Recién elegido Papa la prensa afirmó que Albino Luciani no tenía gran preparación teológica ni ecuménica, y que era una lástima que sólo pudiera hablar en lengua italiana (Luciani hablaba además inglés, francés y alemán). Y añadían que en la elección de Luciani había vencido la parte más conservadora de la Curia, pero que no servía hablar del pasado retrógrado del Patriarca de Venecia sino de su futuro: ya no se trataba del cardenal Albino Luciani sino del nuevo obispo de Roma, Juan Pablo I, sucesor de Pedro, el pescador de Galilea.
El novísimo sucesor de Pedro no pretendía acabar con la Iglesia. Pero esa efigie oscura de la Iglesia, contra la que apuntaba su insensata inocencia, era casi toda la Iglesia, ¿o la Iglesia entera? Con ese inmenso rostro enfermo de la Iglesia comprendió de pronto que podría acabar. Si antes se había rendido al precepto claro para todo sacerdote: obediencia, ahora, de un día a otro, era el Papa: sucesor de las sandalias de Pedro: obedecía a Dios, y él así lo creía, con la irrebatible fe de un católico. La divisa de su escudo Papal era Humilitas, que nada tenía que ver con la banca del Vaticano y demás negocios terrenales de la Iglesia. Ya había dicho a sus colaboradores que era preciso poner fin a políticas que dejaran al Vaticano a merced de explotadores, especuladores y estafadores de altos vuelos, como Sindona y Calvi. En sus conversaciones con Bernardin Gantin, el cardenal africano, empezó a dar los primeros pasos: volvió a hablar de una Iglesia de los Pobres, especialmente en el Tercer Mundo: «La Iglesia debe evitar el interés materialista y dedicar una parte de sus recursos a causas más humanitarias». Gantin propone que en la medida de lo posible el Vaticano invierta en proyectos que ayuden a paliar las injusticias socioeconómicas y la explotación: las finanzas del Vaticano deberían aplicarse a apoyar planes serios de desarrollo en África, Asia y América del Sur. Luciani, el Papa Juan Pablo I, dictamina: Gantin se hará cargo de Cor Unum, la organización de la Iglesia para la ayuda internacional, y Gantin acepta. Hasta ese momento las decisiones sobre esa organización estaban a cargo de Villot, el mismo que desaparecería los documentos que aferraba Luciani cuando murió, el mismo que desaparecería su testamento y sus sandalias y cualquier otro recuerdo suyo sobre la tierra.
En sus declaraciones frente a temas diversos —antes y después de resultar elegido Papa—, Albino Luciani no sólo sobresalió por su clarividencia sino porque daba cuenta al mundo de lo que se proponía, aunque ya desde sus días de Venecia se había definido como «un pobre hombre acostumbrado a las pequeñas cosas y al silencio». Cuando Papa, prefirió el calificativo de pastor espiritual al de Sumo Pontífice, y lamentaba que el papado hubiese cambiado su modo de vivir y trabajar: «Yo recibo cada día dos valijas de papeles: una en la mañana y otra en la tarde; una va y otra viene como los ángeles por la escalera de Jacob… pero no quiero más valijas en mi mesa. No acepto esta máquina que condiciona mecánicamente al Papa en sus funciones de trabajo y vida. El trabajo hecho de este modo se hace insoportable. No fui elegido Papa para hacer de empleado. No es así como Cristo ha pensado a su Iglesia».
La controversia de su tiempo, en torno a la bebé probeta inglesa, Louise Brown, que había escandalizado a la Curia y al sector más conservador de la Iglesia, tuvo otra mirada en Luciani: «Envío mi más calurosa felicitación a la niña inglesa cuya concepción fue realizada artificialmente. Por lo que a los padres se refiere, no tengo ningún derecho a condenarlos. Si actuaron con intención honesta y buena fe, podrían incluso ser acreedores de merecimientos ante Dios por lo que desearon y pidieron a los doctores que llevasen a cabo». Semejante espíritu abierto no podía sino desatar resquemores en los atentos inquisidores que lo cercaban.
