II

Te odian todavía dos sacerdotes, padre Luciani. Fueron los primeros en odiarte —sin que jamás te hayan amado, como suele ocurrir.

El primero de ellos sube reptando las escaleras del castillo de San Martino, sube sinuoso y húmedo, el largo cuello pálido estirado, el vientre hundido a ras del mármol, sube en busca de Luciani, sube desde el infierno: el fastidio lo sobrecoge, se enciende su ojo torcido, frunce la nariz enrojecida, pliega el labio leporino, sube desde hace siglos, sube en busca del todavía obispo Albino Luciani —que atiende los asuntos de su diócesis en la sobria oficina— los vidrios de las ventanas se recubren de un vaho de hielo como invisibles cuchillos que anuncian la llegada del visitante.

Es el año de 1962, y todavía faltan a Luciani 7 años para convertirse en Patriarca de Venecia, y 16 para ser Papa, y exactamente 16 años y 33 días para que sor Vincenza lo encuentre muerto —un amanecer de septiembre de 1978, a los 66 años de edad.

Hoy, a pesar del caluroso agosto de 1962, el frío que corta se desprende del cuerpo del sacerdote que avanza, torturado, desde lo profundo, en busca de perdón.

—Padre —se oye remota su voz.

Se ha derrumbado como sombra enroscada en una esquina. Desde allí se oye su voz como dividida en dos acentos, blanco y negro, la voz repta por las baldosas antiguas y sube por el pesado escritorio negro, hace un rodeo ante el crucifijo de madera, pasa por encima de la pluma estilográfica, se unta en su punta de tinta oscura por todo su cuerpo, y al fin suena, el mismo sacerdote se oye complacido, relamiéndose:

—He venido a confesar mi culpa, reverendísimo Luciani, dignísimo obispo del Véneto. Busco otra vez la Salvación que sólo tuve cuando niño.

Y, después de un silencio implorante, porque no hay respuesta:

—Un pecado más grande que el sol pesa en mis hombros.

Y, más tarde:

—¡Compadézcame!

Y, como el jugador de ajedrez que esgrime un definitivo movimiento sobre el tablero:

—Recuerde su eminencia cuando aceptó la posesión de esta diócesis: dijo en su homilía que el Señor toma a los pequeños del fango de la calle y los pone en alto: toma a la gente de los campos, de las redes del mar, del lago, y hace de ellos apóstoles. Usted dijo que ciertas cosas el Señor no quiere escribirlas ni en el bronce ni en el mármol sino en el polvo, de modo que si queda la escritura sin descompaginarse, sin dispersarse por el viento, todo es obra y mérito del Señor, y que en ese polvo, en usted, eminencia, Dios había escrito la dignidad episcopal. Yo soy polvo también, padre Luciani, corrupto y despreciable, y sin embargo arrepentido. Soy polvo que ruega auxilio del polvo elegido por Nuestro Señor.

Y, después, porque el silencio permanece vivo:

—Mi fuerza no puede con un peso del cual yo mismo soy parte. ¡Ah, es doloroso contar el dolor! Busco en la noche íntima la Llave de la Luz, y no me es posible orar, padre. Ya no puedo rezar.

Otro silencio enterrado.

—Pero es el Señor, en su Dulcísima Esperanza, quien esta mañana rozó mis párpados y me despertó, es el Señor quien me ha increpado: «Ve en busca del probo Luciani, cuéntaselo todo, y haz lo que él diga, cumple la penitencia que sólo él imponga. Sus palabras serán Mis Palabras, su voz será Mi Voz, sus órdenes serán las Mías, ve a él y obedece».

Otra vez el silencio. El frío congela la habitación, los vidrios de las ventanas son ya pequeños témpanos. Por fin se oye a Luciani:

—No creo que mi voz sea Su Voz, y mis palabras Sus Palabras.

Otro silencio.

Dice Luciani:

—De Dios sólo soy su humilde servidor, igual que usted, padre.

Y:

—Por eso mismo voy a escucharlo. Le ruego que se levante de ese rincón, ¿o acaso quiere que lo acompañe?

—¡Sí. Acompáñeme! —La voz festeja burlesca como un reto su inesperada proposición.

Pero Luciani va y se sienta a su lado en el negro piso, la espalda contra la fría pared. Los zapatos negros de Luciani, grises de tierra, resquebrajados, colindan con las dos pezuñas hendidas, la efigie de un sacerdote todo cubierto de pelos como espinas, los labios mojados en baba espesa, su aliento huele a agua pútrida, el rostro es granítico; en una de sus garras muestra una rana roja que palpita como la sangre y en la otra un cuervo blanco que aletea: la rana y el cuervo desaparecen y reaparecen convertidos en dos cirios negros, encendidos.

