XII

—¿En dónde está la luz?

—No busques luz, no la encontrarás, Luciani.

—Aquí no hay luz, y mucho menos de la otra Luz.

—¿Quiénes me hablan? ¿En dónde estoy?

—Arrojas importantes preguntas a la vez, Luciani. Como piedras.

—Desde hace mucho busco sin encontrar a nadie —dijo él. Y tuvo, todavía, la pretensión de reír—. Quisiera creer que estoy en uno de los tantos sitios sin conocer del Vaticano.

—Es posible, Luciani. Puede ser. Así es.

—Somos tus conocidos, Luciani, los escritores a quienes escribiste tus cartas, y otros más, que no se resistieron a conocer un adefesio como tú.

—Pues, ¿qué hace un Papa entre nosotros?

—Por eso nos vemos obligados a recibirte, porque nos escribiste. Simplemente por eso. En caso contrario te ignoraríamos.

—No es cierto, Luciani. Nunca podríamos ignorarte. Eres un escritor como nosotros. Más que Papa, eres escritor. Te compadecemos.

—No puedes vernos a nosotros, pero nosotros sí te vemos.

—Deberías sentarte en la negrura y descansar a nuestro lado: nada ni nadie te quemará: de eso no se trata.

—Pero no sigas yendo de aquí para allá en busca de luz, que no la encontrarás.

—Aquí no hay luz, Luciani.

—¿En dónde estoy? —les preguntó—. ¿Quiénes me hablan?

—Somos varios, Luciani.

—Somos Goethe, Marlowe, Dickens, Chesterton, Petrarca, Scott, Twain… Somos muchos de esa riada. Somos cientos. Aquí medramos todos, antiguos y modernos.

—Y estamos en el infierno, Luciani, ¿en dónde más podríamos estar los escritores?

—¿En qué otro sitio podríamos acabar?

—Como puedes ver, el infierno es esta oscuridad.

—Si acaso te es posible ver la oscuridad.

—Dentro de un tiempo podrás vernos las caras, pero entonces te asustarás, Luciani, y preferirás no habernos visto nunca.

—Te asustarás, Luciani. Te asustarás.

—¿Duermo? Quiero despertar.

—Eso mismo es bajar a los infiernos.

—¿En realidad visito los infiernos?

Se oyó como respuesta una breve y tumultuosa risotada.

Uno de ellos, que tenía la voz más achacosa y, por eso mismo —creyó Luciani—, más sabia, más prudente, lo increpó:

—Ah Luciani, no es una gracia para nosotros tener que hablar contigo. Es doloroso reunirnos con el autor recién llegado, porque nos recuerda los tiempos que vivimos, cuando escribíamos. Duele recordar la libertad de escribir, por más pesadumbre que semejante oficio nos causara: compartíamos lo que escribíamos, y éramos libres.

—Oye cómo es nuestro infierno.

—Es peor que no tener con quien hablar.

—Porque hablar únicamente no basta a los escritores.

—Compartimos, escúchanos, Luciani, la misma dolorosa condena: escribimos la página sublime, aquella por la que morimos toda la vida, y una vez escrita se incendia ella sola hasta quedar convertida en cenizas.

—Y lo peor ocurre… —dijo otra voz, pero calló, arrepentida.

—El dolor más grande es que albergamos el vago recuerdo de esa página escrita, y por eso la pérdida es más cruel, más dolorosa. Pero he aquí que de inmediato volvemos a escribir otra página, la más gloriosa, todavía más gloriosa, portentosa, inigualable, en piedra, digna de nuestra inmensa vanidad, mucho más bella y profunda que la página escrita antes, y de nuevo la hoja se incendia ante nuestros ojos, sumiéndonos en la confusión, en la desesperanza, ¿para qué escribimos entonces?, ¿quién leerá nuestras páginas? ¡Nadie!

—¡Nadie!

—¡Nadie!

Se hizo un silencio total. Poco más tarde una voz tímida añadió:

—Fueron benévolos, en todo caso, con nosotros. De peores martirios nos hemos enterado. Pues, ¿dónde están los músicos?

—Haciendo su música, y bastante más debajo de nosotros, por desgracia: no los oímos.

