V

Las campanas, voces de Dios.

Tintinnabulum!

Un aro de palomas blancas, dispersándose a la primera campanada por encima de los cielos de la plaza de San Pedro, un sobresalto de palomas, multitudinario, rozando la frente de los fieles que aguardan, avisa —mucho más que el humo blanco— que hay un nuevo Papa en la tierra.

—¡El 263 de la Iglesia católica!

«Habemus Papam!», grita una voz, la voz enaltecida de espirituales acentos y como de incienso antiguo, la voz blanca, bíblica, la voz que retumba, la voz celestial —por su anuncio.

—¡Más alta que las hordas infernales que sufren por oírla y que rechinan!

Así de magna y confortante es esa voz que grita, como si sólo por oírla ya se redimieran los corazones, los heridos corazones de los fieles, heridos sobre todo de falta de amor —lo que tanto convocó y pregonó Él para los hombres.

Es una voz del siglo XX y se oye acrecentada por los altavoces: la cara de la voz, las ventanas las palomas las campanas y las lágrimas se reduplican engrandecidas en pantallas que titilan en aldeas y ciudades y metrópolis, en los montes y en los mares de los cinco continentes.

—¡La gran tecnología colabora eficaz con el Espíritu Santo!

Debajo de esa voz una marea de palpitaciones, humeante, sincera, remueve a la multitud, la hace como danzar en un rictus angustiante, por lo feliz: es la redención de cada uno: es, en un solemne instante, la redención del mundo entero.

—¡Bella promesa!

—Porque Habemus Papam, Habemus Papam, Habemus Papam, Habemus, Habemus, Habemus!

Desde el Balcón de las Bendiciones, minutos después de las siete de la tarde del sábado 26 de agosto de 1978, el cardenal Felici, el cardenal de la voz, deán mayor del cardenalato, avisa a los más de ochocientos millones de fieles que hay que seguir viviendo: un nuevo Papa resucita encima de un Papa muerto.

—¡Nunca morirán los Papas!

«Annuntio vobis gaudium magnum: Habemus Papam: cardinalem Albinum Luciani!»

«¡Un nuevo Papa en la tierra!»

«¡El cardenal Albino Luciani, elegido Papa!»

«¡El Patriarca de Venecia, Papa!»

Poco antes de encerrarse en el cónclave, el Patriarca de Venecia había recomendado al padre Diego Lorenzi, su secretario, que no olvidara llevar a arreglar el viejo Lancia, para cuando volvieran a Venecia. No sólo él: tampoco nadie se lo esperaba.

—¡Celestial sorpresa, digna del Espíritu Santo!

Los apostadores del mundo perdieron enteros.

—¡Semejante carrera de caballos! ¡Ganó el tímido asno!

El mismo tímido asno que montaba Jesús cuando hizo su entrada a Jerusalén, ese Domingo de Ramos, tan bellamente descrito por el conciso y fantástico Lucas.

Sábado 26 de agosto: primero de los treinta y tres días del Papa Juan Pablo I.

—Antes de que la Curia y la Mafia confabuladas lo devolvieran al mundo —¡tieso, como pollo!

Durante el cónclave, encerrados bajo triple candado, los 111 cardenales—electores, príncipes de la Iglesia, espartanos a la fuerza, venidos de los cinco continentes, aguardaban la Luz Inspiradora del Espíritu Santo —para no equivocarse a la temible hora, la hora apocalíptica de elegir un Papa. Y muchas cosas ocurrieron: ellos mismos se quejarían, con razones de humano.

—¡Nunca de apóstoles! ¡Nunca de cristianos!

Se quejarían del insoportable calor que padecieron encerrados herméticos como condenados ese verano inclemente de 1978 en la Roma emperadora, acostumbrada a baños de agua fresca, racimos de uvas, cánticos y bailes.

—¡Caricias de esclavos!

