VII

Los yermos pasadizos del Vaticano fueron los primeros en saludarlo, su primera noche de Papa a solas: una infinita desolación de puertas y escaleras, el íntimo laberinto del Palacio Apostólico…

—¡Ante ti, Albino Luciani!

—Hacia abajo, hacia arriba, la confusión de no saber hacia dónde o hasta dónde, ¿vas o vienes?, ¿quién eres?, ¿quién eres aquí, quién eres allá?, no saber si aquí o allá o más abajo del suelo de mármol, todavía mucho más abajo, al otro confín, ¿quién eres, quién eres aquí?, ¿quién eres?

Se quedó quieto.

—¡No podías moverte!

Y, por quedarse quieto, descubrió que había pasadizos entre los pasadizos. Y que innúmeras escaleras colgaban de las paredes a cada vuelta de corredor; puertas y escaleras: aparecían peldaños y más peldaños sumergiéndose en el piso de mármol, convocándolo a atreverse: así, ¿cómo buscar sosiego? Había querido encontrar el sitio donde preparar un café sin molestar a nadie, y no quiso auxiliarse del timbre dispuesto en su habitación; muy distinta sería Roma a Venecia: en el Palacio Patriarcal acudía en cualquier momento a la cocina y preparaba café, no sólo para él sino para sus asistentes. En Roma, en el Vaticano, en esta Santísima Sede ni siquiera daba consigo, podría perderse.

—¡Estaba perdido!

La soledad debía ser inmensa en semejantes universos encerrados. Ya su secretario le avisó de las 10.000 estancias y salones del Vaticano, sus 997 escaleras, 30 de las cuales eran secretas. En un periódico romano había leído que eran casi 28.000 puertas las del Palacio Apostólico, y exactamente 10.065 suites.

—¡Su propia casa!

Salones, habitaciones, salas de recepción, cámaras de audiencia, vestíbulos y sótanos unidos por 997 tramos de escaleras, que él desconocía, y leyó que sólo la residencia papal tenía 18 habitaciones.

—Tampoco las conocía.

Puertas y más pasillos entrecruzándose, risotada arquitectónica, largas y cortas escaleras: unas casi horizontales, otras empinadas, caracolescas, todas un camino de un brillo oscuro goteando en los peldaños, un brillo rojo que escurría, sumiéndose, un brillo que anunciaba que en lugar de subir descendían al abismo, resbalaban a la entraña más oscura, a los tenébreos pasadizos del infierno, la ciudad infernal —pensó arrepentido de pensarlo, sobrecogido—. Y oyó algo como un lamento ¿o una disputa?, que parecía provenir del mismo frío mármol que pisaba. Se arrodilló y puso el oído. Ya no era el Papa, era el niño; entonces creyó escuchar algo como un grito de su propio corazón en el piso.

Y prefirió como el niño volar a su cama de inmediato, ¿qué sucedía? Venían a su memoria las explicaciones de monseñor Martin sobre las sagradas reliquias del Vaticano, los huesos de los Reyes Magos, el cráneo de San Juan Bautista, la mano de San Gregorio, la ensangrentada túnica sin costuras usada por Jesús el día de su muerte, los huesos del profeta Eliseo, los huesos de San Luis, la cabeza de Santa Catalina de Siena y también su cuerpo sin cabeza, el manto de la Virgen, el pie de María Magdalena —y una parte del prepucio de Cristo, uno de los pocos trozos conocidos de Él—, además de 60 plumas del arcángel Gabriel, 4 de los dedos de San Juan Bautista —de quien hasta el momento se han contabilizado más de 60 dedos en el mundo—, el cayado del Patriarca Jacob, la vara de Moisés, el bastón de Aarón y una de las Arcas de la Alianza, el anillo de San Remigio, la tumba de San Galo, las flores de San Bernardo, la ropa de San Pablo, la medalla de San Benedicto y también uno de sus dientes, 9 coronas de espinas, 1.249 trozos de la Santa Cruz, 6 cordones umbilicales del Niño Jesús, 40 sudarios, 35 clavos de la Pasión —la Cruz dice que fueron 3—, 8 paños de Verónica, incluso algunas gotas de leche de los senos de la Virgen, un manojo de sus cabellos, trocitos de su camisa, otro Santo Grial, 12 de las 30 monedas que recibió Judas, las tablas de la cuna de Jesús, las 26 tumbas de los 12 apóstoles —y el invisible suspiro de San José, que se conserva encerrado en una urna.