Recién elegido Papa dijo a sus electores, tal vez como una premonición: «Dios os perdone por lo que habéis hecho conmigo». Era fácil prever lo que con este Papa se avecinaba: todo lo considerado sacrosanto podía seguramente desaparecer, el celibato sacerdotal, la oposición al control de la natalidad, al aborto, al divorcio, y el rechazo eterno a que las mujeres fueran ordenadas sacerdotes. Todo podía esperarse de Luciani, y la Curia discernía sobresaltada que acaso ya era tarde: lo habían hecho Papa. Era por eso que una significativa cantidad de obstáculos —finos o incisivos, abiertos o tramposos— iban siendo regados por la Curia ante el camino del Papa.
Es elocuente otro de los pocos testimonios de la hermana Vincenza Taffarel (quien después de la muerte de Luciani sería confinada por la Curia en un remoto convento): «En Roma, yo tenía la costumbre de llegar a la sala para la limpieza hacia las 8 de la mañana, porque sabía que no había nadie. Aquella vez fui como de costumbre: demasiado tarde me di cuenta que, en el fondo de la sala, estaba el Santo Padre en una situación de desconsuelo, y, junto a él, su secretario. Me disculpé y me retiré de prisa; todavía tuve modo de oír al secretario que decía: Santidad, es usted Pedro. ¡Usted tiene la autoridad. No se deje intimidar!»
¿Cómo detener al Papa? ¿Cómo impedir semejante pensamiento, el de Luciani, que quiérase o no formaba ya parte del engranaje que constituía la Iglesia? Era el Papa. Un Papa que afirmaba, sin empacho, con muy explícito humor, que en el Palacio Apostólico no se encontraba un buen café y tampoco a nadie que dijera la verdad. A sacerdotes amigos que un día lo visitaron les pidió disculpas por no invitarlos a almorzar como en sus tiempos de Patriarca: «Aquí no se acostumbra: las paredes son de vidrio».
Pero había —para la Curia, y los implicados en los oscuros negocios de la banca del Vaticano— una solución.
—¡La siciliana!
No en balde la Curia, como la mafia, era en eso una muy ducha institución. Siglos de poder lo refrendaban.
Y contra ese poder, de manera casi delicada, el Pontífice Juan Pablo I empezó a arremeter: ante unas trescientas mil personas, el día de su coronación, decidió ir a pie en la procesión, igual que todos: rechazó el fastuoso trono portátil, la Sedia Gestatoria, la silla en que durante siglos los Papas eran enarbolados a través de su rebaño. El Papa Gianpaolo —así ya lo llamaban sus fieles— prefirió caminar entre su pueblo. Y rechazó la corona que a lo largo de centenares de años recibieron los Papas. Empezó a dirigirse en público a los fieles llamándolos «hermanos» en lugar de «hijos», como hacía Pablo VI. Y empleaba para sus alocuciones, de manera inconsciente o espontánea, la primera persona del singular, ignorando para siempre el mayestático «nos». Por esta y otras actitudes se ganaba el corazón de los fieles, pero nunca el corazón de la Curia.
—¡Agrio corazón! ¡Soberbio, putrefacto!
Era Albino Luciani un hombre que causaba simpatía porque desde el primer momento se te entregaba, pero también un hombre ¿abstraído, indiferente…?
—Un hombre como si se dispusiera a partir quién sabe adónde, ¡já!
Para los máximos representantes de la Curia cualquier declaración de Luciani era más un escándalo que una invitación a la reflexión. Se sirvieron de las declaraciones del padre Mario Senigaglia cuando reconoció que Luciani aceptaba a los divorciados y a otros que vivían en lo que la Iglesia llama «pecado». No le perdonaron que hiciera amistad con muchos no católicos; se lamentaban de que Philip Potter, secretario del Consejo Mundial de Iglesias, fuera huésped suyo en Venecia, y que entre sus otros invitados hubiese judíos, anglicanos y «cristianos pentecostales», y que intercambiara libros y cartas muy amistosas con Hans Küng —que negó la divinidad de Cristo, y a quien Luciani citaba favorablemente en sus sermones.
