La última noche, a las siete y media de la noche, después de su entrevista con Villot (en la que ordenó las inmediatas destituciones), el Papa Juan Pablo I se reunió con el padre Magee. Cuenta el cronista lúcido que Albino Luciani y su secretario recitaron a dúo la parte final del breviario del día.
«A las ocho menos diez se sentó a la mesa con Magee y Lorenzi. Las hermanas Vincenza y Assunta sirvieron la cena: consomé, bistec de buey, frijoles verdes y ensalada: Luciani apenas si bebió unos sorbos de su vaso de agua; Lorenzi y Magee bebieron vino tinto.
»A las nueve menos cuarto Lorenzi le puso en comunicación telefónica con el cardenal Colombo. Más tarde el cardenal Colombo recordaría: Me habló largo rato, con un tono de voz normal, del que no se podía inferir que sufriera molestia física ni enfermedad. Estaba completamente sereno y lleno de esperanzas. A modo de despedida me dijo: Rezad.
»Después se dedicó a retocar una alocución que pensaba efectuar para la Compañía de Jesús, el sábado 30. Pero dejó a un lado el discurso y recogió otra vez los documentos que avisaban de los drásticos cambios discutidos con el cardenal Villot. Con esos papeles en la mano se levantó, se encaminó a la puerta de su despacho, la abrió, vio al padre Magee y al padre Lorenzi, y se despidió de ellos de esta forma: Buona notte. A domani. Se Dio vuole.
»Faltaban cinco minutos para que dieran las nueve y media. Albino Luciani cerró la puerta de su despacho: había pronunciado sus últimas palabras.
»Su cuerpo sin vida sería encontrado a la mañana siguiente.
»El Papa Juan Pablo I murió asesinado en algún momento entre las nueve y media de la noche del 28 de septiembre y las cuatro y media de la madrugada del 29 de septiembre de 1978.
»Fue el primer Papa que murió a solas en más de cien años, pero hacía más de cien años que ningún Papa había muerto asesinado.»
Se despidió de Magee y de Lorenzi: «Buenas noches. Hasta mañana. Si Dios quiere», y lo dijo agitando una mano —no como quien se va a dormir sino como quien ya se va, definitivamente.
Y ya solo en su aposento redescubrió, de manera fulminante, la puerta en la pared; había conseguido olvidarla, a fuerza de oración, pero imposible no recordarla ahora, pues la encontró abierta.
—¡Alguien la había abierto para entrar a su aposento! ¡Alguien la había abierto para salir!
Por un segundo tuvo el propósito de volver sobre sus pasos y llamar a Diego Lorenzi —el secretario que lo acompañaba desde sus tiempos de Patriarca, el taciturno sacerdote en quien más confianza tenía— para que compartiera con él la caverna que se abría en su pared, su descubrimiento; repartiría la carga; tendrían alivio sus espaldas: y se dispuso a llamar en voz muy alta, llena de su miedo, llamar a Lorenzi como a la última ayuda, pero otro estruendo de lamentos como una disputa en el aire lo detuvo: ya no sabía ni lo que oía, pensó, se imaginaba las cosas.
Y, como pudo, se sosegó.
Tenía todavía su mano extendida, la voz a punto, dispuesta a llamar; sabía que del otro lado aún se encontraría Diego Lorenzi. Pero se arrodilló. Y repitió para sus adentros, sin lograr abstraerse, el Salmo 130. Veía su cama, la mesita de noche, los documentos que había puesto encima, no grandes lecturas, pensó, sino pobres documentos asustadores, y el pequeño frasco del remedio que debía beber todas las noches: se incorporó y se lo bebió de un trago. Hubiese preferido agua pura de las montañas, el agua que bebía después de la jornada, cuando iba a la escuela con los pies descalzos; terminada la lección debía llevar la vaca al pasto y cortar heno; también de seminarista se pasaba los veranos cortando heno en las montañas: agradecía a Dios el agua pura del río que lo aliviaba.
Y ahora, sin pensar más y sin dudarlo, corrió al revés: en lugar de buscar al padre Lorenzi regresó a la pared que lo aguardaba como una boca abierta. Y escudriñó sin arrepentimiento la estrecha escalinata, húmeda, temible, que bajaba desde su propia habitación pontifical, ¿hacia dónde, hasta dónde?
Y se lanzó.
Todavía echaba una mirada atrás, como para cerciorarse de que nadie era testigo de la pecaminosa curiosidad que lo asediaba. Se lanzó. Descendió.
—¡Descendiste, padre Luciani!
—¿Quién te lo ordenó?
—¿Él?
—¡Él, Él!
En lo hondo parecía latir una llama, siempre en lo más hondo de la húmeda escalera que bajaba, una fisura en el aire, iluminada, ¿otra puerta que lo emboscaba?, una exigua danza de luz como implorando que él la tocara, y la tocó, al fin, después de descender atropellado los como infinitos peldaños, la tocó y entonces mucho más abajo otra llama apareció, y otra todavía más abajo, que lo atrajo con más fuerza. A esa última se abalanzó precipitado. La humedad olía: era un aliento amargo: todo él ya estaba impregnado: la piel de su rostro era húmeda y amarga, igual que la piedra húmeda y amarga, negra, de los duros peldaños que pisaba. Se lanzó a la última llama y la tocó.