32 carros cargados de huesos de mártires habían sido sacados de las catacumbas por orden del Papa Bonifacio IV y llevados a otros relicarios del Panteón romano: según eso, ¿no se hallaría otro entierro cerca de él, debajo de él, en el exacto sitio que pisaba, otra inmensa cantidad de huesos que lo llamaban lamentándose? Se sonrió con él, pero lejos estaba del sosiego, muy lejos, para su propia lástima.

Si algo bueno y placentero se había prometido en su íntimo interior Albino Luciani para hacer en el Vaticano, cuando Dios y los oficios papales se lo autorizaran, era visitar cuantas veces pudiera el Observatorio Astronómico, y recorrer sin testigos los Archivos Secretos del Vaticano.

Ese era su sueño recóndito: no el sueño del Papa sino del escritor que él era: la euforia de pasear por entre los exactos cincuenta kilómetros de estanterías repletas de libros, pergaminos y manuscritos donde se detallaban asuntos tan importantes como los argumentos de los teólogos elegidos para refutar las tesis de Lutero, las controversias apocalípticas en torno a Copérnico, el velado mandato de enviar a la hoguera a Giordano Bruno, los Testimonios de la Inquisición y Otras Desgracias, informes del siglo XIII sobre los mongoles, documentos que iban desde Barbarroja hasta Napoleón, desde Lutero hasta Calvino, registros con dibujos estrambóticos y aterradores: mujeres, mujeres, mujeres, mujeres desnudas, mujeres con rostros de ninfas y cuerpos de bestias, poemas místicos ilustrados por pinceles mucho más místicos todavía, legajos de Pío XII sobre sus relaciones con los nazis…

Qué espléndida ocasión inquirir en la caverna de la llamada Sala de los Pergaminos, palpar más que leer las Actas de Juicio por Brujería, las cartas de Juana de Arco al conde de Armagnac (que contribuyeron a que fuera condenada a la hoguera como bruja), los detalles de la escandalosa vida de las monjas de Monza, la profusa correspondencia entre los Papas y Miguel Ángel, los memoriales de Copérnico, de Boccaccio, de Rabelais, recoger entre los dedos los crujientes pergaminos, luchar contra el deseo o la soberbia de comérselos, repasar los documentos del Parlamento sueco sobre la abdicación de su bisexual reina Cristina y su conversión al catolicismo, dolerse de la última carta de la reina católica de los escoceses —escrita al Papa poco antes de ser decapitada por orden de la reina protestante de Inglaterra—, descubrir la carta de una emperatriz Ming, escrita en 1655 sobre una hoja de seda bordada, pidiendo ayuda al Papa para cristianizar China, oír la vana petición de 75 lores de Inglaterra rogando al Papa que anule el matrimonio entre Enrique VIII y Catalina de Aragón, padecer las cartas de amor del mismo rey, lascivo y feroz, a la voluptuosa pero desventurada Ana Bolena, sopesar los sellos de oro de dos reyes españoles (cada sello un kilo de oro, río de sangre de los Incas), remontarse en el tiempo con los rollos de emperadores bizantinos, escritos en pergamino púrpura con letras de oro, fisgonear el dogma de la Inmaculada Concepción, oler su perfume ilustrado y encuadernado en terciopelo azul pálido, y develar el último de los tres secretos de Nuestra Señora de Fátima, encerrado en una caja de acero que sólo un Papa puede abrir (la caja la abrió en 1960 el Papa Juan XXIII, y se dice que lo que leyó «lo hizo temblar de miedo y casi desmayarse de horror»), examinar el volumen encuadernado de las actas originales y manuscritas del proceso a Galileo —un sabio a merced de la Oscuridad, pensó.

Toda esa posible indagación lo escalofriaba, solitaria retribución, su más alta recompensa, la única concupiscencia personal de su reinado, pero ¿estos huesos?, ¿estos huesos ocultos quién sabe dónde, estos pasadizos y puertas secretas, estos ruidos desde adentro del mármol a cada uno de sus pasos como si pisara lamentos?, no se lo esperaba, no lo deseaba, Dios, mejor orar, leer, se dijo, orar, leer hasta el sueño.

—¡Soñar!

—Rogar con un susurro de loco: ¡Aparta de mí este cáliz!

