Las campanas, voces de Dios, tintinnabulum!
En el centro y en los bordes de la plaza de San Pedro, en la basílica rígida, en el corazón y los nervios y la sangre de los que transcurren lejos unos de otros con la esperanza de Dios (inmensos solos por los siglos de los siglos), repican graves y agudas, en Fa, en Si, en Re, en Fa y Si y Do, las seis campanas, y cada una echa Su Nombre a volar —siempre sonoras aunque se vean quietas— ¡plenum eterno!
—¡Si las campanas están quietas las golpean los badajos fantasmales empujados por la otra mano, la otra liturgia, la otra atmósfera, la otra fuerza, la otra sílaba!
—¡Nunca guardan silencio! ¡Restallan eternas en la Ciudad Eterna! Son seis famosas campanas vaciadas en oro y plata, sus voces comen distancias, nadie ve a los campaneros, las campanas sólo se oyen, el campanario es alto: quinientas murallas, dos ángeles como ciclópeos murciélagos y un fiero reloj lo custodian.
—Cien metros abajo suenan las húmedas campanas insepultas que llevan en sus pechos los fieles arremolinados, las campanillas de las gargantas de las muchachas que ríen como en el circo, y las que llevan al cuello como cencerros las sonrosadas novicias. Arriba, vibrando encima de sus vírgenes cabezas, transitan los toques de duelo, el Ave María, el Ángelus.
—Baten a dúo, o bate sólo una, una sola vez, dilatada, mortuoria. Doblan, se abren, se cierran, ¿el Papa Luciani ha muerto?
—No. Todavía no ha muerto.
—¡Todavía no es el Papa Juan Pablo I!
—Es sólo Albino Luciani, Patriarca de Venecia, y llega de visita forzosa a Roma, al Vaticano —¡para su desgracia!
—Triste y amargo saldrás de esta visita, oh Luciani empecinado, ¿por qué no hiciste caso de nuestras voces?
Allí, en lo alto de la basílica, a tres ventanas del Balcón de las Bendiciones, tieso en la piedra de la cornisa, oscuro, rojizo, en cuclillas, ave rapaz de uña mortífera, espesa pupila, plumas brillantes, humeantes, mojadas en roja saliva, oloroso a pútrido pez, se distingue al temible Marcinkus, arzobispo y banquero de Dios, famoso por este sobrenombre único en la tierra.
—Y aletea, imponente: sus exiguos ojos dueños del globo, urbi et orbi!
Debajo de él, sin verlo, sin poder verlo, dos guardias suizos, jóvenes imberbes, saturados de rigidez y diaria soledad, conversan a murmullos mientras cuidan de las puertas de bronce del Arco de las Campanas.
GUARDIA UNO: ¿Sí ves, Dionisio, esa como oscura figurita al lado de la estatua de San Pablo?
GUARDIA DOS: ¿Que avanza a nosotros?
GUARDIA UNO: Camina rápido. Camina a saltos. Es un pajarito. Qué simpático. Ya cruza por la estatua de San Pedro.
GUARDIA DOS: Es otro curita de aldea, y se dirige a nosotros. Tendremos que exigirle su permiso autenticado: me da pena verlos apenarse y confesar que no lo tienen.
GUARDIA UNO: ¡Cuídate de exigir permisos! Es el Patriarca de Venecia, y hoy habla con el Papa.
GUARDIA DOS: ¿Ese curita el Patriarca de Venecia? ¿A qué juega? ¡Ni una sola gota roja en su negrura lo delata! ¿Cómo adivinar que es un purpurado?
GUARDIA UNO: Es Albino Luciani, y ya se espera su visita. Ayer me enteré, ¿quieres oír?
DOS: No. Prefiero no oír.
UNO: Estuve en la embajada de… su nombre aquí es impronunciable, su nombre, aquí, ¡tan cerca de los restos de San Pedro!
DOS: ¡Entonces no lo pronuncies! ¡Cuidado! ¡Sólo somos sus Guardias Suizos! ¡Aquí reinan los masones, el Opus Dei, extraordinarias fuerzas que pugnan por el mandato absoluto! Si por triste casualidad eres partícipe de sus batallas, si escuchas algo, si ves más de la cuenta, tendrás las de perder: serás un chivo expiatorio. No habrá justicia que te salve. ¡Matarán a quien haga falta, y después te matarán, y dirán que tú fuiste el asesino que después se suicidó! ¡Con muchas mañas te comprobarán un tumor cerebral que provocaba alteraciones de conducta, y atestiguarán que eras además un consumidor de droga, sumido en un estado permanente de confusión, aquejado de una broncopulmonía aguda y en profunda situación de estrés! ¡Perderás tu vida y además tu dignidad!
UNO: ¿De qué hablas, por Dios?
DOS: De lo que tarde o temprano ocurrirá con uno de nosotros: también tengo dotes de vaticinador.