Para escándalo mayor, los periodistas habían descubierto que en 1968 Luciani escribió y presentó un informe a Pablo VI en que recomendaba que la Iglesia Católica aprobara el uso de la píldora. El padre Senigaglia recordó que en varias ocasiones lo escuchó diciendo a las jóvenes parejas: «Hemos hecho del sexo el único pecado, cuando en realidad él está ligado a la debilidad y fragilidad humana y tal vez por eso es el menor de los pecados». Citaba con frecuencia las palabras de Gandhi cuando dijo: Admiro a Cristo, pero no a los cristianos. Sus declaraciones eran por eso consideradas como blasfemias. Escandalizaba porque daba a entender que creía en un poder más compartido con los obispos de todo el mundo y porque planeaba una descentralización de la estructura del Vaticano. Insistía en que la Iglesia no debía tener poder ni riquezas. Por estas y otras afirmaciones sus detractores de ayer y de hoy se empeñan en demostrar que sólo fue un hereje manifiesto, y puesto que fue un hereje no podría ser un Papa válido; es decir, fue un antipapa.
—No fueron herejes Pablo II en 1471 y Clemente XIV en 1774, que fallecieron de glotonería.
—¡La sensualísima gula!
—¡Pecado capital!
Era Luciani alguien extraño a su tiempo, o extraño por lo menos a los obispos de su tiempo: antes de abandonar Vittorio Véneto, recién nombrado Patriarca de Venecia, rechazó una donación personal de un millón de liras; sugirió que emplearan el dinero en obras de caridad, y repitió lo que dijo a los curas de su diócesis, once años antes: «He llegado aquí sin traer siquiera cinco liras, y me voy a ir sin llevarme cinco liras», y se trasladó a Venecia llevándose sus libros. Ya en Venecia, las dependencias del Patriarcado destacaban sobre todo por la presencia permanente de desempleados en busca de ayuda, vagabundos, expresidiarios, mendigos y ladrones, mujeres que ya no podían ejercer la prostitución y que no se iban sin la ayuda efectiva del Patriarca. Su ocupación esencial eran los otros, los necesitados. Con razón, y sin vanagloria, ya Papa, señaló: «En toda esta semana los periodistas han hablado de la pobreza de mi infancia. Pero ninguno podría llegar a sospechar jamás el hambre que he conocido». De modo que sus visitas a los enfermos, a los prisioneros, no sólo eran simbólicas.
—¡Lo hizo bien, pues aquí estamos nosotras, hablando! ¡Sin él (sin su por desgracia maldita mala suerte) no estaríamos nosotras aquí, las prostitutas viejas y las jóvenes, hablando!
—¡En todos los rincones de este mundo más de una de nosotras es filósofa!
—¡Todas lo somos! Amicus Plato, sed plus magis amica est veritas!
Una madrugada, cuando apenas despuntaba la delgada luz en las colinas de Roma, un guardia suizo lo vio pasar a su lado y salir por la Porta Sant’Anna.
«¡Pasó como una sombra!»
Salió y pisó suelo italiano, sin los documentos necesarios, sin el permiso oficial. No podía abandonar el estado pontificio y pisar un estado ajeno así como así: eso le dirían consternados ¿o escandalizados?, los tres monseñores que acudieron a buscarlo. Porque, después de que el guardia hubo dado la alarma, y repetía ante ellos que acababa de ver al Papa pasar a su lado, saludarlo con un cordial «Buenos días» y salir por la Porta Sant’Anna, tampoco las tres eminencias recién despertadas pudieron creerlo. El guardia repitió que vio al Papa salir y avanzar tranquilamente fuera del Palacio, y que se quedó en mitad de la calle mirando a uno y otro lado. ¿Iba a escaparse? No se sabe. Más bien parecía haberse olvidado de algo.