—Hemos pecado, padre —se oye la voz hendida, muy cerca de Luciani, a su oído—. Hemos robado. Hemos robado mi compañero y yo, otro sacerdote de mi parroquia.

»Y no voy a mencionar su nombre porque temo que su afligido corazón escuche y muera sólo de saber que acabo de confesar al recto Luciani nuestra culpa.

»Hemos robado, padre.

»Y… esto es lo más abyecto, lo sacrílego: hemos robado a los pobres.

»Hay en toda esta repugnante historia palabras que nosotros, sacerdotes de Dios, ni siquiera conocíamos: ¡así de pura es nuestra inocencia! Se nos señala como aliados de un vendedor comisionista que especula con propiedades inmobiliarias: ¡qué triste, qué vergonzoso traer a este recinto palabras semejantes! Tentados por el vendedor, un hombre que pensábamos correcto, temeroso de Dios, ¿o una oveja sin mayor información?, ¿o la serpiente?, ¿un inocente?, ¿cómo podríamos saberlo?, en todo caso tentados por sus mundanas palabras, pero únicamente, y esto es sagrado, buscando la riqueza terrenal en bien de la parroquia, sus despojados, los lisiados, los sordos y los ciegos y también los descarriados, nuestros castos oídos lo oyeron, le creyeron nuestros cándidos corazones, y, desde el principio hasta el fin, seguimos sus pasos, sus deshonestas ¿o ingenuas? indicaciones.

»El resultado, padre Luciani, y qué oprobio oír de mis propios labios, aquí, esa palabra, esas cifras, una estafa, padre, de dos mil millones de liras que pertenecían en su mayor parte a modestos ahorradores de la comarca, ¡nuestras indefensas ovejas expuestas al lobo de la ambición!

»Esa fue nuestra afrenta, el pecaminoso tropiezo que nos mancha. Sé que todavía no puede creerlo, padre. Ninguna sonrisa hay en su cara. Veo su mirada como la tormenta que se aproxima, presiento su justa condena. ¡Pero confórtenos, padre Luciani! ¡Sólo recuerde que somos polvo, y que nos equivocamos! ¡Reconocemos nuestro pecado, buscamos perdón, lo imploramos dormidos y despiertos: nuestro remordimiento es peor que morir dos mil millones de veces y resucitar dos mil millones de veces otra vez en el infierno! Mi compañero y yo cometimos ese pecado que es todavía más grave y mortal para hombres de Dios como nosotros, que habitamos el hábito, que un día nos dignificamos con Su Luz, y que, en justicia, no deberíamos obtener la Gracia de Su Perdón, a no ser que…

Y completó, con fascinada esperanza:

—Nos perdone usted, en Su Nombre.

El segundo sacerdote aguarda fuera del castillo. También él ha reptado desde lo profundo, pero no quiso enfrentar a Luciani. A su lado espera otro hombre, el especulador. ¡Y qué rostro perfecto, qué nobleza de patricio ostenta! Una angustia legítima empaña sus ojos. Impecablemente vestido, tiene la boca bañada en polvo de oro. Ambos, sacerdote y comisionista, yacen igual que mendigos sobre las gradas del castillo. Lloran al tiempo, refriegan sus rostros con manos desesperadas, se arrastran implorantes, y nadie los ve: los transeúntes sólo oyen en lo muy hondo de sus almas unas roncas y pasmosas risotadas que enrarecen el aire, haciéndolo irrespirable: buscan en derredor, no ven a nadie, pero en ese recoveco los filos del frío queman y huele a estiércol humano. Los dolidos transeúntes no se explican por qué el desasosiego, la fatiga secreta, el pánico a morir, no comprenden de dónde brota esa ola de remordimientos, quiénes la causan.

—¡Son los dos mendigos en las gradas, que lloran a risotadas!

Transcurren seis días y allí siguen, postrados.

Ahora los acompaña el primer sacerdote.

Sus voces redoblan, escandalizadas:

—Es un pobre de espíritu, un aterrado.

—¡Pero obra como ni el Papa: nos ha convertido en guiñapos!

—Ha transgredido la tácita orden que desde hace milenios fortalece a la Iglesia, su pacto imponderable, su más excelsa defensa, su unión eterna. Su unidad incuestionable: Indivisa manent!

—Por eso mismo este poquísimo obispo nos ultraja.

—Que la más horrible maldición caiga sobre él: ¡que lo arrojen de su paraíso!

—¡Ha congregado a los 400 curas de su diócesis!

—Todos aguardábamos las prácticas habituales, la inmunidad eclesiástica. Así la Iglesia no devolvería ni un centavo.