—Su infierno es que nadie los escucha.

—¡Ni ellos mismos tienen la alegría de escucharse!

—Sólo imaginan los sonidos, sordos entristecidos.

—Son muchos, debajo de nosotros, pero no la mayoría. La mayoría de los músicos, por la pureza de su arte, se vio eximida del dolor de los infiernos y ahora tañe la cítara de la gloria.

—¡Qué envidia!

—¡Cuánto desánimo!

—¿Cómo no cavilaron los dioses, bondadosos o infernales, en la pura naturaleza de la poesía? Ya dijo alguien que la poesía no es humana música de palabras sino música divina de pensamientos.

Una marea hirviente de voces en desacuerdo remeció los muros, si los había. Era como si se acabara el mundo —creyó Luciani—. Y decidió sentarse, con precaución: tenía la certeza de encontrarse rodeado de una multitud, pero no rozó a nadie o nadie lo rozó a él. Era como si estuviese solo, pero rodeado de voces.

—Tuvimos oportunidad de conocer tu infierno, Luciani, el tuyo. Todas esas pirámides de Gizeh, esa ciudad fétida, esa muchacha en el árbol… muy original.

Otra breve carcajada sacudió la oscuridad.

—Eso nos distrae, Luciani. Que aquí cada uno llega con su infierno particular, del que tenemos viva noticia mientras desciende hasta nosotros. Te acompañábamos, y compartimos tu pena y cada una de tus visiones.

Luciani sintió que enrojecía: su infierno, su íntimo sufrimiento, había sido hecho público.

—No te desanimes —le dijeron—. Nos pasó igual. Llegamos cada uno con nuestro infierno a cuestas, y todos lo disfrutaron a nuestra costa. Pero al final, padre Luciani, llegamos al mismo sitio donde tú acabas de llegar, y aquí seguimos y seguiremos cautivos hasta la última noche de los tiempos.

Hubo una voz cristalina, una mujer:

—Es nuestra obligación hablar con Albino Luciani; de lo contrario quién sabe qué castigo peor nos ocurra.

Otra voz la respaldó de inmediato:

—Es un desencanto, Luciani, que todo este tiempo de tu vida hayas creído en Dios, ¿nunca dudaste?

—Si no creyera no me estaría soñando con ustedes aquí, en el infierno —dijo Luciani.

—No sueñas, Luciani, quítate ese sueño de encima.

—Tu infierno es tu infierno: esas pirámides de las que tuvimos noticia, esa necrópolis de Ur, esas momias, ese sarcófago con el niño, ese grito de padre madre e hijo, todo eso representa únicamente tu infierno, el que forjaste: pero no nos metas a nosotros en tu infierno.

—Eso sí: ten por seguro que acabas de arribar al otro infierno. Al de todos.

—Con nosotros. Entre nosotros.

—El infierno existe sin Dios. No hay Dios. Nunca hubo Dios. Ni Cristo ni Moisés. Todo fue invento de evangelistas: escritores como nosotros. Lo hicieron muy bien. Se contradicen varias veces, pero ¿qué genio no?

—Dios existe aquí. —Y Luciani se señaló el corazón—. ¿Con qué derecho, entonces, me quieren quitar la oración de mi boca? ¿Cómo pretenden que desaparezca el nombre de Dios de mis labios?

—Tus evangelistas, y Moisés, que escribió el Pentateuco 1560 años antes de Cristo, y también Esdras y Samuel y Josué, y Eliacim, que contó de la sagaz y refinada Judith, la grácil fémina que, inspirada por Dios, cortó la cabeza del soberbio Holofernes después de emborracharlo, y los dos Tobías y el cantor David, y Salomón y Jeremías y Baruc y Ezequiel y el pequeño Daniel, intérprete de sueños, que defendió la inocencia de la voluptuosa Susana, fueron todos novelistas, Luciani, más grandes que los grandes, y aquí están, en el infierno, sólo que no sabemos dónde, porque callan.

—¡Son grandes! Lograron escribir en diferentes épocas sobre lo mismo, como si uno solo, ¡titanes!, un entusiasmo así no se saca fácilmente…

—Sino de Dios —dijo Luciani.