UNO: ¡Ocurrirá! ¿Y cuándo?
DOS: En poco más de veinte años.
UNO: ¡Estás loco!
DOS: Espera y verás.
UNO: No me asustes.
DOS: ¡Ten cuidado! ¡Recuerda lo que les puede pasar a nuestros sonrosados prepucios! ¡Nos castrarán, la mente y las bolas!
UNO: Ya. ¡Escúchame y no tiembles! Estuve con él toda la noche, en su lujuriosa morada, estuve con ellos, hasta el amanecer. ¡Magnífica noche! ¡Los suaves dedos del cardenal Sireno me acariciaron largo tiempo los testículos! ¡Pero ya tengo conmigo una promesa cardenalicia! Seré primer oficial en la delegación del Vaticano para África: ¡allá sí son calientes! ¡Podré olvidar el frío receptáculo cardenalicio! ¡Era un difunto, Dios! ¡Pálido como un bacalao muerto, y olía peor!, ¿por qué no usan su incienso?, ¡podrían hacerlo!, compadézcannos, ¡somos sus Guardias Suizos! ¡Pero la noche fue magnífica! ¡Rayaba el alba cuando trajeron a la hija del conserje! Bellísima muchacha, aunque parecía narcotizada, ¿o debo decir asustada? Sus ojos de novilla nos contemplaban afligidos, pero accedió a las caricias. ¡Como dulce plato de uvas la pasaron de rodilla en rodilla, su vagina hablaba! ¡Fue el plato fuerte! ¡Muy pronto sucumbió al embate del dueño de casa, mientras fastuosos mozalbetes como el postre enseñaban sus culos por doquiera! ¡Y no se quedaron solos! ¡Todos embestidos, clamaban al cielo, encantados! ¡Magnífica noche! ¡Digna de Lot y de sus hijas! Y, sin embargo, en la sala oculta, repleta de voces subterráneas, pude escuchar los hechos ocurridos, unos terribles sucesos, ¿o unos sucesos graciosos?, pobre Albino Luciani, ¡pobre padre!, ¿para qué insiste? ¡Aquí en el Vaticano le impondrán las Papales Sandalias en la nariz!
Los guardias inclinan sus rubias cabezas ante el brevísimo saludo del Patriarca, que sigue imperturbable su camino. Es pequeño y ágil, de un andar de montañés, y debe de ser recio, infatigable, pero dobla la cerviz como vencido por una timidez profunda, ¿o es miedo?, ¿es legítimo y puro miedo?
—¡Es! ¡Es!
Su figura se extravía en la oscura entrada al Vaticano como si acabara de ingresar en una sola inmensa catacumba repleta de otras catacumbas infinitas, un desierto infinito de huesos y de sangre por donde Albino Luciani camina a la búsqueda del Papa. El viento se ve en la rama seca de los árboles, los agudos cuervos se delatan en los hombros de los muertos, en sus cabezas sin ojos, y un mar de cuerpos viscosos se lamenta debajo de la suela de los zapatos de Luciani, que no puede evitar pisarlos y se duele de eso, les pide perdón por pisarlos. Humildemente.
—¡Sabe muy bien que pisa habitantes del infierno!
GUARDIA UNO: Es simple de contar, Dionisio, pero es feo, y huele mal: el obispo Paul Marcinkus, temible Banquero de Dios, nacido en Cicero, Illinois, contemporáneo de Al Capone, y eso es decir de corazón de hierro, ha vendido sin consultar al Espíritu Santo la Banca Cattolica, la pequeña institución financiera que albergaba los ahorros de obispitos y curitas del Véneto, donde Albino Luciani funge de Patriarca. ¡La vendió a Roberto Calvi, usurero universal, gélido y calculador esqueleto!
Se sabe, como denuncia el cronista lúcido, que en todo esto Marcinkus y la Santa Sede han demostrado una ausencia total de ética. Antes de que se diera la venta, cuando necesitaban reunir dinero los obispos —y los clérigos, prelados, celebrantes y presbíteros, priores, capellanes y diáconos, eremitas y frailes, cartujos y catecúmenos— recurrían al Banco del Vaticano, que les prestaba la suma requerida reteniendo como hipoteca las acciones que ellos tenían en la Banca Cattolica. Ahora estas acciones han sido transferidas con enormes beneficios a Roberto Calvi. Los burlados obispos han dicho a Luciani que si les hubieran dado oportunidad habrían podido reunir el dinero necesario para devolver los préstamos al Banco del Vaticano y de esa forma retomar posesión de sus acciones.
Albino Luciani los escuchó en silencio. Nada dijo.
—No sólo somos nosotros sino cientos de religiosos enfermos y octogenarios los sacrificados en pro de estafadores universales.
—¡Exigimos la intervención del Papa!
De nuevo el silencio del Patriarca.
