. Entonces 110 dije nada más: decidí dejar que siguiera el camino que se había trazado. E hice otra de mis apuestas mentales: veamos quién llega más lejos.
Aquel día lo conduje adonde quería ir. Al taller de Ramón, como yo había imaginado. Francamente, en este caso no hacía falta guía alguna: Ramón habla hasta con las piedras. Pero igual cumplí con mi rol y los presenté. No se hizo rogar: volvió a decir, como infinitas veces antes, que entre esos dos chicos «algo raro había». Cada vez que lo hace levanta las cejas insinuante, como para darle un sentido oscuro a ese «algo». Pero no hace más que repetir las palabras del padre de Marcelo que, francamente, nunca entendió nada. ¿Por qué debería extrañarle a alguien que dos chicos que se conocen desde siempre sean amigos?
—¿Pero cómo que se conocían desde siempre? —interrumpió desconcertado el periodista narigón cuando captó la esencia del asunto—. ¿No era un romance secreto?
—En realidad —dijo nervioso Ramón, a quien no le gusta nada contradecir la versión de Clori—, ellos tenían ya de chicos una relación rara, pero cuando crecieron todo se volvió un misterio.
Si me preguntan a mí, misterio no había ninguno. Dos chicos de la misma edad que viven apenas a una cuadra de distancia y se hacen amigos.
Pero Ramón insistió con las anécdotas supuestamente «extrañas»: le contó al narigón que cuando tenían apenas cuatro años se encontraban en la plaza y se pasaban toda la tarde juntos, ignorando a los otros chicos. O que a los seis se tomaban la mano para cruzar la calle. Y que no eran como los demás chicos que a esa edad no soportan a los del sexo opuesto. Ellos, siempre pegados. Sospechosamente unidos. Hasta se llamaban todos los días por teléfono.
A mí siempre me irritó escucharlo hablar así: ¡si ni siquiera los conoce! Pero Ramón es como un eco del padre de Marcelo. Y más que un eco, un admirador.
—El padre fue el único en darse cuenta de que algo raro se cocinaba, el único que vio venir lo que sucedería esa noche —proclamó—. La madre, en cambio, insistía con que eran amigos y listo. ¡Amigos! Si a los once años se la pasaban juntos todo el día, de un lado para el otro. Si la propia familia dice que el pibe estaba descuidando los estudios. No, a mí no me vengan con cuentos. Entre esos dos ya había algo más que amistad: y si no, ¿por qué se fueron sin avisar?
«Para no oír pavadas como esta», le hubiera respondido yo.
Pero antes de seguir avanzando quisiera decir algo: para mí, buena parte de la culpa de lo que sucedió la tienen los que hablan sin saber. Los padres, los vecinos, los chismosos. Ese tipo de gente que se la pasa anticipando que algo malo va a suceder. Los que piensan que un adolescente siempre está al borde de la catástrofe. Si alguien se hubiera tomado el trabajo de preguntarles, de buscar las respuestas en lugar de inventarlas, entonces las cosas nunca habrían llegado adonde llegaron.
Pero otra vez me estoy precipitando. Mejor volvamos al taller. Porque el narigón quería saber más. Más sobre cómo se desencadenaron los hechos.
Eso nos llevó de nuevo a aquella famosa noche. Es cierto que los chicos faltaban desde el día anterior de sus casas, contó Ramón, pero hasta ese momento parecía haber una buena explicación. Los padres de Marcelo creían que se había quedado a dormir en la casa de un amigo y volvería de un momento a otro. Por eso no estaban preocupados hasta que sonó el teléfono. El que llamaba era el padre de la chica, quien había descubierto todo.
—¿Cómo? —volvió a desconcertarse el periodista—, ¿los padres se hablaban? ¿No era que un mundo separaba a los chicos?
—Bueno —se apuró a aclarar Ramón—, las familias eran vecinas. Se hablaban lo indispensable, nada más.
—Estaban peleados. Había una guerra familiar que llevaba años. ¿O no?
El narigón parecía ponerse nervioso.
—Había existido una disputa, sí —lo tranquilizó Ramón—. Muy dura, es cierto, pero ya habían pasado varios años. Para ese momento las cosas se habían enfriado un poco.
—Y además los padres de la chica eran ricos, y los del chico, pobres —insistió el periodista.
—Ricos, lo que se dice ricos, no diría, pero tienen una excelente propiedad, casi una mansión. Y sí, los padres del chico están en una posición económica mucho peor.
Hay que decir algo a favor de Ramón, y es que se esfuerza por complacer a su público. ¡Excelente propiedad! ¡Por favor! Por supuesto que yo —como el noventa por ciento del barrio— fui a mirar la casa donde todos decían que vivía Julieta. Y de mansión no tiene nada: apenas una casa agradable, dos plantas, un jardincito. Según me dijeron, Marcelo vive a una cuadra, en uno de los típicos edificios de la zona. Un buen edificio. Si me preguntan a mí, entre una y otra casa no hay gran diferencia.