—¡Son pura ficción! ¡El Espíritu Santo es ficción pura! ¡Descomunales! Ni el Gran Ciego ni el divino Will lograron algo semejante…

¿Quién hablaba? Sólo oía voces sin caras, sombras que hablaban:

—En todo caso impusieron a Cristo, mucho más que al esforzado Quijote o al vengativo Hamlet. Pero todos tres son personajes.

—Personajes —terció otra sombra— que palpitan más que sus pálidos creadores, ahora enterrados en la penumbra eterna: ellos me oyen. Me oyen y callan: será por algo.

—Escucha, Luciani: lo único que existe es el Infierno.

—Si no existe Dios, ¿cómo es que estamos en el infierno? —insistió Luciani.

—Esa es la cuestión —respondió una sombra—. Lo único que existe es el infierno.

—Seguramente no hablamos del mismo Dios —dijo Luciani—. No existe tu Dios. Existe mi Dios.

—Serenidad, Luciani —pidió otra voz—. No te precipites. Acuérdate que Jesús tuvo también los más inteligentes enemigos.

—En un pasaje del Talmud Jesús en el otro mundo es condenado a padecer entre excrementos en ebullición.

—No hablamos de Jesús —interrumpió otra voz—. Hablamos de Dios.

—Cada uno de nosotros tendrá la felicidad de guardar a Dios —dijo Luciani.

No supo si lo escucharon. Hablaba a la oscuridad repleta de voces.

—Cada uno será su Iglesia —dijo.

—Sin Papas —le replicaron, como una exigencia.

—Sin catedrales.

—Sólo Cristo y lo que el tiempo depuró de Su Palabra.

Luciani no había querido decir exactamente eso, pero se resignó:

—Dios habita finalmente en los corazones —dijo. Y arrojó, sin todavía creerlo, la íntima conclusión de toda su vida—. Busco esa Nueva Iglesia sin iglesias.

—Pero Dios no existe —insistió socarrona la oscuridad alrededor—. Ni tu Dios ni mi Dios.

—No escuches, Luciani —pidieron otras voces.

Y las oía caer como una multitud encima de él:

—A mí me parece que sí existe Dios.

—A mí también.

—Y a mí.

—Y dígase lo que se diga, escríbase lo que se escriba, aquí seguimos esperando a Dios.

—Tarde o temprano vendrá a nosotros.

—O vendrá Lucifer.

—Alguno de los Dos tendrá que venir primero.

—Uno seguido del otro.

—O al tiempo.

—Eso pienso yo.

—Yo igual.

—Y yo.

—Pero tú no sueñas, Luciani. Tú estás muerto. Cuando acabes de entenderlo caerá la luz dentro de ti y podrás vernos a los ojos. Y te verás idéntico a nosotros.

Entonces fue como si Albino Luciani abriera los ojos, y pudo verlos a todos, y se horrorizó. Pensó en Dios y abrió realmente los ojos: allí seguía, con los del infierno.

—Sosiégate, Luciani —dijo una sombra—. No demorarás en acostumbrarte. También a nosotros nos pasó idéntico. Nos espantó conocernos.

—Así que ya tienes tu luz, ya pudiste vernos. En cualquier momento te será entregado, desde el aire negro, un blanco papel, una pluma infinita, y empezarás también a padecer como nosotros, Luciani.

—Escribirás una carta imposible, quién sabe a quién en el mundo, o al mismo mundo, y una imperiosa alegría te arrebatará mientras la escribes, y la carta se incendiará y empezarás otra de inmediato y otra alegría inmensa te poseerá, y tanto, que querrás leérnosla a nosotros, tus compañeros de hospedaje, que no somos poca cosa, que sabemos de este artilugio de las palabras, querrás compartir tu carta en voz alta, pero se incendiará palabra por palabra ante tus ojos, y sólo recordarás vaga, tristemente, lo que escribiste. ¡Ah, entonces el dolor te poseerá, Luciani! ¡El dolor! Y en vano te precipitarás a escribir la carta siguiente, y la otra, y así ocurrirá tu eternidad…

—Excepto cuando te corresponda recibir el alma de otro escritor…

—Hablar con él…

—Escucharlo con resignación…

—Responder a su más pobre pregunta: ¿por qué tuve que morir?