Con dificultad pudo encontrar de nuevo sus aposentos.

Orar, pensó, no recordar jamás este primer lamento del alma del Vaticano, las entrañas temibles que ahora piadosas sólo clamaron bajo sus pies —pero que él sabía que un día iban a tragárselo.

Otra tarde de septiembre emprendió sin proponérselo otro paseo laberíntico. Se perdió, o se lo tragó —físicamente— una escalera, de eso estaba seguro aunque no quería estarlo, y la escalera lo escupió en un pasillo: prefirió pensar que sólo había desembocado en un pasillo sin bifurcación, excepto una puerta blanca, con un pomo de oro y un bajorrelieve de San Jorge aplastando al Dragón: abrió la puerta y se encontró —como si cayera de bruces— cara a cara con varios religiosos (funcionarios y oficiales de la burocracia vaticana) que trabajaban alrededor de una mesa oblonga, atiborrada de documentos. La sorpresa fue mutua, de pasmo. Los ujieres y escribanos apostólicos presenciaron atónitos cómo el Papa Juan Pablo I pedía confusas disculpas y se retiraba.

Allí los dejó. Se devolvió por el pasillo y, para su desconsuelo, ocurrió que otra vez una húmeda escalera se lo tragó —y él no quería todavía aceptar la realidad de esa palabra— y lo escupió en el idéntico pasillo sin bifurcación, y volvió a encontrarse ante la puerta de San Jorge y el Dragón y otra vez a su pesar la abrió y se estrelló contra la cara blanca embarazada de los mismos funcionarios sacerdotes que lo miraban. Uno de ellos recordaría que el papa Juan Pablo I les dijo: «Perdónenme. Sólo estoy tratando de conocer el lugar».

Cuando se lo permitía el mundo, Albino Luciani —no el Papa Juan Pablo I sino el modestísimo escritor de cartas— volvía con su fascinación temible, la ineludible exploración del Vaticano. De manera espontánea y voluntaria y a despecho de la Curia que lo vigilaba desaparecía y se daba como un niño un breve paseo por entre el misterio y su contemplación.

Pero esta vez sí fue por azar.

Cuando ocurrió, tal vez su sonrisa ya no era la misma; el rictus de la boca podía ser una sonrisa, pero ya no: honda estupefacción, espanto: estaba sentado al borde de su cama, dispuesto a acostarse, y volvía a recordar otra vez la información sobre esa casa, su casa, las 10.000 estancias, las 997 escaleras, 30 de ellas secretas, cada una con su respectiva puerta, y miró a la pared como si lo llamaran desde el otro lado del mármol, creyó que fue exactamente como si lo jalaran de los ojos, real, físicamente, lo jalaran de los ojos, y entrevió una leve fisura en la pared como una línea, y se acercó y arrodilló a examinar y descubrió otras líneas como hendijas que formaban una especie de efigies de ídolos remotos, y todas las efigies perfilaban el rectángulo de una puerta, era una puerta y la rozó con un dedo y fue como si la empujara violento, vio que había una estrecha y húmeda escalera descendiendo, vio que frente a él descendía una escalera, y comprendió que la más secreta de las 30 escaleras partía de su propia habitación y descendía, descendía, descendía, descendía interminable, descendía al infinito subterráneo, convocándolo ¿hacia dónde?

¿Hasta dónde?

Cerró la puerta.

Sintió asco.

Era una repugnancia abominable, por lo fascinadora.

Con los brazos afianzándose en el aire volvió al lecho como si temiera caer y se extendió bocarriba, sin fuerzas para deshacer la cama.

La sola contemplación de la escalera descendiendo le había producido una fatiga de siglos.

Un espeso sueño pálido, como una masa de nubes, lo abatió.

Se soñó asomado a la ventana que daba a la cúpula de San Pedro: le pareció ver en el cielo un inmenso extraño pájaro pesado que flotaba deshaciéndose, «Es sólo una nube», había pensado, «una nube y nada más, ya no sé ni lo que veo».

Se despertó exhausto. Tenía el rostro bañado en sudor, ¿era la fiebre, o la repulsión ambivalente que le provocó el descubrimiento de la escalera?

