Era Marcinkus, en cuerpo y alma.
No todos los sacerdotes sabían de quién se trataba, pero sí la mayoría.
Marcinkus tenía la cara grande, más ancha que larga, y el cuerpo era mil veces su cara: desmedidas y rojas sus manos; los brazos demasiado largos, el cuello no existía: la cabeza una roca pegada al cuerpo: no en vano había protegido a puntapiés al Papa Pablo VI del cariño de una multitud de católicos que lo asediaba, sólo para tocarlo, a ver si por tocarlo se repetía el milagro que Cristo hizo a la mujer enferma (Cristo había preguntado a la multitud: ¿Quién me ha tocado? Ella se descubrió y Él dijo: Tu fe te ha curado).
Por semejantes patadas a diestra y siniestra Marcinkus se ganó el interés de Pablo VI. De allí en adelante el Papa lo protegió a él, a su otra poderosa manera: en poco tiempo Marcinkus resultaría emperador de la banca del Vaticano. Por su cara, por su cuerpo y sobre todo por su carácter se ganó entre la Curia el apodo de Gorila —que era repetido con temor a sus espaldas.
Marcinkus había realizado sus estudios en Roma, en la misma universidad que doctoró a Luciani en Teología: la Universidad Gregoriana. El futuro banquero de Dios se doctoró en Derecho Canónico.
—Y, por ser como era, por llamarse Paul Marcinkus, oriundo de Illinois, también el príncipe del averno lo llamó a sus filas y lo protegió —a su otra poderosa manera— lo inmensificó, le dio el don de la ubicuidad, le hizo crecer en los sesos plumas de ángel maligno, lo bautizó con agua negra del infierno —que dicen que huele a incienso pero que es en verdad estiércol humano.
—¡Lo consagró al revés!
—Ya lo reñía, ya lo impugnaba, ya lo espoleaba a contender, ya lo amonestaba —desde la llegada victoriosa de Albino Luciani a la Sede.
Marcinkus apareció justo cuando Luciani abordaba el tema de los ejemplos.
Luciani no se sobrecogió ante la enorme figura en la puerta. Marcinkus sonreía con mordacidad: acababa de entender que se trataba de una simple lección de catecismo impartida por el Papa. Pero el Papa sonreía también, al lado opuesto de la mordacidad.
Y ambas sonrisas se encontraron y sufrieron —cada una a su manera.
Entre las frías estanterías repletas de libros mucho más fríos todavía los catequistas del mundo se removieron, intrigados. Igual que niños en la escuela un profundo respeto los embargaba: estaban en Roma.
Una hora antes (al fin y al cabo invitados especiales de Su Santidad Juan Pablo I), en compañía del cardenal Villot, que más que amable guía parecía un vigilante vigilándolos pedazo por pedazo, habían recorrido algunos de los más renombrados meandros de la Santa Sede: el Patio del Mariscal, la Sala de las Bendiciones, la Capilla Paulina, los consagrados peldaños de la Scala Regia, la Capilla Sixtina, el Patio del Loro, la Stanza della Segnatura, galería decorada por un gran fresco de Rafael, los aposentos de los Borgia y la Galería Lapidaria. Subieron las escaleras de Pío IX que conducen al Patio de San Dámaso y, por último, después de un refrigerio casi delicado se habían dirigido caminando en negra fila al Colegio Pio Latino, en la Via Aurelia, cerca de la Basílica de San Pedro, donde ocurriría su trascendental encuentro con Luciani.
Todavía la admiración de ese paseo los abrumaba.
Pero otra admiración los embestía ahora al avistar al portentoso visitante que, con un fingido guiño de disculpa ya empezaba a retirarse.
Albino Luciani lo detuvo con un gesto.
Le dijo:
«Ayúdenos, monseñor, con el siguiente ejemplo».
Marcinkus entreabrió la boca, desconcertado. La expectación cruzó por todos los semblantes. Marcinkus pareció intentar sonreír, pero no le fue posible. La mueca era patética: en todo caso era el Papa Juan Pablo I quien demandaba —¿ordenaba?— su ayuda.
Eso lo congeló.
¿A qué rincón había caído?
Sólo entendía, confundido, que a doce pasos de distancia el Papa Juan Pablo I empezaba a bosquejar su ejemplo, y lo hacía sin preámbulo; entonces recordó, en un segundo, que aquel sencillo ensotanado no era únicamente el Papa, sino Albino Luciani, expatriarca de Venecia —que un día hacía años había visitado infructuosamente la Santa Sede, nada menos que para «rogar reparar de inmediato» la falta cometida contra cientos de sumisos ahorradores de la Banca Cattolica.
Albino Luciani no quitaba sus ojos de los otros ojos aviesos que lo inquirían.
Dijo:
«Antonio es un campesino. Tiene en el establo cuatro vaquitas».
El diminutivo, vaquitas, hizo renacer la irónica sonrisa en el ancho rostro del Gorila. Avanzó un paso, solemne, y permitió que la gran puerta de roble se cerrara detrás de él. Fue como si aceptara, respetuosa, comedidamente, su azarosa participación en la lección de catequesis. Fue como si gritara que eso lo enorgullecía.
Y escuchó, obediente, la inmensa cabeza doblada:
«Antonio lleva la leche a la lechería.
»Pero cada día pone a la leche un poco de agua, porque piensa: Así pesa más y recibo mejor paga.
»¿Hace bien o hace mal Antonio?»
La voz de Luciani esplendía, dirigida a él:
«Tenga la bondad de responder, monseñor».
Ahora la sonrisa de Marcinkus se derrumbó. Otro batir de alas en la alta bóveda de la biblioteca los sobrecogió: no era un aplauso, era una disputa, voces como espadas chocando, fuego y llanto y gritos y dolor. Un solo grito de mujer. Venía de lo alto, pero también de abajo, de algo como un éter subterráneo. El grito se recrudeció y desapareció. ¿Lo oyeron todos?
En el frío una especie de calor ruborizó cada semblante: parecía que todos los sacerdotes se avergonzaran.
Marcinkus también enrojecía; el rostro, pulcro y afeitado, que llegó pálido y frío, era sólo una mancha de sudor. No quedaba alternativa. Se hallaba entre la espada y la pared: se hallaba en mitad de sacerdotes: él mismo era un sacerdote, recordó. Y todavía su rostro dudaba, al responder.
«Hace mal», dijo.
«Hace mal. Comete pecado.» La voz de Luciani, casi un gemido:
«¿Contra qué mandamiento ha pecado?»
«Contra el séptimo: no robar.»
«¿Y por qué ha pecado contra el séptimo mandamiento?»
«Porque ha robado a los que compran la leche.»
«Pero, el que ha robado, ¿basta que se confiese?»
Marcinkus guardó sufriente silencio. Esto era demasiado, ¿una trampa? No podía permitirlo.
Iba a retirarse.
De nuevo la voz y la mano de Luciani se lo impidieron:
«No», dijo: «debe restituir. No basta que se confiese: debe reparar el daño causado.»
Una leve inclinación de cabeza y Marcinkus huyó: la gran puerta de roble sonó con terrorífica voz a sus espaldas: era una campanada. Su odio alcanzó proporciones infernales.
—¡A la medida de su alma ofendida!
En la biblioteca, el Papa Juan Pablo I, sin arredrarse, dijo a los catequistas del mundo que preguntaran lo que quisieran, que él intentaría responder.
—¡Su suerte estaba echada!