—Y a sus otras preguntas más necias: ¿no hay libros en el infierno?, el infierno parece un buen sitio para leer, esa debe ser nuestra pena, ¿cierto?

—Replicar a sus miedos…

—Y dolerte por eso de tus propios recuerdos…

—No todo es terrible dolor, Luciani: a veces simple dolor, como ahora: pues recordamos lo que escribimos cuando vivíamos; recordamos lo que un día leímos: al menos eso recordamos.

—Yo, por ejemplo, oyendo lo que te dicen, Luciani, oyendo cómo te animan o desaniman y advierten sobre la pena que te aguarda, pude evocar seis versos de un largo poema, y pensaba no sé por qué en el infierno y los escritores: «No es en grillos y en cadenas / en lo que usté penará / sino en una soledá / y un silencio tan projundo / que parece que en el mundo / es el único que está».

—Ese poeta ya presagiaba el infierno.

—Todos lo presagiamos. —De nuevo se oyó, como un maravillamiento, la voz cristalina—. En realidad, padre Luciani, nosotros, desde el más ínfimo hasta el colosal, sólo dimos nuestra versión del infierno, en cada poema, cuento, o novela, en cada oda, égloga o elegía, sainete o drama o tragedia. Aunque tratáramos de la alegría y del amor (y sobre todo si tratábamos de ellos) sólo revelábamos nuestro infierno. Así yo dediqué mis días más bellos a hilvanar la historia febril de una pareja de tercos que se aman en mitad del hielo, gente hosca pero sublime que avisa de la condición humana: ese fue mi infierno, y nadie aquí puede negar que hice algo superior.

—Nadie —gritaron muchas voces a la vez.

Luciani se admiró de la voz cristalina: nunca imaginó la oportunidad de charlar con semejante autora, y tendría la eternidad para hacerlo: resultaba más sugestivo que la biblioteca de 50 kilómetros del Vaticano, pues jamás le sería dado aburrirse con escritoras, ¿no sería este el paraíso?, y otra breve y estruendosa risotada se elevó: sintió como si todas esas almas traviesas le hubiesen leído el pensamiento.

—No voy a decir mi nombre, Luciani. Aquí ya sabemos que no es necesario. No soy un escritor grande, como muchos aquí que nos rodean, y que callan, seguramente por ser grandes. Pero tengo mi dignidad: trabajé un género simple, y me parece que fui el primero. Si bien no remonté mi vuelo hacia las más altas indagaciones, por lo menos distraje a muchos de la cotidiana fatiga, del trabajo y la enfermedad, del desamor y la soledad. Y con todo y mi simpleza, o por ella misma, querido Luciani (permíteme decirte querido), creí siempre en los espíritus, cuando estaba vivo, y muy buenos momentos de mi vida los pasé comunicándome con ellos, en lugar de escribir. También hablé del infierno, en un cuento sencillo, y acaso lo hice sin saberlo, pero corroboré mi acierto cuando me tocó asomarme a esta caverna de escritores. Escribí: «… exuberantes cañaverales pestilentes y plantas viscosas emitían un olor a podredumbre. Una atmósfera de miasmas nos rodeaba y cualquier paso en falso nos hundía hasta el muslo en el fango de la ciénaga, que temblaba continuamente y no dejaba de ondularse a nuestro alrededor. Sus garras se pegaban a nuestros talones mientras avanzábamos, y cuando nos hundíamos en ella era como si una mano maligna tirase de nosotros hacia las obscenas profundidades…».

—Muy bien, muy bien —interrumpió una sombra—. Con mucha razón, además de reconocer tu jerarquía de escritor, te hicieron Sir.

—No me dieron ese honor por mi arte —replicó el que había hablado, sin ofuscación—, sino porque fui además soldado de mi país, como Sócrates.

