El estruendo en el aire se repitió: eran llamas o tormentas, pero en todo caso la caverna —si la había— se repletó de sombras, de otras sombras: multitudes. Eso percibía él, en la negrura: que otras sombras llegaban hasta ellos, ciñéndolos por todas partes. Era como si las sombras avanzaran con los brazos extendidos: él sentía que la yema de interminables dedos acariciaba su rostro, reconociéndolo.
—Son los escritores fallidos —le dijo una voz—. Son los seudoescritores, pero son sobre todo los escritores que nunca lo fueron y murieron pensando que lo eran.
—¡Hay cientos de miles de ellos por cada uno de nosotros!
—¡Los mandan a nosotros porque es un martirio recíproco! ¡Creen que les ha sido dada la gracia de escucharnos: ineluctable yerro! No imaginan (nunca imaginaron, pobres) que ese es el más cruel de sus padecimientos.
—Son tristes en su totalidad —dijo otra voz, y no cargaba desprecio sino aflicción— tristes mediocres. Son como la envidia que pinta tu Marlowe: «No pueden leer, así que desean que todos los libros ardan». O: «Adelgazan cuando ven comer a los demás».
—Oye cómo eran en vida: la mayoría ostentó el poder de la Academia. Importantes universidades los alimentaron como a parásitos. Eran más políticos que cultos y sensibles. ¡Pero a su patética miseria querían agregar la miseria grande de ser poetas! ¡Pobres! ¡Sufrían de su íntimo desengaño! Pues en todo caso su misma inteligencia les avisaba de su ineptitud.
—Y por eso, desde su vana cima, desde sus puestos altisonantes, se empecinaron en hacer la vida imposible a los auténticos. Algunos lo hicieron pérfida y conscientemente, otros ni se dieron cuenta, o pretendían no percatarse del horrible daño que causaban, ¡pero lo hacían, y seguirán haciéndolo!
—Si podían quitaban el pan de la boca a los creadores, y aplaudían los suicidios que ellos mismos provocaban. Los emborrachaban hasta envenenarlos. Eran de verdad espeluznantes. Odiaron siempre al que canta, lo persiguieron, lo silenciaron, o lo inmolaron. ¡Y actuaron con todas las vísceras! Así lograban su paroxismo ideal, enmudeciéndoles el canto para siempre. ¡Terríficas alimañas! ¡Los sin espíritu!
—¡Oh Luciani, cualquier pájaro en la rama canta más bello! ¡Cualquier perro aúlla con mejor melodía! Cualquier fábula de mercado resulta más sabia que sus enormes mamotretos empolvados, repletos de su bazofia.
—¡Sin sangre ni corazón!
—Todo era silogismo para ellos, o un tal vez sí, o un tal vez no, caterva de imitadores, amos del tedio durante siglos. ¡Faltos de amor!
—Como no conocieron el amor se pusieron a escribirlo, ¡necios!
—«Al cielo eleva el vate / su natural talento; / pero aquel a quien forma / estudio sin ingenio, / insoportable grazna / como estúpido cuervo.»
—¿Píndaro?
—Píndaro. En su sutil alegoría sale perdiendo el cuervo, ¡pobres cuervos!
—Es aquí cuando no hay que escuchar, Luciani. Deja que pase la turba. ¡Ignóralos! Se irán tarde o temprano, aunque no dejan de importunar con sus intervenciones. Detrás de su aparente admiración, querrán que aún en el infierno sufras todavía mucho más y los alegres.
—¡Todos son aporía!
—Por qué —preguntó Luciani—. Por qué no debo escucharlos.
Y era que, en ese instante, experimentaba tanta o más pecaminosa curiosidad por los farsantes recién llegados que por los creadores. Pero por lo visto ninguno de los recién llegados se atrevía a hablar: no se oían sus voces oscuras: sólo se dedicaban a escuchar.
—Luciani, sólo una pregunta, antes de que éstos nos envuelvan y estridenten nuestras almas con sus chillidos. Sígueme, Luciani, sigue mi voz, y que nadie nos escuche. Ven conmigo, si quieres. Deseo preguntar algo y confirmar si es o no verdad. Al fin y al cabo tú eres Papa, o lo fuiste, y de esto tienes que saber mucho más que quienes dicen que es verdad. Ven conmigo: después nunca más te importunaré.
