Subida en el árbol, pequeño mono blanco, una muchacha en cuclillas, desnuda, encima de una rama añosa y blanca, una mano apoyada en una hoja, la otra en otra hoja árida, un árbol muerto, la muchacha rezumaba sangre, la vida gravitaba en su sexo, delgado mordisco en carne pura, otra fisura, otra llama que lo convocaba, otra puerta.
Albino Luciani sólo vio una muchacha en el frío.
Pero oyó la voz dulcísima:
«Yo ardo, Luciani».
Y:
«Este es mi tormento feliz. Mírame. ¿Ves mi fuego?».
El monje la miró, primero a sus ojos —que eran claros y negros y en todo caso abismos— y luego a su sexo: la breve llama lo hirió de un dolor desconocido. «Es Dios», gritó, perplejo de gritarlo. Y cerró los ojos: «Es Dios».
Oró. Aquí estoy, Dios mío, invadido de esta palabra trémula que nunca pronunciaré, palabra que invoca a risa, pero que está hecha de llanto, «Búrlate de mí», gritó. En el ámbito respondió su eco de adentro, más espeso que cualquier eco, más fuerte y más hondo, que lo remeció: «Óyela».
«Cúbreme hoy», decía ella con voz enronquecida, «mañana no.»
En la luz de atardecer que provenía de los extraños cielos encima, en mitad de la luz, la muchacha saltó a él como una pantera.
«Descansa conmigo», la oyó.
Y se extendió, supina, convocándolo como la llama.
A sólo un paso de distancia la negra y profunda escalera reapareció.
La muchacha sonreía. El monje dudó: ¡sólo descansar la cabeza en su regazo y pedir perdón por hacerlo, pedir perdón… pedir perdón, pedir perdón por hacerlo, pedir perdón!
Las rosadas manos presurosas trazaban signos como cantos de perdición ¿o de alabanza?, la vio esplender: su punzante secreto, su solemne belleza, su insondable herida de mujer; las rosadas manos se abrieron y cayeron en el centro de su cuerpo apretándose ahí, con desesperación, la boca sonrió sin sonido y, entonces, con un gesto imposible como un alarido, se despojó de su corazón con las uñas y se lo ofreció. El monje desvió los ojos aterrados: era esa la prueba de la que ninguno salía vivo, excepto uno, el de la fe, y, sin volverse a mirarla, se lanzó al abismo de la escalera, y sufría: quería volver la cabeza para mirarla por última vez, y no lo hizo.
Después ya no la buscó jamás.
Oyó que ella se desintegraba a sus espaldas en una larga, cadavérica, risotada.
—¡Huyó, el próvido Luciani!
—¡Huiste otra vez, después de enfrentar la más conmovedora de las creaciones!
—¡La mujer!
—¡Lo dicen los Textos!
—¡Lo substancial!
—¡Nuestras vaginas dadoras de hijos, de estirpes y de pueblos, nuestras heridas calientes, nuestros sexos superiores, nada ni nadie podrá igualar nuestro dulce sufrimiento!
—¡Mejor huir, Luciani. Huir!
—¿Nos escuchas, allá?
—¡Ah! Desconociste la otra muerte, la velocísima muerte que los poetas pregonan como la gloria, porque después de morir se sigue vivo y se bosteza de felicidad. Tú nos entiendes. ¡Somos las prostitutas de Venecia, las prostitutas viejas y las prostitutas jóvenes, tus amadoras!
Cuando se arrojó a vomitar en la alcantarilla una música de piano lo acompañó, y a cada dolor, a cada arcada, la música se empeñaba en auxiliarlo: vomitaba aire, sólo aire, y proseguía la música, como Dios: ahora Dios era la música, y él, ¿era posible?, ¿estaba muerto? Todo acabó: la amada ignota desconocida nunca jamás enaltecida (acaso la monja en un sueño desnuda abanicándose encima de él en su cama su pecado como dulce viento demoníaco, la misma monja lujuriosa trepada en el árbol hacía unos instantes), y la Iglesia, y los pobres de la tierra, y esa falta de puros amigos rodeándote, esa falta de manos con la sinceridad de unos ojos detrás, esa falta de ojos y manos, sólo quedaba su muerte, el fango del éter, donde colgaba el cuerpo de Adán, elaborado en arcilla babilonia… donde quedaba el jardín del Edén, la Atlántida y el Gehena.
—¡Abismo de miles de años!
Buscó, encontró, o imaginó, un oasis.
Allí se purificó por la oración y el agua.
Pero la inmensa estatura de una mujer en arcilla, vio.
—Sólo sigue solo tu camino: ¡ya vendrá la hora de reposar!