Otra voz muy cercana se impuso, impaciente:

—También yo escribí sobre el tema, y lo hice en más de una ocasión. Escuchen esto, que es breve y acaso menos pertinente, pero sirve: «El lago es tan profundo que llega al infierno, y se pueden oír, a través de las grietas de las rocas, el crepitar y el silbido de las llamas y los quejidos de las almas». Eso lo escribí yo, a propósito de nuestra morada. Y buena eternidad, Papa Luciani, yo te saludo. Permíteme que te llame Papa, aquí abajo, pero es que no puedo resistirme a esa ironía. Me presento: soy otro escritor de los que aquí padecen, y tampoco escondo pretensiones: ¿de qué podríamos presumir aquí? Pero soy, como dijo el grande: maestro de mí mismo. Dueño de mi obra. Nací en mi país, pero tuve la alegría de morir en otro país. Nadie sabe qué sucedió allí conmigo, y no voy a decirlo, para que continúe el misterio.

—El misterio —dijo otra sombra— gran ayuda para que nadie nos olvide.

—¿A mí qué me importa que me olviden? —Se rebeló otra voz— aquí abajo ya no puedo regocijarme de que alguien me recuerde.

—Yo sí me regocijo.

—Y yo.

—Y yo.

Ninguno dijo nada después.

Pasó el tiempo, pero ¿qué clase de tiempo podría pasar allí? Ya el tiempo no existe, pensó Luciani. Y tampoco pronunció una palabra. No podía.

—El que escribió Aparta de mí este cáliz sabía mucho de vinos y era gran bebedor —dijo una voz, como para reanudar, acariciando, la conversación. Lo dijo con gentil mordacidad, pues había que complacer al recién llegado, de acuerdo a su rango y principal preocupación. Así lo entendió Luciani, así lo entendieron todos. Pero Luciani no quería preocupar a nadie; que nadie se molestara por distraerlo. Hubiese preferido el silencio, y, sin embargo, su infierno era ese, que todos siguieran pendientes de él, y que hablaran de lo que creían que a él le interesaba. Y era cierto que le interesaba, pero no quería escuchar a nadie en ese instante, sólo llorar. Llorar desconsoladamente. Y lloró en silencio, ¿por el terrible dolor en torno suyo? Más bien por la extraordinaria certeza de su muerte. Creyó que tenía once años de edad, camino del Seminario, y que lloraba. Lloraba desconsoladamente.

Una voz amable se oyó. Una voz baja, temblorosa. Luciani se preguntaba a quién podría pertenecer. Y dejó, como un niño, de llorar; pues la pecaminosa curiosidad lo embargaba: también él quería preguntar, interminablemente.

Oyó:

—No enjuicio a la Iglesia, Luciani. Nadie podría ser un juez justo con ella. No soy intransigente con la Iglesia y sus hombres. No me escandalizo por lo que hizo o no hizo la Iglesia, o hicieron o no sus Papas, que es lo mismo. No me rasgo las vestiduras —como hacen algunos, que condenan lo que ellos mismos padecen. Sé que la Iglesia entregó hombres buenos al mundo, hombres sabios…

—Y por supuesto —lo interrumpió una voz pendenciera—, no te refieres a Tomás, que se agarró de las barbas de Aristóteles para construir su sistema, para enderezarlo, mejor, e impedir que se viniera abajo…

—Hablo de santos, pero hablo sobre todo de hombres. Hombres justos, que se entregaron a los demás. Hablo de hombres hoy lamentablemente ignorados. No hablo de Tomás…

—¡Cuidado! ¡El gordiflón debe estar escuchando!

—¡Al fin y al cabo es escritor y participa de este infierno de escritores!

—No importa que escuche, ni él ni Aristóteles —dijo la voz pendenciera, y se oyó, detrás, otra voz firme y serena, como una réplica juiciosa:

—Yo no hablo.

—Oh, nos escuchaba —dijeron varios—. ¿Llegaste, pues, lleno de anatemas? ¡San Etcétera!

—Es puro flatus vocis

Semper ídem.

—Ya hablaré con Luciani a solas. Hay mucho tiempo por delante —dijo la voz.

—Y mucho por detrás —le replicaron—. El quid divínum!

—¡Recuerda a Teofrasto!

—¿Y qué dijo Averroes?

—¿Nos oyes, Averroes? ¿O eres tan grande que oír ya no te parece necesario?

—Dijiste, y lo dijiste acorralado: «Todas las religiones son falsas, aunque todas son útiles, probablemente».