Durmiendo en celdas más que franciscanas, en catres desvencijados, sin agua-corriente, debiendo recurrir a tinajas de agua para ducharse, sin aire acondicionado, sin digno vino, sin digna cena, horas y horas (fue el cónclave más breve de la historia) de vida de ermitaños, que si fueran más horas seguro que no resistiríamos, «Elegiríamos una silla como Papa», dijo Giuseppe Siri, arzobispo de Génova, y dijo más: «Esto es como vivir en una tumba».

En la Capilla Sixtina el calor era insoportable. No había corrientes de aire porque todas las ventanas se encontraban condenadas: al quemar las papeletas, luego de las votaciones matutinas, la estufa pareció rebelarse, trepidó: a muchos se les antojó que se movía: eructaba y cambiaba de lugar, y eran rugidos desgarradores, como algo o alguien gigantesco que se dispone a vomitar, y de hecho empezó a vomitar amargo humo negro dentro de la misma Capilla, espesando las pinturas de Miguel Ángel, tiñendo el aire de asfixia: imposible respirar. La multitud de cardenales retrocedía; los más decrépitos resbalaban al piso entre lamentos de agonía; uno de los pocos fortachones pudo escalar como un insecto las paredes y abrir dos de las ventanas y el ambiente se aclaró; fue cuando se oyó, en un difícil susurro, el comentario de un cardenal: Es el humo de Satanás, que pretende entrar en el cónclave.

—¡Broma a la altura de su fe!

El menor de los electores tenía 49 años, se llamaba Jaime Sin. El mayor 79, Frantisek Tomasek, arzobispo de Praga, ciudad de Kafka, ¿leyó Luciani a Kafka?

—¡Debió ser!

—¡Debió ser!

Pero no le escribió ninguna carta.

Luciani, que publicó en un modesto diario católico tantas cartas a tantos autores del universo, no escribió una carta a Franz Kafka.

—Y ambos fueron sufrimientos semejantes, ¡el uno abogado y el otro Papa!

Ambos hacedores de cartas.

—¡Espléndidas, tenébreas pastorales, se dice!

Luciani no escribió a Kafka. Luciani, que escribió a ilustrísimos señores, entre músicos, pintores, santos y santas, poetas y escritores, al médico Hipócrates, a Lucas evangelista, a la reina María Teresa de Austria, a Lemuel, rey de Masá, al Cicikov de Gogol, a los cuatro del Club Pickwick, al legendario oso de San Romedio, a Penélope, a Fígaro, a Pinocho: no escribió a Kafka.

—Pero escribió a Jesús, la última carta: «Escribo temblando…».

De los 111 electores 110 se quejaron de las arduas condiciones del encierro: «Camas realmente malas», «Comidas bastante flojas», «Las ventanas selladas», «Vidrios pintados de blanco», «No podemos mirar a nadie, y nadie nos puede mirar».

Nunca se quejó el elegido.

—Los demás: ¡ruines expiadores!

Y se quejaron tanto que lo primero que hizo el sucesor de Juan Pablo I —después de la muerte por envenenamiento de un Papa—, fue dictaminar que en adelante ningún cónclave padecería de falta de agua, lavamanos y duchas individuales, aire acondicionado, de buen pan y excelente vino, eso dictaminó Karol Wojtyla, tibio sucesor de Luciani. Lo dictaminó en primera instancia, en vez de ordenar investigar la más que extrañísima muerte de Albino Luciani, el Papa sonriente —porque reía, raro atributo cuando es sincero, y muy ajeno a los Papas: reía de verdad.

—Como un niño.

—¡En lugar de ordenar clarificar la muerte de un Papa que gozaba de una salud de hierro, se encargó de cerrar los ojos!

—¡Y que siga la misa!