No dio su opinión, así de grande era su cautela, ¿o su obediencia? Sólo prometió que viajaría a Roma. No compartió el desencanto. Sus ojos parecían mirar sin mirar a nadie. Los indignados obispos suspiraron. ¿Ante quién se encontraban? ¿Qué Patriarca era ese? Si bien un día pudo contra los dos curitas timadores, allá en su diócesis de Vittorio Véneto, hace años, ¿podría ahora contra Marcinkus?, o, lo que era idéntico, ¿podría ahora contra el Papa?
En lo alto de la basílica de San Pedro, bajo un cielo crepuscular, Marcinkus, ave húmeda y oscura, al distinguir que Albino Luciani acaba de ingresar en el Vaticano, sonríe avieso como un ángel pérfido, escupe llamas, aletea un instante, salpicando de cieno los ventanales, encoge las inmundas alas y atraviesa de un salto la ventana abierta. Ya adentro, mientras recobra la humana apariencia se posa en el rojo sillón que preside su gabinete. Lo rodean Roberto Calvi, Michele Sindona, ¡tenebrosos aliados! Y están además el cardenal John Cody, vicioso y estrafalario príncipe de la Iglesia, «gerente» de una de las diócesis más ricas del mundo, la de Chicago: se encontraba de visita: había ido a regalar a Pablo VI 80 monedas de oro puro, labradas con la efigie del águila americana, y el cardenal Villot, Secretario de Estado del Vaticano, el más fósil de los retrógrados eclesiásticos, y Umberto Ortolani, maquinador de suciedades, y Licio Gelli, otro esqueleto peor, nazista y mafioso violento, padrino de dictadores latinoamericanos, habitantes del mismo barco en los inmensos mares de los millones ensangrentados, todos cofrades, los mismos que un día se teñirían las manos con el envenenamiento del Papa Luciani.
Las caras amarillas se placían de la visita del Patriarca, dispuestas a una burla peor. Pues desde que estas caras poseen a Cristo, desde hace siglos, sólo una infinita desazón de Iglesia habita el corazón de los católicos.
—¡Más de 800 millones de cándidos!
—¡Las apuestas van mil contra uno!
—Eso sabemos las prostitutas viejas y las jóvenes: el Patriarca Albino Luciani nada podrá hacer.
—¡Huir, solamente huir! ¡Disfrázate de clérigo oscuro y huye, sin rumbo!
—¡Impiden su entrevista con el Papa!
—¡El mismo pontífice no quiere verlo a los ojos!
—¡No podría!
Sólo le ha sido dado entrevistarse con monseñor Benelli, Secretario de Estado auxiliar, hombre de confianza de Pablo VI, pero un hombre veraz, para fortuna de Luciani, pues lo pone al tanto de la situación. Es muy escueto en sus declaraciones, y asombra a Luciani: le avisa sin más remilgos que el Santo Padre se halla plenamente enterado de estos asuntos.
Luciani: ¿Qué significa todo esto?
Monseñor Benelli: Evasión de impuestos, Albino. Marcinkus vendió las acciones del Banco de Venecia a un precio deliberadamente bajo. Pero la cantidad que recibió Marcinkus es de unos 47 millones de dólares.
—¿Qué tiene que ver todo esto con la Iglesia de los Pobres? En nombre de Dios…
—No, Albino. En nombre del dividendo.
—¿Y el Santo Padre está enterado de todo?
Benelli dice que sí con la cabeza.
—¿Y entonces?
—Entonces debemos recordar quién puso a Paul Marcinkus al frente de nuestro banco.
—El Santo Padre.
—Precisamente.
—¿Qué podemos hacer? ¿Qué les voy a decir a mis párrocos y a mis obispos?
—Que sean pacientes. Que esperen. Llegará el momento en que Paul Marcinkus se sobrepasará.
—Pero ¿para qué quiere todo este dinero?
—Lo quiere para hacer más dinero.
—¿Con qué propósito?
—Con el propósito de hacer más dinero.
El Patriarca Albino Luciani vuelve a Venecia, no sin antes confundir el camino entre los tantos pasillos que laberintizan el Vaticano, secretas escaleras y puertas todavía más secretas que aparecen y desaparecen según el desánimo del extraviado. En lugar de abrir la puerta que conduce al Arco de las Campanas, abre nada menos que la puerta del gabinete de Marcinkus, banquero de Dios. Allí las caras amarillas parecían esperarlo, los ojos rojos de llamas vueltos a él.
Albino Luciani, que sigue remembrando su charla con monseñor Benelli, todavía estupefacto en el alma, entra sin arredrarse. Pero no lo dejan hablar.
—No diga nada —le sugiere Marcinkus—. Vuelva por donde ha venido.
Y, con agria burla:
—No se puede dirigir la Iglesia con preces a María.
Esta frase, entre las huestes del infierno, provocó una espléndida carcajada.