Todo se oscureció.
Oyó —como a siglos de distancia— que la puerta secreta del aposento pontifical se cerraba a sus espaldas dando una voz como una campanada, y brotó a lo desconocido: ¿el desierto?, las pirámides de Gizeh: en mitad de una bruma anaranjada asomaban los tres picos, anaranjados. La arena dorada cubría el aire, golpeaba sus párpados. ¿Atardecía? La Necrópolis de Ur, de piedra pálida: emergían cabezas de momia y papiros que se desenrollaban aleteando interminables; un anfiteatro, elefantes tallados en roca, leones encima de desesperadas gacelas; en mitad de la palestra presenció el coito vivo de briosos sementales y yeguas amaestradas. No era el único Papa que lo presenciaba. Y se encontró a las puertas de un santuario rupestre, y distinguió las sombras que avanzaban como esqueletos doblados, ¿eran peregrinos?, cada sombra se esfumaba sumergida en el vientre de una Abadía erigida en mitad de un charco humeante: plantas acuáticas flameaban venenosas, una fétida exhalación invadió el aire.
Cerró los ojos adoloridos.
Los abrió y ya no había arena. Ahora las pirámides eran pináculos de oscuros edificios, ¿o chimeneas de innumerables casas, de hogares felices en Navidad? Ya se encontraba frente a ellas: cada casa era una suerte de pequeña catedral.
—¡Cada casa una catedral! ¡Una basílica desconocida!
Voces lastimeras parecían surgir de las ventanas ojivales, de las puertas en arco. ¿O eran mujeres que cantaban? Herían. Los quejidos herían.
A medida que cada uno de sus pasos transcurría en el aire uno y otro mundo aparecían.
Había desembocado en una ciudad.
Y, sin entender aún si se movía, ya estaba asomado a una antigua plazoleta: el viento volvió a soplar; la arena rojiza creció bajo sus pies, tembló igual que una alfombra viva, las casas o pequeñas catedrales se extraviaban velozmente, ¿era el invierno?, un pájaro gris aleteó a su lado, encima de algo que parecía un tarro vacío. Un grito momentáneo se oyó por encima de las alas del pájaro, ¿era el pájaro?, ¿era el grito de alguien muy cerca?, podía ser el grito de un hombre o una mujer, el pájaro, pensó, fue el pájaro. Algo o alguien demandaba su atención como una mano helada en el hombro, pero no veía a nadie. No sentía temor, más bien humillante curiosidad, no sólo de la ciudad insospechada que aparecía frente a él sino de sí mismo, porque el deseo de adentrarse en la ciudad resultaba tan imperioso como el de echarse para atrás, buscar el templo más cercano y arrodillarse y orar. Era el Papa, pero también era, sobre todo, el monje, y tenía que orar por él, pedir perdón por el pecado de sus visiones, perdón por su imaginación, perdón por el pecado inmenso de sus dudas.
Se detuvo ante la iglesia iluminada en la niebla, una casa de piedra renegrida, que podía ser hospitalaria —pero no lo era— de allí salía el grito, pensó, de la pequeña casa iluminada. ¿No era La Pietá? No: era la Capilla del Coro. Desvariaba. Por primera vez pensó que desvariaba. Era el altar. Se acercó, las manos extendidas como si pretendiera palpar el aire para saber dónde estaba, sólo para saber dónde, dónde estaba. ¿Veía el Ábside? No. Era el dedo de Dios, insuflando ánimo de vida, ¿cuántos —se gritó— siguen vivos y ya se han muerto?, era el altar de San Jerónimo, ¿cómo no lo supo?, estaba arrodillado ante su imagen, pero el pútrido olor persistía: tuvo que recoger parte de su hábito y cubrirse la nariz y correr en busca de otro aire menos impuro. No corría solo: otros pasos corrían a su lado, restallando uno por uno sobre la fría nave de la Iglesia, pero él no veía a nadie. Y ahora corría de norte a sur por la desierta plaza de San Pedro. Se había detenido al pie del Obelisco ensangrentado. Allí se recostó, exhausto. Y entonces varias sombras feroces lo rodearon y lo clavaron en la cruz y lo enarbolaron crucificado bocabajo, porque él pedía a gritos no ser crucificado como Él: vio en el aire dos cruces que formaban un signo abominable, tachado por un madero vertical que ondeaba como fuego.
«¡Apiádate de mí!», gritó.
Sombras multitudinarias llenaban el aire. Era el primer Papa de la tierra, Vicario de Cristo, crucificado como Él, pero al revés. Huyó. Huyó él, o su sombra.
—Huiste, Luciani, ¿qué más esperaríamos de ti?