VIII

—¡El Papa llegó!

No: llegó Albino Luciani.

Era un grupo numeroso, veinte o treinta muchachos —sacerdotes muchachos, pensó. Como buen catequista, estudió los rostros, oyó los acentos— italianos, la mayoría, franceses y españoles, un alemán, un americano, un hindú, ¿un chino o un japonés?, ya lo sabría.

La reunión se efectuó en la biblioteca del Collegio Pio Latino de la Via Aurelia, donde años antes Luciani presentó su obra Illustrissimi, esa colección de cartas imaginadas a poetas y a escritores, a Jesús.

En el profundo silencio de la biblioteca, Albino Luciani empezó diciendo que la Catequesis era para todos los niños.

No sólo para niños católicos, sino para los niños del mundo. Es la bondad contra el mal, instaurada como una semilla desde pequeños: un himno al respeto, al amor por el otro. Nosotros no somos el mundo sin los otros.

«Abolid a Dios del corazón de los hombres, —les dijo—, decid a los niños que el pecado es sólo un cuento de hadas que inventaron sus abuelos para que se portaran bien, publicad libros de textos escolares que olviden a Dios y se mofen de la autoridad. Luego no os sorprendáis por lo que ocurra. La educación por sí misma no es suficiente. Víctor Hugo escribió que una escuela más significa una cárcel menos. Ojalá esto fuera cierto hoy día.»

Alguien cerró la gran puerta de roble de la biblioteca. Hacía frío, a pesar del verano. Un viento helado parecía provenir de todas partes. Los espesos muros no dejaban que el sol penetrara: sólo una luz fría brotaba sin fuerza desde las altas ventanas ojivales. Habían sido dispuestos unos viejos pupitres de nogal —como un antiguo salón de clases—, pero no alcanzaron para todos: varios catequistas escuchaban de pie, recostados contra el muro. Luciani se paseaba lento por entre las cabezas absortas.

«Catecismo es palabra griega que significa enseñar en voz alta, o desde lo alto», dijo. «Es la enseñanza a viva voz de la religión.

»Pero se trata de una enseñanza especial: no la instrucción de la mente sino la educación de la vida: no busca meter en la cabeza algunas nociones, sino transmitir sólidas convicciones, conducir a la obra buena, al ejercicio de la virtud.»

El silencio los sobrecogió. El silencio, como una oración —que el mismo Luciani invocaba.

«Un día preguntaron a Miguel Ángel: ¿Cómo haces para producir estatuas llenas de vida?, y él respondió: Las estatuas están ya en el mármol, pero hay que sacarlas.

»Los niños son el mármol», les dijo, inaudible como un desgarramiento: «de allí se pueden sacar los hombres de bien, los héroes, los santos.

»Si dejáis a un lado el catecismo, no sabréis qué medios adoptar para hacer buenos a los pequeños y hacer buenos a los grandes. ¿Pondréis ante sus ojos la dignidad humana? Los pequeños no la entenderán; los mayores se burlarán de ella. ¿Les pondréis delante el imperativo categórico de Kant? Peor aún.

»¡Hay que hablar a los pequeños de Dios!

»Muchos hombres, me diréis, han estudiado el catecismo, y, sin embargo, han llegado a ser pecadores empedernidos.»

Los ojos de Luciani los miraban, uno a uno. De pronto a todos:

«Pero el catecismo a lo menos habrá dejado en el corazón el remordimiento: este no les dejará tener paz con el pecado. Tarde o temprano los conducirá al bien, al arrepentimiento.

»Se dice que la filosofía y la ciencia son capaces de hacer buenos y nobles a los hombres. Pero no hay nada que se pueda comparar con el catecismo, que enseña de manera sencilla la sabiduría de todas las bibliotecas, que resuelve los problemas de todas las filosofías y satisface la investigación más difícil del espíritu humano.

»El catecismo nos anima continuamente: ¡sed buenos, sed pacientes, sed puros, perdonad!

»¡Lástima grande que esta inmensa fuerza sea pobremente explotada! Personas que conocen la ciencia y han leído multitud de libros no saben nada del catecismo, jamás han leído el Evangelio.»

Un sombrío eco de alas batiéndose, no como un aplauso, sino como una disputa, irrumpió en la biblioteca, ¿eran la puerta y la escalera de su propia habitación, abriéndose y mostrándose, palpitantes?

Albino Luciani lo ignoró. A los grises sacerdotes les pareció que oraba por dentro, convocando fuerzas.

«De los pequeños se dice: ¡Son muy pequeños, es pronto para enseñarles la religión!