Otra risotada infernal. Áspera. Inclemente. Creció instantánea. Pero, igual: desapareció.

—¿Distingues, Luciani, esa especie de Entidad casi invisible que se pasea retirada de todos y de todo? Es Homero, el Aeda, el más grande de los grandes.

—A veces le oímos cantar. Su voz es tan armoniosa que no demorará en transparentizarse por completo.

—Y ya nunca más le escucharemos.

—Puede salir del Infierno cuando quiera.

—Y no lo hace a menudo, lo que nos pasma.

—Pero nos enaltece: acaso los poetas muertos resultamos más cautivadores que los vivos, allá arriba.

—Él escucha en silencio nuestras discusiones, pero nunca interviene. Es como si nos compadeciera.

Luciani entrevió el difuso contorno de un cuerpo: alta estatura, luenga barba. Aún en el infierno el rostro de ojos centelleantes se enfrascaba en la nada: realmente estaba ciego.

Las voces siguieron cada vez más acuciosas: caían encima de sus labios como aliento helado:

—Tienes toda mi admiración, Luciani. Te presento mis respetos. Decir que Dios era más Madre que Padre te hizo espléndido.

—No era mi intención la esplendidez —se contrarió Luciani por primera vez en el infierno—. Sólo cité a Isaías.

—Aquí te respetamos, Luciani: cuando celebraste misa en la iglesia de San Simeone, y en la cárcel de mujeres de Giudecca, y en la de hombres de Santa Maria Maggiore, mencionaste nuestros nombres, nuestras obras. No es fácil encontrar en el mundo a un cura que hable de escritores.

—No dejas de ser un ave rara, Luciani.

—Mírate: entre todos los Papas que en la tierra han orinado, leíste dramas y poemas y escribiste a escritores, escribiste candorosamente, pero escribiste sincero.

Rara avis.

—¿Qué diría Marlowe? «De los hombres más raros que hizo el mundo.»

—¿Qué replicarías, Luciani?, ¿que el mundo no, el cielo?

Otra breve pero dura carcajada.

Las intimaciones resbalaban ahora por sus mejillas: eran lúbricos ofrecimientos:

—Por supuesto que hay aquí mujeres, Luciani.

—Mujeres poetas y mujeres escritoras. De todo hay en esta viña infernal.

—¡Mujeres infernales!

—Y hay quienes poseen los dos sexos, como los hay en todos los oficios, empezando por el de la guerra…

—Hay mujeres, Luciani, pero a ellas también les hacen falta sus hombres. Ese es nuestro dolor aparte, y no es pequeño dolor, es nuestro mutuo suplicio, la expiación de la gloria.

—¡Todos estamos solos!

—Hay entre nosotros mujeres reconocidas como santas, allá arriba, pero aquí abajo las consideramos poetas, lo que ellas agradecen en el alma, Luciani, ¿qué pensarías de esto?

—¡Majestuosas místicas! Podrás distinguirlas por el incienso que arrojan sus alientos; tarde o temprano las escucharás. Huelen a mirra, ¿no las escuchas?

Voces cristalinas se apropiaron del aire.

Y, de verdad, olían a mirra:

—Una pierde las fuerzas de la fe, padre Luciani, al enterarse de los Papas rabiosos y cobardes, ladrones del mundo, mercachifles y asesinos. Los siete pecados capitales, como estigmas de fuego, ondean en sus odres corporales: uno en cada nalga, uno en el glande, otro en el vientre, uno en cada tetilla, y otro en mitad de la frente, eso los identifica.

