I

—Adónde vas, Albino Luciani, te hablan las piedras. Adónde vas, padre Luciani, ¿no nos escuchas? No te hablan las piedras, te hablan las prostitutas de Venecia, tus desconocidas.

—¿Desconocidas? Una vez tus ojos voltearon a mirarme, en esa esquina de Feltre, mi aldea: desaparecías de la mano de tu madre —camino del Seminario, a tus once años—. Yo también te miré, empinada detrás de mi ventana, desnuda: tres años mayor que tú —y ya metida en estos dulces pero amargos menesteres—, tú un niño, padre Luciani, y qué sonrisa, la sonrisa milagrosa que jamás te abandonaría. Ibas al Seminario, ese negro y húmedo edificio —proverbial nido de clientela: pensé que tarde o temprano te desnudarías conmigo, en Feltre o en la luna, como todos hicieron aquí en Venecia desde mucho antes de mi vejez inconclusa, pero jamás, padre Luciani, te desnudaste conmigo ni con ninguna.

—Eras el único y último sacerdote en cuerpo y alma que quedaba sobre la tierra.

—Y ahora estás con nosotras, Albino Luciani: tus cincuenta y siete años a las puertas de la ciudad de agua, oh gran nuevo Patriarca de Venecia, Patriarca esplendente, recién investido este 15 de diciembre de 1969, ungido de Espíritu Santo, a nueve años de convertirte en Papa, y sin saberlo, padre Luciani, sin todavía saberlo —¡para no aterrarse!

El Patriarca de Venecia no permite que lo carguen como a santo de madera y lo trasladen delicados en volandas y lo icen a la negra góndola: él mismo camina sobre sus mismos pies: soy dueño de mis pies y mi cabeza, si Él lo permite, y se recuesta en el sillón acojinado, y contempla las aguas de un azul oscuro, el líquido callejón que lo llevará flotando al Palacio del Patriarcado, al lado de la basílica de San Marcos.

Once años antes, recién nombrado obispo de la diócesis de Vittorio Véneto, no quiso habitar el lujoso apartamento que le ofrecieron sino que prefirió el vetusto castillo de San Martino —rezo y lamento de siglos, memoria de brujas mártires y de herejes que no lo eran.

Ahora, ya Patriarca de Venecia, tendrá que plegarse al Palacio del Patriarcado, pero rechazó el desfile de góndolas engalanadas que le tenían preparado a su llegada, no toleró las bandas de música ni las jóvenes danzantes ni las rosas flotando a su paso por la ciudad de agua. Así lo vieron los que todavía creen, los de la fe: a lomos de la negra góndola, vestía la negra sotana como el humilde cura de la más humilde parroquia, sin distintivo.

Así, sin ninguna pompa, hizo su arribo.

—Pero antes de subir a la góndola oscura, padre, has volteado a mirarme otra vez como hace años, como si me reconocieras, y veo tu sonrisa igual, como de niño.

—Tu sonrisa nos acaricia a todas, de pie contra los muros de la casi primavera, contemplándote divertidas este día de febrero. Ya es famosa tu humildad, padre Luciani, visitador de enfermas, de prisioneras, un hombre íntegro, échanos tu bendición, nosotras también te la echaremos, somos tus Magdalenas, sabemos que te inquietas por nuestra vida, por nuestra buena y digna hambre, pero nunca jamás por nuestros ombligos y nuestras rodillas.

—Los demás sacerdotes tampoco se inquietan por nuestras rodillas, padre.

—Ya ninguno nos visita, como antaño.

—En realidad los religiosos visitantes fueron siempre minorías.

—A sus grandes mayorías desde hace milenios les dio por enquistarse en una cofradía, padre. Una cofradía del gusto.

—Sabemos de su gusto pérfido, que los distingue del mundo pero que a ellos los unifica como un estigma, el santo y seña. Se entienden desde hace milenios, no necesitan hablarse para reconocerse y defenderse y disfrutar su gusto hasta la muerte.

—El estigma de su gusto es como el fuego ondeante, avisa con su calor desde las pupilas.

—Es su taimado infierno.

—Por eso cuidamos de nuestros niños, padre. También las prostitutas tenemos hijos.

—Ni siquiera de nuestras niñas cuidamos tanto como de nuestros niños, que suelen ser para estos curas manjares de los más apetecidos.

—¡Ay curas universales!

—Pues tampoco pagan por los frutos recién nacidos que se chupan como vampiros —¡si por lo menos pagaran, padre! Ni con monedas ni con sus vidas.

—¿Por qué siendo nosotras tan tórridas, tan lúbricas, no recurren a nuestras caricias?

—¡Ay estos curas universales y su enfermedad de siglos! Tienen que estar enfermos, padre, y lo decimos con miedo y vergüenza, no se puede tapar el sol con un dedo, ¿o sí se puede?