Y que allí lo dejó: en mitad de la calle, en suelo italiano.
En el grisoso amanecer, la blanca túnica del Papa flotaba a uno y otro lado, en el país de Italia, el país de sus padres, el país de sus abuelos.
El prefecto del Palacio Apostólico y dos de sus asesores ¿se consternaban entristecidos, o se rasgaban las vestiduras? «¿Dónde está ahora?», preguntaron. «No sé», les dijo el guardia: sólo atinó a buscar ayuda: se trataba del Papa: nada menos que el Papa, y se había escapado.
Entonces lo buscaron y encontraron en el jardín del Palacio Apostólico hablando de jardinería con el jardinero.
Allí lo increparon los alborotados Noé, Martín y Ciban, prelados; entre otras cosas lo reprendieron porque hubiese podido correr el peligro de un atentado de las Brigadas Rojas. Al oír aquello el humilde jardinero huyó aterrorizado. Los prelados continuaron llamando la atención del Pontífice respecto a sus deberes: la infalibilidad papal no quiere decir que un Pontífice pueda hacer lo que le parezca: hay ciertas normas. «En su calidad de jefe del Estado Vaticano, tendría que saber que no puede entrar en otro país sin hacerse anunciar y mucho menos sin escolta.»
Juan Pablo I les dijo que no era su intención molestar a nadie. «No ha ocurrido nada malo», dijo. «Y algo hemos ganado.»
¿Ganado? Los prelados se confundían. El Pontífice era ahora quien los aleccionaba: «Sí, ganado. Probablemente ninguno de ustedes se habría levantado tan temprano: nos hemos proporcionado un excelente comienzo de la jornada».
Y regresó al Palacio Apostólico.
—¡Ah!
Y también en otras ocasiones volvió a desaparecer, ¿los asustaba?
—¡No! Les dio el terrible permiso para pensar que un Papa que no cumplía las reglas ¡no merecía ser Papa!
A sor Vincenza esos desaparecimientos no la sorprendían. Dijo a los monseñores que Albino Luciani, cuando Patriarca, solía ir disfrazado como cualquier clérigo a comer pizza de algas al restaurante: nada raro que eso mismo ocurriera en Roma.
—De nada sirvieron sus desaparecimientos.
—Todo había terminado, y más pronto de lo que empezó.
—¡Ese hombre se iba a morir!
Lo que más fustigaba la impaciencia de la Curia eran sus parábolas, o sus metáforas —para entender mejor su inconsciente literario, o la inconsciente literatura que lo desnudaba— «Un hombre fue a comprarse un coche. El vendedor le dijo: Mire, este es un buen coche. Procure tratarlo bien. Eche gasolina en el depósito y aceite para los ejes. Que sea de buena calidad. El hombre respondió: Oh, no. Para que usted lo sepa, yo no soporto el olor de la gasolina ni del aceite. Lo que a mí me gusta es la champaña, y pienso echar champaña en el depósito. Y los ejes los engrasaré con mermelada. El vendedor repuso: Haga usted lo que quiera. Pero luego no venga a quejarse si usted y su coche acaban en la cuneta»…
Silencio.
«El Señor hizo con nosotros algo parecido. Nos dio este cuerpo, animado por un alma inteligente y una fuerte voluntad. Y nos dijo: Es una buena máquina. Pero trátala bien.»
Bastante más revuelo causó un domingo en la plaza de San Pedro cuando señaló que Dios era «más Madre que Padre». Al enterarse del escándalo eclesiástico provocado —debates peores que forcejeos— replicó que sólo se había limitado a citar las palabras del profeta Isaías.