—Yo los vi, padre, a la hora de mi muerte, mientras bajaba a esta caverna de escritores. Vi a esa tropa. Tiraban de un horrible carro henchido de estiércol humano: el pútrido estiércol, el peor de los estiércoles animales, el del ser humano, se bamboleaba como lluvia viscosa y los salpicaba. Eran gotas de ácido que herían la médula de sus almas, las desgarraba. Oí sus voces: «¿Tú aquí?», me preguntaron. Y lloraban: «Puedes vernos: ya nos mata la desesperanza, aunque nunca nos acaba de matar». Eso decían atormentados, y se lamentaban en coro: «Somos Lino, Anacleto, Telésforo, Higinio, Aniceto, Eleuterio, Calixto, Seferino, Ponciano, Cornelio, Dionisio, Cayo y Marcelino», yo oía cómo clamaban, y prefería no oírlos. Sabía de quiénes se trataba. Quise cantar para no oírlos, pero me interrumpieron: «Óyenos, somos Silvestre, Dámaso, Liberio, Siricio, Zósimo, Hilario, Simplicio y Vitaliano…». «Los oigo», dije, pero ellos seguían presentándose igual que una amarga letanía, y en todos la tristeza de los ojos era idéntica, la súplica, el suspiro. Un ser como una carcajada los escoltaba, pero una carcajada de dolor: era Belial, y los azotaba, uno por uno… Era Belial: ¡se adivinaba su nombre entre los nombres recitados de los Papas, su nombre en el lamento de los Papas!

—Quién eres tú, quién me habla —rogó Luciani, pero nadie, ni la santa, o la poeta, respondió.

Y en eso se interpuso una conversación entre mujeres, ¿poetas?, ¿escritoras?, dirigida a él de cualquier modo, como una burla:

—¡Somos bellas, pero sórdidas y feas!

—¡Olemos a carne, a sudor, a pelos de sobaco!

—¡Somos otra raza de poetas, y mejores que las santas, ellas mismas lo reconocen en voz muy alta!

—¡Somos de gran corazón, Luciani! ¡Te acompañamos desde tus tiempos de Patriarca, pero nunca nos escuchaste! Alguna vez hablamos del sexo como un acertijo, de las sonrosadas orejas, de los pies angelicales, de la risa como lágrimas (pues parecíamos llorar cuando reíamos), y así obtuvimos meritissimus cum laude!

—¡Nuestras vaginas cantan! ¡Oye lo que ellas cantan!

Y reían a carcajadas:

—¡Los amantes vegetarianos no son nada buenos en la cama!

—¡Una necesita que le hundan la nariz entre las nalgas!

—¡Y después la lengua sabia y entendida, como si una se tratara del mejor filete!

—¡Crudo!

—¡Tierno!

Y él sentía que al oírlas se impregnaba del olor, del sudor de las que hablaban, pelos y carne, y no quería desprenderse del olor, no quería despojarse del sudor de los suspiros y los besos que lo hacían sentirse vivo otra vez, más que vivo, feliz de sangre, «Pero no de amor», se gritó a sí mismo, afligido en el estruendo de las voces que crecían. «Ah», se dolió: «¡cómo abandonar esta región amarga, cómo abandonarla, cómo huir!»

Otra inmensa risotada respondió a su lamento: no hubo más respuesta que esa carcajada, y luego un silencio negro, atroz. Pero de inmediato una voz cristalina se elevó:

—De nada sirve angustiarse por huir, padre Luciani. Aquí esa angustia no sirve de nada. Entiende que todos sufrimos por igual. Somos distintos sufrimientos, pero sufrimos. Un día vendrá Él, y resucitaremos. Hay que aguardar, con fe. Aquí, más que en cualquier lugar, hace falta la fe.

Otra voz apareció en la negrura:

—Agradezco esa carta que me enviaste… no a mí, sino a mi personaje, pero es casi lo mismo y en todo caso la agradezco, impredecible Luciani.

—Quién eres —rogó nuevamente.

—¡No importa el nombre, Luciani! Aquí es como si nos doliera recordar nuestro nombre. No es muy discreto en el infierno preguntar su nombre a los demás. En todo caso ya descubrirás mi nombre a su debido tiempo, ya nos permitirán hablar otra vez. La eternidad nos favorece, aunque sea una eternidad en el dolor. Tengo quimeras que quiero compartir.

Otra voz interrumpió:

—Ah, extraordinario Luciani, ¿qué se siente al ser coronado Papa? No me digas que miedo únicamente. Algo habrá de humana vanidad…

Y otra, dolorosa:

—Escúchame, Luciani. Hace mucho que no tengo esa felicidad: que alguien me escuche. Tú no imaginas por qué sufro. No imaginas qué es lo que yo más extraño del mundo de los vivos. Te vas a sorprender, padre Luciani, o acaso a reír, y eso me basta, porque te ayudará y me ayudará.