Y, mientras la voz hablaba, Luciani iba siguiéndola. Así hasta que la voz se volvió hacia él, mucho más tenue, bañada en un susurro de extraña curiosidad:
—¿Es cierto —preguntó— que cuando trasladaron mis restos a la iglesia de la Santa Cruz, un tal Francesco Gori cortó tres dedos de la mano derecha de mi cadáver y se los quedó como reliquias? ¿Es cierto que el dedo medio está en Florencia, en el museo de historia de la ciencia? Me han dicho que lo guardan en la sala número 6, en una especie de huevo de vidrio, en donde figura una inscripción latina redactada por un astrónomo de la universidad de Pisa, ¿es eso cierto?
Luciani no respondió.
—¡Vamos, Luciani, ánimo! ¡Tú sabes quién soy! ¡Pero, cuidado! No pronuncies mi nombre, o éstos nunca nos permitirán hablar, ese es su deleite favorito.
Luciani se reponía apenas de la sorpresa. Jamás sospechó que le sería dada esa posibilidad en el infierno. Pero respondió, sin pronunciar jamás el nombre de su interlocutor.
—Sí —dijo—. Es cierto. Uno de tus dedos se conserva en una urna, apuntando al cielo, como ya te debieron contar. Y hay también otros de tus recuerdos: tu lupa, tu brújula, dos telescopios, unos termómetros, un sillón y cuatro patas de madera de tu cama.
—Sigue la humana estupidez —prorrumpió la voz con desesperanza. Y, después, mientras se alejaba por entre la sima de los abismos—. Yo pensaba que no era cierto. —Y todavía la oyó gritar, muy lejos de él—. Eppur si muove!
—¿Sabías, Luciani —dijo enseguida otra voz, muy a su lado, y siempre en susurros— que ese insigne Galileo nació el mismo año que el gran Will?, ¿y que también ese año murió Miguel Ángel?
—1564 —dijo otra voz.
—Rara casualidad —siguió la primera voz—. Yo, Luciani, voy siempre detrás de Galileo. Tenemos mucho en común. Lo admiro, lo aplaudo, pero me asombra mucho más lo que te acaba de preguntar. Nunca imaginé que semejante fruslería lo inquietara, a él, intérprete de Copérnico, a él, que descubrió cuatro lunas de Júpiter, que descubrió las fases de Venus, la presencia de estrellas en la Vía Láctea, el relieve de la luna, que inventó el telescopio…
—Lo perfeccionó —corrigió otra voz.
—Casi lo mismo —siguió la primera voz—. Y fue, en todo caso, un sabio sagaz: con todo y corroborar el sistema heliocéntrico se salvó de la hoguera. Quiero decir: de la Inquisición.
—Es verdad. Y no ocurrió lo mismo con Bruno —se compadeció la otra voz con un profundo suspiro—. Todavía es doloroso reconocerlo, y doloroso de recordar, ¿qué piensas tú, Luciani? El 16 de febrero de 1600, después de excomulgarlo, la Santa Inquisición entregó a las autoridades a Giordano Bruno, para que le castigasen «tan piadosamente como fuera posible y sin derramamiento de sangre», esto es, para que lo asaran: esa era la horrible fórmula que condenaba a morir en la hoguera.
—Qué quieres que piense —dijo Luciani—. También yo participo de ese mismo dolor.
—También tú, Albino Luciani, participas de la Oscuridad.
—También yo —reconoció Luciani.
—Pero, Luciani —pareció rogar la primera voz—, quisiera decirte esto, antes de desaparecer. Te lo digo porque sé que tú me entenderás, y porque no podría perder la morbosa oportunidad de revelárselo a un Papa en el infierno: es una gracia de Dios, o de Lucifer, que me ha sido concedida quién sabe por qué. ¿Quieres escucharme?
—Te escucho.
—No lo tomes a mal.
—No.