No se le podía pedir más a Karol Wojtyla. Tenía que acogerse a la Curia y secundar sus más artificiosas intenciones, toda esa estrategia disparatada en torno a la muerte de un Papa —que a pesar de lo disparatada se salió con la suya— el Papa Luciani había muerto de un ataque al corazón, un infarto de miocardio por una sobredosis de su propia medicina: ningún médico se atrevió a firmar y confirmar semejante veredicto. No hubo autopsia.

Las mentiras iban y venían, los comunicados se contradecían; entre tantas componendas se aseguró que el Papa Luciani había sido encontrado muerto por el padre Magee, sentado en la cama y con la luz encendida, «como si hubiese estado leyendo». Después se aseguró que sí leía, en realidad, y que leía la Imitación de Cristo, libro que Luciani había dejado en Venecia: es cierto que en Roma lo pidió prestado, pero lo devolvió a su dueño días antes de su muerte.

Más tarde la Curia prefirió adornar su primerísima versión con un poco de verdad: reconoció que al Papa muerto no lo encontró el padre Magee sino sor Vincenza Taffarel, en su gabinete de trabajo. Pero no fue allí donde la monja lo encontró: la misma sor Vincenza —que servía a las órdenes de Luciani desde 1959, desde los tiempos del obispado de Vittorio Véneto, y que por su misma inalterable elemental inocencia no podía amañarse a insinuaciones de la Curia— reveló que preocupada porque el Papa Luciani no respondía a los llamados a la puerta (era ella quien siempre acudía a llevarle el café a las cuatro y media de la mañana), entró y lo encontró sentado en la cama, sin ninguna Imitación de Cristo en las manos: tenía varios documentos aferrados, las gafas ladeadas sobre la cara, la boca en un rictus de dolor: en esos documentos, y según lo que el mismo Luciani había advertido que iba a hacer, acababa de firmar las destituciones y confinamientos que pensaba realizar de inmediato para purificar la Iglesia, documentos que después el cardenal Villot se encargaría de desaparecer para siempre (entre ellos su propia destitución, que el Papa le había anunciado doce horas antes), así como el testamento del Papa, sus sandalias y su frasco de remedio: las gotas que Luciani debía beber por prescripción de su médico —pues tenía la tensión baja, lo que menos ayuda a un ataque al corazón—. En el mismo remedio administraron el veneno —en la vida semejantes paradojas suelen ocurrir—, la dosis letal, la noche indicada, es decir la noche de sus decisiones radicales.

Creen unos, y otros no creen, que hubo con anterioridad un intento de veneno fulminante, pero les salió al revés. Ocurrió con la visita al Vaticano del metropolita Nikodim, de la Iglesia ortodoxa rusa, arzobispo de Leningrado y Novgorod. Luciani y Nikodim se encerraron para su charla en privado, que debía durar quince minutos, según lo que la Curia programaba. Había, servidas, dos tazas de café. El metropolita Nikodim bebió de una de las tazas y cayó muerto en el acto. Luciani llamó en busca de ayuda. La «fantasía» del «populacho», como señala una mayoría de biógrafos, se dio a la tarea de proclamar un intento de envenenamiento contra Luciani. «Fue un bulo» aseguran, un bulo que tuvo éxito inmediato. Nadie quiso envenenar a nadie. El arzobispo murió de un infarto; tenía, además, un metro noventa de estatura y pesaba 150 kilos (el ruso era de verdad algo más grande que el americano Marcinkus, de Cincinatti, banquero de Dios). Es decir, todo un oso siberiano, de tensión alta y muy alto colesterol. Nikodim tenía que morir. Aunque, ¿no es esa conclusión probablemente otro bulo? La fantástica intuición del populacho roza a veces la verdad, y todo puede suceder en un recinto acostumbrado a siglos de componendas.

Inmediatamente después de la muerte de Nikodim el prefecto del Vaticano sugirió a Luciani que suspendiera sus audiencias, pero Luciani se opuso. No podía dejar esperando a quienes habían solicitado una audiencia con el Papa. «Así lo hubiera querido ese hombre bueno», finalizó, mirando al cuerpo de Nikodim.