En su alocución inaugural, como Papa, dijo que el peligro que acecha al hombre moderno es que tiende a convertir la tierra en desierto, a la persona en autómata, el amor fraternal en colectivismo programado y a poner la muerte donde Dios quiere que haya vida. Los millones de fieles y también los que no participaban de la religión cristiana oían confortados sus palabras: se trataba de un nuevo credo: «Nos proponemos dedicar nuestras oraciones y desvelos a todo aquello que favorezca la unión». Pues «se proponía fomentar el espíritu evangélico, rechazar el autoritarismo, unir a los cristianos y mejorar los lazos existentes con judíos, musulmanes y pueblos de otras religiones».
En 1971 se le designó para que preparara el sínodo mundial de obispos. Esto fue lo que propuso: «Como ejemplo de ayuda concreta a los países pobres, sugiero que las Iglesias ricas se autoimpongan el pago del 1% de sus ingresos para entregarlo a las organizaciones de socorro que administra el Vaticano. Con este dinero, que podría llamarse el patrimonio fraterno y que no debe entregarse como limosna sino como algo que se debe, se podrían compensar muchas injusticias que comete nuestra sociedad consumista contra el mundo en desarrollo. Con una campaña de este tipo podríamos extirpar el pecado social, que es algo que debemos tener en cuenta y que por desgracia acostumbramos olvidar».
En su sermón de Pascua de Resurrección de 1976, el Patriarca de Venecia señaló: «Hay dentro de la Iglesia quienes sólo viven para causar problemas. Son como esos empleados que primero remueven cielo y tierra para conseguir un puesto y después de conseguirlo se pasan el día remoloneando sin hacer nada; hasta que se convierten en una plaga y un flagelo para sus compañeros y superiores. Sí, hay gente que sólo parece mirar el sol para ver si está sucio».
Escogía a los niños para que compartieran el micrófono con él. En cualquier momento citaba a Twain, a Marlowe, o al poeta italiano Trissula. Y se le ocurrió una nueva alegoría entre la oración y el jabón: «Si la oración se usa bien, puede resultar un magnífico jabón, capaz de limpiarnos a todos y convertirnos en santos. Si no somos santos es porque no nos hemos lavado todavía lo bastante con este jabón». Obispos y cardenales se alarmaban, y quienes seguían atentos la evolución de semejante Papa tan original convenían en que era «más cura que Papa». Se le acusaba de simplicidad, ¿pero no era, en efecto, la simplicidad que resultaba de una profunda sabiduría? Sea lo que sea, el periódico oficial del Vaticano, L’Osservatore Romano, se negaba en redondo a imprimir sus declaraciones. Pero por supuesto, sus alocuciones no se limitaban a metáforas. Admitía que llevaba veinte años como obispo, primero en Vittorio Véneto y después en Venecia, pero que no había aprendido bien su trabajo en Roma. «En Roma me pondré bajo la tutela de San Gregorio Magno, que escribió que el Pastor debe acercarse compasivo a los que están a su cargo, olvidándose de su rango, y debe considerarse del mismo nivel que sus buenos súbditos, pero nunca vacilar cuando llegue el momento de ejercer los derechos de su autoridad contra los malvados».
Así, en seguida de tomar posesión de su cargo como Papa, ante los embajadores de todas las naciones, remeció a la diplomacia del Vaticano cuando dijo: «No tenemos bienes materiales que intercambiar ni intereses que discutir. Nuestras posibilidades para intervenir en los asuntos del mundo son específicas y limitadas y tienen un carácter especial. No interferimos con los asuntos puramente temporales, técnicos y políticos, que corresponden a vuestros respectivos gobiernos. En este sentido, nuestras representaciones diplomáticas, lejos de ser un vestigio del pasado, constituyen un testimonio de nuestro más profundo respeto por el poder temporal cuando se ejerce de manera honorable, un testimonio de nuestro fecundo interés a favor de las causas humanas que los poderes temporales deben tener en cuenta y mejorar».