—A diferencia de los sabios, Luciani, y me refiero a esos excelsos hombres, filósofos y científicos que dirigieron sus telescopios para contemplar las curvas de luz y el movimiento de las esferas, la expansión del universo, su radiación electromagnética, el polvo galáctico, las manchas solares, estrellas y galaxias, agujeros negros, planetas y satélites, la Vía Láctea y demás cuerpos celestes, yo preferí dirigir mi telescopio a los otros cuerpos celestes de las mujeres, sus curvas de luz, su Vía Láctea, su polvo galáctico y sus lunas blancas, su alta gama de temperaturas, y lo hice desde mi pobre pero feliz habitación en la pensión de la familia Lemercier, en París. Gradué mi telescopio con la suficiente precisión para contemplar la mirada de las mujeres cuando ellas saben que no las miran, sus ojos y sus demás ojos, las leyes que rigen su movimiento, su expansión universal y sus más negros agujeros donde otros universos, misteriosos y maravillosos, todavía por descubrir, asoman, irradian la energía inmensurable de sus minúsculos pero inmensos sexos, dadores de vida, oh, Luciani, ambos universos, el de Galileo y el mío propio son dignos de curiosidad y agradecimiento, merecedores de nuestro eterno amor, ¿tengo razón?, no, no me respondas, tampoco espero tanto, pero guarda mi confesión como una inquietud infinita, el padecimiento particular de otro autor en el infierno, adiós, Luciani, adiós.
—Quién eres —preguntó Luciani otra vez, pero otra vez nadie le respondió.
En el confín negro de sombras que se arremolinaban se oyó una voz: «¿Dónde está Albino Luciani?»
Luciani no supo si se trataba de uno de los farsantes recién llegados, o si era un creador.
—Aquí estoy —dijo.
De inmediato la voz apareció junto a él como aliento helado:
—Y aquí estoy yo —dijo.
No parecía importarle que la escucharan todos, creadores y recién llegados. Enérgica y altisonante, a diferencia de los susurros que instantes antes se deslizaban al oído de Luciani, la voz se abrió paso por entre las sombras que se agolpaban. Pero en su acento resaltaba cierta impaciencia, como si hablara contra su voluntad, y se fastidiara de hacerlo.
—¡Largo de aquí, no aprieten! —gritó, y un estrépito de sombras espeluznadas se oyó alrededor. Luciani pensó que era como si la voz hubiese desenvainado una espada y arrojara mandobles a diestra y siniestra, así lo sintió: el frío del acero podía oírse cortando el aire, y el espanto de las sombras se acrecentaba—. ¡Ah, Luciani! —dijo—. Tanto me han convocado las voces de los creadores, por culpa de tu presencia, que no he podido hacer otra cosa que encontrarte. No es fácil, Luciani: me asquean los recitales. ¿Por qué me buscas, qué buscas de mí? ¿Quisieras como el de Ítaca preguntar algo? Si pretendes que hable de la carta que me enviaste, si ambicionas que yo te halague, pierdes tu tiempo en el infierno: yo no leo cartas de nadie: estoy cada vez más solo y me voy llenando de miedos.
—Escúchalo, Luciani, con paciencia —dijeron otras voces— aún entre los creadores muertos hay unos más solos que otros.
—Y, de paso, nosotros escucharemos, Luciani. Tendrás nuestra gratitud eterna.
—¡A callar, trastos! —gritó la voz.
Entonces Luciani supo que se trataba realmente de otro escritor y no de un farsante recién llegado. Pero ¿quién? Las sombras recién llegadas eran las que más disfrutaban alrededor: se oían sus exclamaciones de vez en cuando como el fragor de las olas, se oían sus respiraciones emocionadas, sus balbuceos.
—Yo soy, Luciani, el malogrado poeta inglés, muerto a los veintinueve años de una puñalada en un ojo. Me tendieron una trampa, por no creer en dioses ni en reinas, y porque era un genio. Pero mi incipiente obra bastó para mucho: le di mis luces a Will: le di el tono, y el meollo. Él mismo se acercó a decírmelo aquí, en el infierno, y yo le dije que no me lo dijera: ya lo sabía. Con todo, no sólo por eso el mundo me recuerda, después de haberme olvidado: lo poco que hice basta para los siglos, pero de eso no me jacto: siento el dolor grande de no haber disfrutado de más tiempo en la vida: ¡muchos eran mis planes, Luciani!, y ¿qué le podemos hacer? Ahora no sabemos si todo esto es obra de Dios o del diablo, y aquí seguimos esperando a que se resuelva el acertijo.
—A ver si la noche nos trae noticias —dijo una voz, no se sabía si de escritor o de farsante.
—¡Silencio! —gritó la voz—. ¡Sólo estoy hablando con Luciani!
Y, en un susurro, a Luciani, en la oreja:
—Qué bonita diversión es ser poeta. Pero maldito el que inventó la guerra.