No se le podía pedir más a Karol Wojtyla: era el Papa que la Curia deseaba: confirmó a Marcinkus en su puesto de timador; no hizo nada contra los socios mafiosos del banco del Vaticano, y nada contra el cardenal Cody, libidinoso y derrochador, que se apropiaba del dinero de los fieles, que cerraba escuelas —pero que también participaba de sus robos al Vaticano.

—¡Contra ellos iba Luciani, el soñador!

—Ya estaba a punto de extirparlos, como llagas.

—A punto, y lo inmolaron.

—Ya desde mucho antes lo cercaban, pendientes de él: si procedía, lo inmolaban.

—Y lo inmolaron, la misma noche que se disponía a barrer de traficantes el templo de Jesús.

El hosco Marcinkus, dios de la banca del Vaticano, castigado por Satanás:

¿Qué temes, Marcinkus, qué puedes temer? ¿Descrees de mi protección? Cómo tiemblas ante un pequeño Papa, cómo te orinas en tus hábitos, ¿qué sucede? ¡No son de esa ralea mis pastores! Reanímate o te abandonaré, perderás la última fuerza, serás menor que el menor de los humanos, yo te condeno: ¡Un gorrión te masticará el corazón, eternamente!

Así Satán terrible amenazaba; no daría más ayuda a su pastor —pues sucumbía al miedo humano— ¡Marcinkus, no ocuparás ningún lugar en toda esta comedia de siglos!

Pues Marcinkus, en su apariencia humana —durante la elección de Luciani, y después de la elección— parecía más muerto que vivo: sudaba emblanquecido por el justo pánico: lejos, sería arrojado lejos del Vaticano, de su casa su palacio su guarida su única guarida femenina: era uno de esos hombres sin amor, grandes jefes de paupérrimos soldados, mátense a mi nombre, ¡yo no puedo amar! Miedo de Luciani, de ese pobre engendro de la Biblia, miedo.

—¡Miedo!

Y lo vieron deambular, humillado.

El corpulento y sosegado Marcinkus, ahora aterido, cansino. Aterrado.

Y lo salvó ese plan, la solución última, la siciliana, en conjunción con la mafia mortífera y la Curia escandalizada.

Una vez muerto el Papa de la Luz, Marcinkus volvió a ser el diablo que era: desplegaba sus alas rabiosas contra el mundo, y los demonios que lo rodeaban reían otra vez al unísono. Marcinkus respiraba: tuvo razones para temer: había sido elegido Papa quien hace años se enfrentó a él, esgrimiendo armas inusitadas, las que nunca blandieron los esperpentos de Papas durante siglos, armas nunca eclesiásticas sino de pura enseñanza de Jesús, las esgrimía, aunque resultara humillado.

—¡Las empuñó cuando Marcinkus usurpó el ahorro de curas simplísimos, monjitas y otros angelicales!

El enfrentamiento debió ser agrio, mayúsculo, a pesar de que Luciani acabara derrotado: pero algo quedó de la mirada de los enfrentados, una brizna de duda amarga: ¿de quién era la fuerza?

—De Marcinkus.

El Papa Karol Wojtyla tenía que acatar a los mercaderes que empobrecían la Iglesia, ceder a sus artilugios —más oscuros y furiosos que las mafias de Chicago—, tenía que permitir disfrutar de sus cargos a los mismos que el Papa Luciani había decidido expulsar para siempre.

—¡Como se expulsa una venenosa lombriz por el ano!

—¡Después de una inexcusable purga!

Wojtyla les permitió disfrutar de su pecado: impidió cualquier cambio digno en la Iglesia, Wojtyla tenía sobre todo que dejar a la Iglesia como el mercado que era, el mercado que es, el mercado que será siempre.

—¡Así hacen los Papas para que no los envenenen!

—¡No lo hizo Albino Luciani!

Solo, solo, estaba solo en la tierra.