Respecto al control de la natalidad ya había asegurado que «esa situación (la posición de la Iglesia) no podía prorrogarse conforme a sus actuales postulados». Al Secretario de Estado, Villot, el Papa Albino Luciani lo interpeló de la siguiente manera:
«Eminencia, nos hemos pasado casi tres cuartos de hora discutiendo el control de la natalidad. Si la información que he recibido, si las diversas estadísticas que he estudiado y si los informes que he recopilado son correctos, entonces durante nuestra plática más de mil niños menores de cinco años han muerto de desnutrición. En los próximos cuarenta y cinco minutos, mientras nosotros nos disponemos a comer, paladeando nuestros manjares por anticipado, otros mil niños morirán a causa de la desnutrición. Mañana a esta hora, cuarenta mil niños que en estos momentos siguen con vida habrán muerto por la desnutrición. Dios no siempre provee».
—¡Dios no siempre provee!
De todo esto Villot se inquietaba; del rumbo que tomaban las cosas —a todos los niveles— Luciani no aprobaba que los centinelas de la Guardia Suiza se hincaran de rodillas cada vez que lo veían acercarse. Le dijo al padre Magee: «¿Quién soy yo para que se arrodillen a mi paso?». Pues, como informa el lúcido cronista, era costumbre todavía en los primeros tiempos del reinado de Pablo VI que los curas y las monjas se postraran de rodillas cuando se dirigían al Papa, incluso cuando hablaban con él por teléfono. Y a propósito de teléfono, si no había nadie, Luciani mismo no tenía empacho en atenderlo. Dezza, un padre jesuita, llamó en cierta ocasión al secretario para concertar una visita con el Papa. Del otro lado de la línea una voz le contestó:
«Lo siento, el secretario del Papa no está aquí en este momento, ¿le puedo ayudar en algo?»
«Bueno. ¿Con quién hablo?»
«Con el Papa.»
Dice el cronista: «Las investigaciones iniciadas por Luciani sobre la corrupción y las prácticas deshonestas habían acorralado a los culpables dentro de un hosco cerco de temor». Una y otra vez Luciani se apartaba en sus alocuciones públicas de lo que tenía que decir, es decir de lo que otros escribían para él: «Esto tiene un estilo demasiado Curial», decía, o: «Esto es exageradamente meloso», y corregía a sus correctores. En una audiencia privada con Vittore Branca, señaló: «Es verdad que soy demasiado pequeño para realizar grandes cosas. Sólo puedo aferrarme a la verdad y repetir el mensaje del Evangelio, tal como hacía en la pequeña iglesia de mi pueblo. Los hombres necesitan vitalmente estas cosas, y por encima de todo soy un pastor de almas. La única diferencia entre el párroco de Canale y lo que soy ahora estriba en la cantidad de fieles a los que me debo, pero la misión es la misma. Consiste en recordar a Cristo y su mensaje».
Los cambios que se proponía realizar —horas antes de su muerte— los discutió con Villot. Señaló quiénes debían ser destituidos de manera fulminante, y pidió la opinión de Villot.
«Se dirá que habéis traicionado a Pablo», dijo éste.
«También se dirá», replicó Luciani, «que he traicionado a Juan, que he traicionado a Pío. Cada uno encontrará una luz que lo alumbre, según cuales sean sus necesidades. En lo que a mí concierne, mi única misión es no traicionar a Nuestro Señor Jesucristo.»
—¿Por qué no nos recuerdas las palabras del bueno de Leví, también llamado Mateo, que viajó a Etiopía a predicar el Evangelio?
—Era cobrador de tributos, y fue el primero que escribió el Evangelio, ocho años después de la muerte del Señor.
—¡Lo escribió a petición de los discípulos!
—¡Escritor a cargo!
—Escribía en lengua siríaca, mezcla de hebreo y caldeo.
—¡Recuérdalo! ¡Sé un pícaro triste!
—21, 12-13…
Y Jesús entró en el templo de Dios, expulsó a los que compraban y vendían dentro de él, y volcó las mesas de los que cambiaban dinero y derribó los asientos de los que vendían imágenes. Y dijo a todos: «Está escrito: Mi casa será llamada Casa de Las Plegarias. Vosotros la habéis convertido en cueva de ladrones».