Sombras de cabezas hablaban alrededor, sombras terrosas que contaban historias de hombres y mujeres que se amaron con lenguas y pelos y narices, se ayuntaron en invierno y en verano, procrearon felices, ah la prodigiosa risotada del que ama, pensó, estoy pecando de pensamiento palabra obra y omisión, ¡Dios!, ¡los cuerpos los cuerpos los cuerpos la carne la carne la carne, lastres del alma, nos hieren de peso!
Los cielos no eran realmente cielos; eran los salados mares de la tierra, encima del infierno, ¿había visto eso en un lienzo, o lo soñó? Estaba muerto ¿o moría en este instante, y este era su tránsito? Un relente agrio se pegaba a sus huesos, congelándolo, y, sin embargo, sentía con más fuerza el calor debajo de sus pies: no sólo tenía los pies desnudos sino que estaba desnudo. Una franca resignación casi beatífica le hizo comprender que sólo se trataba de encontrar el sitio que le correspondía, la iglesia o caverna o foso que le correspondía: su único deber era buscar.
Entró en la más próxima iglesia: en la nave central se asomó a un sarcófago de alabastro: contenía el cuerpo de un niño; era una casa de familia: padre, madre e hijo. De sus semblantes mudos, de sus cabezas inmóviles, de sus ojos que miraban sin mirar, surgía esa tremenda agonía, esa disputa. Todas las casas ardían, todas las iglesias. Huyó en busca de su sitio, el sitio que sabía que era suyo, donde acaso ya lo esperaban: allí reposaré. La ciudad se multiplicaba de estatuas. Se acrecentaba el calor debajo de sus pies, pero el frío de sus huesos lo agradecía. Ahora sólo se oían débiles campanas alrededor, languideciendo.
Es el Infierno, pensó, el mío.
Pues descubrió la llama en el aire, convocándolo. Allí aguardaba su última puerta. Y tocó la llama y la puerta se abrió, negra inmensamente: era la oscuridad que ahora le pertenecía: allí pudo entrever la escalera que se perdía en la niebla: las gradas ya no eran de piedra sino de arcilla y desaparecían después de que él las pisaba.
Allí, asomado al desfiladero, entre montañas de roca, pudo ver la continuación de la ciudad, sus más hondas entrañas, su cara subterránea: era la ciudad que conocía. El infierno tiene que ser esta miseria —dijo una voz larga a su lado—. El hedor pululaba en las calles, como llaga. De las casas asoladas un aliento putrefacto se elevó y los envolvió, a él y a la voz, como si pretendiera enmudecerlos. Pero la voz siguió: el hombre que come al hombre. Los enfermos se asomaron a las ventanas: mostraban sus pústulas como estigmas, ¿como si se burlaran de él?, y morían asomados a los hospitales, aullaba la guerra, corrían los ríos envenenados, era una ciudad de ciudades, la única, todos sus habitantes sufrían, no distinguía un color, una esperanza, y oyó muy lejos la voz de una mujer que gritaba: Desventrar!
Entonces lo invadió un vesánico deseo de reír mientras descendía. Reír, pensó, reír, Dios mío, reír ¿aquí?
Lejos, muy lejos, hundido en lo ignoto, se distinguía un palacio de piedra renegrida —en donde tarde o temprano él sabía que tendría que caer—. Y los que aquí entráis, perded toda esperanza —oyó la voz a su lado, sin ver a nadie.
Lamentaba demasiado tarde no ceder a la invocación de la mujer: ¿por qué no descansó la cabeza en su regazo hasta morir, disuelto en la eternidad?
El aire se hizo negro alrededor, la luz del agua de los cielos se enterró en lo remoto. Ya era su mundo el que pisaba, ya se abría la última morada, su destino.
—¡El antro que le correspondía!
Era su casa entre tantas: ya desaparecía la última grada de barro detrás de sus talones —como la última esperanza de volver.
«¿Qué hace un Papa entre nosotros?», oyó, sin distinguir quién había hablado, o de dónde brotó la voz. Pues la oscuridad se hizo absoluta, a medida que él avanzaba.
Escuchó voces debajo de la tierra que pisaba, cada vez más fuerte. Protestas —como si él o su presencia las provocara.
Protestas, y olor de un río putrefacto. Después, nada, sólo silencio y oscuridad, rotundos. Pero él quería descansar, enterrarse en un reposo total, no importaba que rodeado de miedo y de voces. Se hundió en el silencio y la oscuridad. Ya sabía que se hallaba en el palacio de piedra renegrida, ya sabía que era verdad lo que estaba escrito en su cima, con letras de fuego que no se veían sino que ardían en los ojos como ascuas:
¡Perded toda esperanza!