—Nos será fácil guiarte a la basílica de San Marcos, si tú dejas, padre; podemos entrar contigo a la basílica cuando queramos, ya estamos dentro, somos las vírgenes y santas, las angelicales hembras de rubios cabellos, albos senos, sexos como pequeños bosques de mirra, somos las celestiales sibilas, las hechiceras aladas que alumbran en los antiguos lienzos, sus rosáceos rostros glorificados, pero nuestros cuerpos son más bellos —porque estamos vivas, padre, repletas de sangre por dentro, de sangre caliente, de leche, nuestras bocas son más rojas y preciosas porque llevan aliento, padre Luciani, podemos hablar contigo sin la muerte de por medio.

—¡No ores a solas, escúchanos!

—¡Vendrá a visitarte a Venecia el Papa Pablo VI!

—¡Te abrazará en público, te investirá con su estola, te señalará!

—¡Será en la plaza de San Marcos: veinte mil fieles!

—El rubor aparecerá en tu rostro, pobre padre Luciani, no sabes, no imaginas, no sueñas qué vendrá.

—Si quisieras escucharnos podrías eludir el destino: algunos hombres lo hicieron, tú no.

—¡Ah Patriarca de Venecia!

—Irás como peregrino a Portugal, a la clausura de Coimbra. Allí sor Lucía Dos Santos, la vidente de Fátima, tendrá una audiencia contigo.

—Nadie sabrá de qué hablarás con ella, pero sí se sabrá que sor Lucía te saludará como Santo Padre.

—La casi santa te advertirá de lo mismo, serás el primer Papa nacido en el siglo XX.

—Serás el primer Papa con dos nombres.

—Pero no el primer Papa envenenado, padre Luciani, no el primero.

—¡Morirás envenenado a los treinta y tres días de tu pontificado!

—Te lo advertirá sor Lucía a sus ochenta años, allá en su místico encierro, la vidente Lucía, vidente como nosotras, pero ah, hoy nosotras estamos más cerca de ti, somos de sangre, escúchanos, padre, te prevenimos con nuestra viva voz, ¡escúchanos!

Albino Luciani, Patriarca de Venecia, reza solo en la basílica.

Una pregunta lo aleja de su oración —pero lo acerca a otra igual de respetuosa, una oración de invocación— ¿en dónde habita el cuerpo de San Marcos? Es un recién llegado, su primer recogimiento a solas como Patriarca en la basílica, ¿en dónde el cuerpo de San Marcos?, antes, cuando visitó Venecia, nunca se lo preguntó. Oro y mármol alrededor, nichos profundos, mosaicos, las caras angustiadas de los doce apóstoles, allá la Virgen María, allá San Juan, ¿en dónde habita el cuerpo de San Marcos? Columnas infinitas, más oro, el mármol esplendece como hielo, más frío, ¿en dónde palpita tu corazón, San Marcos?, ¿en el atrio?, allí, detrás de las pilastras sirias, tres losas de mármol rojo indican el lugar en que Federico Barbarroja se reconcilió con el Papa Alejandro III; encima de tu cabeza mosaicos de oro y vidrio, en cada cúpula; la pala de oro llamea detrás del altar mayor, fulgen los esmaltes de su retablo; en la vasta penumbra distingues la sombra desbocada de los cuatro caballos de cobre dorado, los cuatro caballos que hicieron las industriosas manos de Lisipo cuatrocientos años antes de Cristo, los fulgurantes caballos piafando en la galería de la basílica, brotando verdosos de entre la niebla, traídos desde Constantinopla, un botín de guerra en la Cuarta Cruzada, un botín que repitió Napoleón muchos años después, un despojo recuperado gracias a Dios, avanza sobre él la sombra de cobre de los caballos, ¿en dónde habita el cuerpo de San Marcos?, la sombra equina tiembla y se agiganta en la luz enorme de los cirios, el oro crece alrededor, oscuro, espeso, fundiéndose en el frío, es la noche, todo en la basílica se recoge, en dónde estás, San Marcos, dónde estás.

Para orar Albino Luciani eligió cualquier lugar. Ya arrodillado pensó demasiado tarde que debió elegir el rincón venerado cerca del altar, ante el bloque de granito que se trajo desde Tiro hace más de muchos años —porque desde su cima habló Jesús a la muchedumbre— allí lo ve, vetusto y solo, árido bloque, más oro alrededor, cuánto mármol, cuánto frío, el Patriarca refriega sus manos ateridas, piensa en la pobreza, el hambre: él viene del hambre, de la pobreza, las bellas desnudas lo rodean, conmiserándolo, somos las prostitutas de Venecia, somos las piedras, las piedras viejas y las piedras jóvenes, algunas casi enamoradas de ti, pero él no las ve, sólo ve las vírgenes sonrosadas de ojos líquidos que lo miran: ¡No atiendas al diablo, Patriarca Luciani, sigue rezando!