»Pero los pequeños son capaces de impresiones religiosas desde los primeros instantes de su vida. Ningún hombre en cuatro años de universidad aprende tanto como en los primeros cuatro años de vida; tan decisivas e imborrables son las primeras impresiones recibidas. ¿Quién se pondría a los 20 años a estudiar la religión? ¡Veinte años! La edad de los exámenes para cualquier estudiante, la edad del trabajo, del oficio, de la oficina, del empleo; la edad sobre todo de las pasiones, de las diversiones, de las dudas. Así, ¿quién tendría tiempo y voluntad de examinar las religiones del mundo para ver cuál es la verdadera y la mejor?

»Dicen los padres de familia: nuestro chico debe trabajar, debe estudiar. Es verdad, pero en primer lugar debe trabajar para ser bueno, debe prepararse contra las tentaciones del mañana. No se impide el acceso a las pasiones con la tabla de multiplicar de Pitágoras o con las herramientas del carpintero o con un diploma. Mañana el periódico, el cine y el bar se disputan al joven. Jamás como hoy se ha sentido mayor necesidad del catecismo.

»He aquí la misión del catequista: sustituir a Jesús y dar a los niños con el catecismo el agua de la vida eterna.

»El fruto no puede faltar, y segura es la recompensa del Señor, que ha dicho: Todo cuanto hayáis hecho a uno de estos pequeños, lo habéis hecho a Mí.

»El agricultor recoge la cosecha, pero sólo después de arrojar la semilla. El catequista es un sembrador. San Felipe Neri y San Juan Bosco catequizaban a los niños en cualquier rincón de la sacristía, y hasta en la calle, sin lujo de ambiente, sin medios, y, sin embargo, los encantaban como si fueran magos.

»Los transformaban.

»Los niños leen más en el catequista que en el catecismo, se impregnan más de la conducta que de las palabras.

»Se les graba más con los ojos que con los oídos. Son como la esponja: absorben todo lo que ven, y ven mucho. Tienen una antena finísima para captar lo que el catequista es interiormente.»

De nuevo Luciani se detuvo, de nuevo miraba a todos, uno por uno. Después sus ojos no miraron a nadie:

«Si el catequista no es bueno, su voz externa podrá decir lo que quiera, pero otras cien voces clamarán para desmentir lo que pronuncian los labios.

»No se logra insinuar a los niños la dulzura, el perdón, cuando negros pensamientos de rencor o de venganza dan arrugas a nuestro rostro.

»No se lleva a la pureza con palabras bonitas, cuando feos hábitos y pensamientos pecaminosos obscurecen nuestra alma.

»No se concibe un catequista sin verdadera piedad. ¿Cómo podrá hacer amar al Señor si él no lo ama? ¿Cómo enseñará a orar, a frecuentar los sacramentos, si no tiene gusto por la oración?

»El niño no soporta la parcialidad y la injusticia y cuando la ve o cree verla, sufre, se aleja y se encierra en sí mismo.

»Hay que guardarse de las simpatías hacia los niños más ricos, más listos, mejor vestidos; si hay alguna preferencia debe ser para los más pobres, los más rudos, los más deficientes.

»Los niños son muy sensibles a la verdad, y tienen gran confianza en el catequista. Jamás debe permitirse por chanza decir cosas no ciertas o hablar con reticencias o con doble sentido. El catequista procurará tener en esto cuidado para no perder delante de los niños el prestigio de ser hombre de palabra.

»Hablar con lenguaje fácil y sencillo, es difícil. El niño es un caricaturista terrible: un mínimo de ridículo que haya en el catequista lo descubre en seguida. No se muestre por tanto miradas crueles, ni tristeza exagerada.

»Si tenemos cruces y desdichas no las hagamos ver a los niños; y si por fuera llueve o truena, el aspecto de nuestro rostro sea sereno.

»No gritar ensordeciendo, ni tampoco hablar demasiado bajo. El comportamiento o presentación externa tiene también su importancia. La elegancia exagerada, los perfumes, los polvos, el colorete de la catequista o el aire truculento del catequista hacen reír a los niños, y la negligencia, el desaliño, les impresiona malamente».

Las manos de Luciani los exhortaron:

«¡Ir a la clase de catecismo es ir a hacer una cosa grande!

»Buena voluntad, oración. Sin la meditación las convicciones no son profundas en el alma.»

Y apremió:

«Es preciso conocer a los niños no sólo en general sino uno por uno, porque entre ellos no hay siquiera dos que sean perfectamente iguales. Cada niño es una palabra de Dios que no se repite jamás.

»Nosotros también fuimos niños: muchas cosas las recordamos bien: lo que nos agradaba, aterraba, o aburría.