—Reunió a sus 400 pastores, ¿o sería mejor llamarlos ovejas?, y les pidió con gesto de amo que no balaran, que guardaran el más respetuoso silencio.

—¡Las blancas ovejas así procedieron. Un silencio inmerecido, todavía más hondo que el de la Sagrada Eucaristía, acogió las palabras del necio Luciani!

—¡Engendro mil veces detestable!

—Les ha dicho, ah envanecido Luciani, todavía más envanecido detrás de su humildad aparente, les ha dicho, yo lo he oído:

«Quiero que este escándalo nos sirva a todos de lección, y que esta lección consista en que entendamos que la Iglesia tiene que ser una Iglesia pobre. Tengo la intención de poner a la venta el tesoro eclesiástico y de rematar una de nuestras fincas urbanas. El dinero que se obtenga lo emplearemos en devolver hasta la última lira de la deuda que tienen estos dos sacerdotes. Os pido vuestro apoyo».

—Todos lo apoyaron. Nadie iba a negarse, ¿cómo?

—¡Ah inepto! ¿De dónde se le pudo ocurrir? ¿Qué Espíritu Santo pudo hablarle?

—Inicuo Luciani, impío: no tuvo ninguna compasión con los de su grey: su misma fe y su misma Iglesia. ¿Humilde? ¡Ay, sólo soberbia, y de la pura!

—Yo sí soy un hombre humilde. No soy sacerdote, pero soy sobre todo un hombre humilde. —Eso ha dicho el vendedor comisionista, y deja de sollozar, busca alientos—. Mis intenciones eran ganancia para todos, para ustedes, en representación de la Iglesia, para los ahorradores, y, por supuesto, para mí; de algo debo vivir: ¡no tengo una Iglesia que me amamante desde hace siglos! Sólo había que esperar con paciencia los beneficios. Eran divisas redondas, pero no voy a explicar aquí mis matemáticas porque no las entenderían, ¿cómo no presentí que ustedes se desmoronarían? Ahora la desgracia empuja su guillotina sobre mi cabeza: mi familia es creyente, es católica, apostólica y romana, y si da crédito al monstruoso Luciani me repudiará. No podré soportar entonces la mirada de mis hijos, ¿cómo soportarla? Mis dos pequeños me creen el mejor del mundo, mi presencia los hace felices: tan pronto llego a casa arrojan sus cuerpecitos contra mi pecho y calientan mi corazón con sus corazones; mi mujer, después, en la soledad de la cama, la hace todavía más dulce soledad; mis criados, mis secretarios y administradores se admiran del amor de mi familia orgullecida, y agradecen el pan que yo les doy; ¡les entrego más que cualquier obispito envanecido! En esta empresa trunca yo soy el sacrificado, y esto me sucede por meterme con hombres que se visten como mujeres, vergonzosos irresolutos que no pueden con el pecado que ellos mismos concibieron, ¡monjes cobardes que al menor percance corren a delatarse empujados por el miedo!

—¡Excúsenos!

—Pensábamos que el obispo Luciani nos redimiría.

—Siempre ha ocurrido así.

—Nos enviaría a otra parroquia, acaso en las Bahamas, y a usted, laico implicado, oveja descarriada, padre de familia arrepentido, nadie lo tocaría.

—¡Lo respetarían! También la sombra benefactora de la Iglesia lo asilaría.

—Así ha sido siempre, desde Pedro, in saecula saeculorum!

—Pero por lo visto el engendro ha decidido desafiar a la Iglesia y su intención universal, que nos cobija a todos: Ora et labora.

—¿Tendrá, tarde o temprano, su castigo?

—No lo sabemos.

Esta mañana se inicia el proceso a los tres timadores. Los transeúntes asistimos con nuestras mejores galas. Esposas y amantes nos acompañan. Servidores y servidos, felices y tristes, la muerte nos ha conmovido como sólo ella conmueve: pues poco antes del juicio uno de los implicados se suicida: no es ninguno de los sacerdotes: es el comisionista arrepentido.

—¡El infeliz padre de dos niños!

Sólo un sacerdote resultó condenado: la mínima pena, un año de cárcel. La deuda material ha sido saldada en su totalidad por Albino Luciani.

Y el sacerdote en libertad deambula ahora por las calles, reo de sí mismo —no del arrepentimiento sino de la amargura.

—¡Se ha soñado matando a Luciani!

Es un monje prudente, y, al despertar, pide perdón al Altísimo por el pecado cometido en sueños. Pero un íntimo rencor lo complace del pecado soñado, y el ominoso rencor lo empuja otra vez a los abismos.

Allí cuenta su desventura a los demonios ultrajados.