—Te escucho.

—Extraño, Luciani, a los gatos.

Hubo un silencio veloz.

—Qué, ¿no te ríes? —preguntó la voz.

—No —dijo Luciani.

—Los gatos deberían llamarse Sueños en lugar de gatos. Nadie sueña más que los gatos. Los hombres deberían decir tengo uno, dos, tres Sueños, mi Sueño es negro o blanco o amarillo, ¿qué sería de mi vida sin mi Sueño? A este infierno deberían venir los gatos, sus espíritus que maúllan. ¡Son poemas! ¡Cómo nos acompañarían!

La risotada infernal se oyó peor. La voz que habló de gatos se afligió: ¿iba a desaparecer?

—Gracias —se apresuró a decir Luciani—, veo al menos que aquí podremos hablar.

—¡Sí, Luciani, sí! —dijeron otras voces.

—¡Y ese es nuestro paraíso!

—¡En realidad no estás en el infierno!

—¡Piensa lo que quieras!

—¡Hablarás, Luciani, conversarás! ¡Y gentes que te quieren te escucharán sinceramente!

—¡Y sinceramente se burlarán de ti, pero aguardarán tu réplica y tu burla con la misma sinceridad!

Luciani agradeció a Dios esas palabras.

Pero entonces un ruido formidable, como de llamas que crujen, estremeció el aire.

—¡Es el Eterno Enemigo, como dijo Tasso!

—¡El Demonio!

—¡Que ya llega!

—¡Es la potestad de las tinieblas!

Vexilla regis prodeunt inferni!

—¡Seguramente viene a conocerte en persona, Luciani!

—¡Viene a estrechar tu mano!

—No hagas caso, padre. En realidad no se trata de Lucifer. Ya entenderás.

—Mejor háblanos de la Curia. Siempre fue una curiosidad para nosotros. Alguna vez dijiste que el aparato de la Curia era como una inmensa oficina…

—Y entonces te envenenaron, Papa Luciani.

—La muerte. La única fatalidad.

—¿Sientes esa líquida luz encima de nosotros? Son las libaciones propiciatorias, esas que aplacan a los muertos: blanca, sabrosa leche de una becerra; líquido de la abeja laboriosa, la transparente miel; agua límpida de una fuente virgen, ¡y el puro licor del agrio seno de una madre salvaje! Alguien nos ofrece libaciones, que bebe la tierra, Luciani, ¡que se vierten a nosotros como luz! ¡Alegrémonos!

—Quién eres —preguntó sin esperanza.

—¿Esquilo? —insinuó alguien, cáustico.

Pero enseguida se oyó un gran temblor en el aire, y algo removió los mismos fundamentos del infierno. Era como si el frío quemara. Algo, o alguien, temible, se avecinaba. Y, sin embargo, no parecía importar a nadie.

—Tranquilo, Luciani. Aquí cada quien ve lo que ve.

—Es decir, lo que quiere ver.

—Pero —dijo Albino Luciani—, no quisiera ver lo que veo, toda esta desolación…

Y no veía nada alrededor, pero sentía que detrás de las voces que escuchaba se materializaba un profundo dolor —aunque las voces rieran, o, sobre todo, cuando reían.

—¡Son tus ojos, Luciani!

Y oyó una voz cansada:

—Ya falta poco para expirar.

Era como si se formaran grupos, círculos, en torno a él: por lo menos eso lograba escuchar en la oscuridad. Pensó, increíblemente, en una fiesta. Una fiesta donde los grupos como esferas están con todos pero están aparte. Entonces se incorporó y paseó entre ellos, rogando que lo olvidaran para siempre.

Así creyó llegar a un grupo. Los escuchaba: el tema era incandescente y doloroso y, sin embargo, sintió que les placía a todos como la más alta felicidad.

Se dolió de su propia curiosidad: averiguar quiénes eran. Tarde o temprano tendría que abandonar esa pobre curiosidad.

—Pero tú no adivinas —dijeron ellos, con voces formidables de borrachos—, no adivinas por qué sufrimos nosotros, padre Luciani. ¡Tú no podrías adivinarlo!

—Por falta de mujeres —les dijo él, con gran conmiseración.