La madrugada de ese mismo día dio la misa íntima, la matutina, a sor Vincenza Taffarel, a las otras monjas que la ayudaban, a sus secretarios —el padre Lorenzi y el padre Magee—, y, después de tomar otro café, ensimismado, pidió volver un momento a su habitación antes del inicio de la jornada, rogó volver solo, y volvió y se arrodilló frente a la fisura pero no se atrevió a empujar la puerta secreta, para comprobar si era cierto.

Sólo pudo orar.

Sólo quiso orar.

—Miedo, Luciani, ¡miedo!

Ese mismo día, al atardecer, se dirigía con el prefecto a una audiencia privada en la Secretaría de Estado, y, de pronto, como lo más natural —como cuando se pierden dos amigos que caminan uno al lado del otro entre la multitud— el hondo pasillo que atravesaban se bifurcó instantáneo en dos escaleras: una se tragó al prefecto y la otra se lo tragó a él, lo escupió en otro pasillo recóndito donde se encontró a bocadejarro con una delegación de catequistas del mundo que visitaba el Vaticano con el propósito de entrevistar a Juan Pablo I: ya la petición había sido oficialmente desechada —le informaron ellos mismos—, pero en todo caso era un regocijo imponderable el azar de un encuentro con el Papa.

Luciani no dijo nada: todavía sonreía estupefacto de la veloz escalera que se lo había tragado, ¿o era que, realmente, como en su sueño, ya no sabía ni lo que veía y se imaginaba las cosas?

Los discretos catequistas se dispusieron a marchar: hubo una sola reverencia. Ninguno se atrevió a besar el anillo del pescador: descubrían aturdidos que Albino Luciani no lo llevaba puesto. El grupo —una única sotana negra—, se retiraba; era una compacta sombra huyendo que de pronto volvió la cabeza apasionada: el Papa los había encontrado a ellos, o ellos encontraron al Papa: ¿cuándo volverían a encontrarlo?

—¡Nunca!

Y se decidieron: una voz temblorosa representó la de todos: sólo pretendían escuchar, no al Papa Juan Pablo I, sino al primer promulgador de catequesis en el mundo, Albino Luciani.

Y Luciani, que en 1949 escribió y publicó un librito, Catechesi in bricole (Briznas de Catecismo), los atendía maravillado: ellos sólo aspiraban a escuchar de viva voz su opinión respecto a la catequesis de hoy, 1978, o lo que tiene que ser la verdadera catequesis en el mundo, ¿sería eso posible, Su Santidad?

—Muy posible —les respondió exaltado, deslumbrándolos.

Pues por fin podía olvidar la escalera secreta que descendía desde su aposento, y olvidar los pasillos bifurcándose en escaleras —esas veloces escaleras tragadoras—, por fin Dios lo salvaba: enviaba en su ayuda la memoria de su primerísima actividad de sacerdote, su más pura esperanza en el porvenir del hombre, la razón de sus trabajos y sus días, su único Amor, su Madre-Dios, la catequesis.

Acordó una sesión para el día siguiente, y lo hizo como Papa: la dictaminó, a pesar de una audiencia con los reyes de España y de treinta y cuatro citas relevantes con actores, empresarios, futbolistas y políticos de moda que guardaban turno desde hacía meses —como si acecharan.

Se sobrepuso por primera y última vez al tradicional escándalo de la Curia romana. Obispos y cardenales se apartaron de él, afligidos, ¿qué Papa era este?

La mañana siguiente acudió a la cita, desvelado: era esa pesadilla real —que no le permitía rezar ni leer— la invisible puerta de su habitación, y la escalera detrás, que palpitaba. No le era posible dormir, además, porque lo despertaban los ruidos de su propio cuerpo, lejanos aullidos de lobos pequeños, chisporroteos de insectos como vidas minúsculas en el pantano caliente de su estómago, burbujeos, quejidos y protestas de él mismo, de su carne, que él, con todo y que era Papa, sólo podía identificar como la humana premonición de la muerte. Pero se impuso al desvelo y atravesó la noche como si remontara una ciénaga espesa, invocando la ayuda de Dios.

Nunca más empujaría esa puerta, pensó.

Tan pronto amaneció se arrojó a su misa, al Evangelio. Incluso parecía de buen humor cuando se desayunó.

—¡Tenía una reunión con catequistas del mundo!

—¡A primera hora!

—¡Exaltación!

—¡Escalofrío!

Y acudió a la cita, puntual, custodiado por celosos representantes de la Curia.

Vestía una sencilla sotana negra.