»El niño se presenta ante nuestra vista como un libro abierto, con sus acciones, y parece decirnos: si quieres conocerme, léeme. Y se lee observándolo.

»Se lee también oyendo al niño. El médico no sólo observa si los pulmones del enfermo se hallan en buen estado, sino que averigua qué clase de aire respira. Algunos niños están dotados de buenas cualidades, pero en la casa respiran un aire viciado, corrompido por las blasfemias y los malos ejemplos que reciben.

»El niño tiene ojos, manos, oídos, lengua, garganta, que quieren intensamente ver, hablar, oír, gustar. El niño es todo movimiento y juego. El juego es la única cosa que el niño hace con empeño, lanzándose a ella con toda el alma, más que nosotros a las cosas serias.

»El niño es todo corazón y sentimientos. A veces ríe, a veces llora. El catequista se guardará de ofender el sentimiento del niño: la ironía no debe emplearse con él.

»¡Sed padres, sed madres!

»El niño es todo fantasía. Por eso es necesario darle impresiones buenas y sustraerle a impresiones pecaminosas, alejarlo de escenas pavorosas o inmorales, no contarle hechos horripilantes o extravagantes de espíritus que se aparecen o de personas arrebatadas por el diablo.

»El niño tiene una fe ingenua: cree fácilmente las cosas maravillosas, los milagros, los misterios. El catequista debe corresponder a esta fe ingenua, respetando la verdad. Jamás contar como verdad lo que se ha inventado; no dar por cierto lo que es dudoso, no exagerar ni juzgar las acciones. No intimar al niño que ha dicho una mentira: ¡Confiésate o vas al infierno!

»El catequista debe aprovechar la confianza que el niño tiene en él, para darle confianza en la Iglesia y en Dios.

»El catequista debe ver en el niño un hijo de Dios, un hermano de los ángeles, y recordar que el Señor pedirá cuenta estrecha de la manera como el niño ha sido tratado: El que acoge a uno de estos pequeñitos me acoge a Mí.

»El que no está persuadido de esto y no muestra por el niño un respeto sobrenatural, no es digno de estar con un niño: ¡perjudica la obra de Dios!»

Allí se detuvo Albino Luciani.

Qué pensaba, nadie lo sabe. Acaso los catequistas del mundo esperaban otra cosa.

—¡Acaso, entre tantas sotanas negras, un pederasta, un feroz lujurioso escuchaba!

—¡O varios!

—¡O todos! ¡Cruel, ecuménica ironía!

—¡Metidos a catequistas para amanojar niños como flores!

—Curas universales…

¿Quiénes me hablan, por qué me interrumpen?

—¡Somos las prostitutas de Venecia, las prostitutas viejas y las prostitutas jóvenes, ah, pobre amanuense de nuestras voces!

Luciani aguardaba, ¿qué aguardaba? Miraba a todos y a nadie. Hacía mucho no impartía la catequesis, y allí estaba, en compañía de los mismos catequistas del mundo. Reanudó la charla: dijo que los cuentos tenían la ventaja del parangón y los ejemplos, y que además daban luz a la inteligencia.

«Las mejores narraciones son las tomadas del Evangelio y la Historia Sagrada. Otras pueden tomarse de la vida de los santos, con tal que sean verdaderas. Si contamos hechos inverosímiles, parábolas, es preciso decir a los niños que son cosas inventadas.

»El saber contar es una de las mejores cualidades del catequista.»

Aquí Luciani otra vez se detuvo. De nuevo buscaba los rostros, los escudriñaba.

«¡El catequista sólo tendrá virtud si se hace niño como los niños!»

«Orar quiere decir hablar con el Señor», les dijo. «Orar es fácil. No se ora solamente en la iglesia.

»El catecismo no se aprende para ser muy sabio sino para ser muy bueno. No es sólo enseñanza sino vida.

»¡Es vida!», pareció rogar.

Hubo un momento de indescifrable inquietud: el pasmoso batir de alas parecía arrojarse otra vez encima de todos, y opacaba la voz del pontífice Albino Luciani:

«Los ejemplos, a veces, son casos prácticos en los que se explica mejor…»

Se interrumpió: alguien acababa de abrir la crujiente puerta de la biblioteca.

¿Quién?

Aparecía en la puerta Paul Marcinkus, banquero de Dios. ¿Equivocó el camino, en esa jungla de puertas?

—¡Lo equivocó! ¡Lo equivocó! ¡Se lo tragó una escalera, como a Luciani!

—¡Allí lo escupió!

En el estómago del alma: la biblioteca.