—Habla más alto, Marlowe —increpó un recién llegado, desde la alta negrura.
—Ah —se asombró Marlowe—, he aquí una sombra que profesa la ambición.
Y siguió, con voz fuerte:
—«La filosofía es odiosa, oscura. / Derecho y medicina no sacian; / de las tres la peor es la teología: / desagradable, dura, ambigua, y vil. / ¡Magia, la magia me ha cautivado!»
Un estrépito de voces admiradas siguió a sus palabras como un aplauso. Las voces, como ecos, repetían sus frases. Marlowe siguió recitando:
—«Hace mucho que me habría matado si el placer no venciese al desaliento…»
Otro fuego de aplausos.
Entonces Luciani sintió como si la voz se lo llevara aparte, mediante una fuerza absoluta, un ramalazo de hielo: un abrazo lejos de los otros. Y ya la voz se hizo una remota confidencia:
—Ah Luciani, me parece que yo también he caído enfermo por exceso de soledad. Es que no logro soportarlos, ¿sabes? Este tiene que ser mi infierno. Hubiese preferido que me convirtieran en cigarra.
Y en eso todas las sombras detrás de Marlowe se fueron desvaneciendo, igual que Marlowe, desvaneciéndose: Luciani se preguntó si también él se desvanecía. Tenía la certeza de que otra fuerza poderosa lo llamaba, una voz lo convocaba o acababa de convocarlo por primera vez, y, sin embargo, multitudes de sombras se negaban a desaparecer, o desaparecían muy lentas, y se oían sus voces desgarradoras:
—¡Sólo venimos a escuchar, padre Luciani! Nos apena que te hayan dicho tantas raras cosas de nosotros, a ti, el nuevo huésped, tan original y tan paciente. ¡Nada menos que un Papa! ¿Por qué nos incordian contigo? Si bien fuimos lo que dicen, ya no lo somos; padecemos nuestra pena, expiamos el pecado. ¡Nuestro único consuelo es escucharlos, Luciani, a todos ellos, que el genio ilumina, para luego comentarlos en la soledad de nuestra envidia! Pero ahora queremos oírte hablar y preguntarte del mundo, sólo ciertas cosas, sobre todo las de ese mundo tenebroso, el Vaticano.
Luciani iba a contestar cuando oyó que volvían a llamarlo, desde lejos. Era la segunda vez que lo llamaban. Las sombras ya casi no se percibían, sus voces languidecían alrededor. Y ya era la tercera vez que lo llamaban.
—Perdónenme —alcanzó a decir. Y se ofuscó sinceramente de tener que marchar hacia el llamado, obedecer a la terrena voz que por tercera vez lo demandaba—. Me voy, me llaman.
—¡Espera, Luciani, háblanos!
—Ya vuelvo —dijo. Y, con tristeza infinita, como quien se separa del mundo más querido— no creo que me demore, no podría.
—Albino Luciani, ¿estás muerto?
Era la tercera vez que el cardenal Villot preguntaba a Albino Luciani si estaba muerto.
Hacía sólo 54 días había pronunciado tres veces la misma pregunta al cadáver de Pablo VI. Y, para hacerlo, usó el mismo pequeño martillo de plata con que ahora golpeaba suavemente la frente del pontífice Albino Luciani, un golpe por cada pregunta. Era el sagrado ritual, la pregunta formulada durante siglos sobre cadáveres de Papas.
—Albino Luciani, ¿estás muerto? —preguntaba por tercera vez, y, por tercera vez, esperó durante un minuto la respuesta.
«Cómo puedo contestarte», le gritó Albino Luciani, «si estoy muerto.»
—El Papa Juan Pablo I está verdaderamente muerto —dijo Villot, finalizando el ritual.
Luciani los contemplaba desde el umbral de la puerta secreta, por donde acababa de entrar. Allí estaban, además de Villot, Paul Casimir Marcinkus, y el cardenal Cody, y los mafiosos Calvi, Gelli, y Sindona. Y estaba, además, su cuerpo, extendido y patético, su cuerpo distante, al que ya no quiso regresar. Allí agonizaba su obra, porque ya nadie, ninguno de los Papas venideros se arriesgaría a seguir la huella de sus sandalias en el polvo: «A veces el Señor escribe con polvo sus obras…».
—¡Y el viento borrará tus huellas, Luciani!
—¡El viento ya las borró!