Pero retomemos el relato de Ramón. Resulta que el padre de la chica literalmente se tropezó con el problema. Fue así: cuando a las seis de la tarde de ese sábado no había aparecido, la familia empezó a inquietarse. Entonces el padre decidió salir a caminar y, de paso, tocar el timbre en la casa de la amiga donde supuestamente estaba su hija. Claro que se asustó cuando la propia amiga lo atendió y le dijo que no, que no estaba allí ni había estado el día anterior. Volvía con la mirada en el piso, pensando cómo decirle a su mujer lo que sucedía sin que le diera un ataque de histeria, cuando chocó violenta mente contra un tipo parado en la mitad de la vereda.
—Disculpe —dijo, frotándose el brazo que había dado contra el codo del otro—, no lo vi.
—Disculpe usted —le respondió el otro—. Es que estaba distraído, con esos chicos allá arriba.
—¿Qué chicos?
Recién entonces el padre de la chica se dio cuenta de que había un montón de gente parada en la puerta de ese edificio y que todos miraban hacia arriba.
—Ahí, en la cornisa. Son unos adolescentes que al parecer se quieren suicidar —agregó el hombre bajando la voz—. Me dijeron que sus padres no aceptan la relación: les rompieron el corazón.
Claro, él también se puso a mirar para arriba. No los reconoció de inmediato, pero hubo algo en la imagen de esos dos chicos que lo inquietó. A su lado, una mujer acababa de traer unos largavistas de su casa, para no perderse ni un detalle del asunto, y él se los pidió prestados. Sobre lo que pasó después, admite Ramón, las versiones difieren: algunos dicen que cayó redondo apenas los vio. Otros, que solo se le aflojaron las rodillas y alcanzó a decir que le estaba bajando la presión. Pero todos acuerdan en que fue la señora Chan, la dueña del autoservicio de enfrente, la que sacó una silla para que el pobre hombre se sentara.
La noticia de que el padre de la chica estaba allí corrió más rápido que la luz. La gente se acercó a mirarlo como a un mono en el zoológico y hasta hubo quienes tuvieron el atrevimiento de criticarlo por querer interponerse en la relación entre los dos chicos. Porque durante todo ese tiempo, la historia había volado de boca en boca en la multitud: que era un romance puro y apasionado, que sus familias no los entendían, que los chicos preferían morir antes que separarse.
—El hombre sin duda estaba bajo shock —interpretó Ramón— porque parecía no entender nada. «Qué relación», decía, «de qué me hablan».
—Entonces fue cuando le habló a la chica por el megáfono —especuló el narigón.
—De eso no sé nada —admitió Ramón—, pero tal vez la señora Chan, que estuvo desde el principio, lo sepa.
El periodista anotó prolijamente «señora Chan» en su libreta para no olvidar consultarla, pero Ramón seguía adelante. El relato se acercaba al final: iba por la parte en que los bomberos habían subido a la terraza y un psicólogo especialmente entrenado en resolver esas situaciones intentaba disuadir a los enamorados de dar el paso fatal. Fue un final de película, dice siempre Ramón, porque los chicos empezaron a caminar lentamente por la cornisa y todo el mundo temía que un resbalón convirtiera la historia en una verdadera tragedia.
—Los bomberos habían extendido una soga para que se sujetaran y pasito a paso finalmente llegaron al otro lado. Ahí los agarraron, no fuera que se les diera por tirarse a último momento. Por supuesto, abajo todo era una fiesta: la gente gritaba, aplaudía, se abrazaba. Los autos hacían sonar las bocinas y los flashes de los fotógrafos iluminaban la noche. Y así fue que terminó.
—¿Y los gatos? —preguntó el periodista.
—¿Qué gatos?
—Me dijeron que había unos gatos que tienen una importancia fundamental en la historia.
—Algo oí —dijo precavido Ramón—, pero yo no creo que sea tan importante.
Esta vez el narigón decidió no insistir. Por supuesto hizo más preguntas: quería saber cuándo la amistad se había convertido en amor, si era verdad que los chicos se habían fugado porque sus padres les impedían verse y si después de todo el escándalo el noviazgo seguía en pie. Ramón contestó vaguedades. Es que, francamente, no tenía ninguna respuesta. Debo admitir, sin embargo, que al final tuvo un gesto de grandeza: se negó rotundamente a darle los nombres reales y las direcciones al periodista.
—En el barrio queremos que los chicos puedan vivir en paz —afirmó solemne.
Creo que no tenía ni idea de lo que estaba diciendo, pero no hay duda de que sonó bien.