Lejos de aliviarme, el ver al descubierto el juego de Isabelita me provocó tal ataque de vergüenza que todavía hoy soy incapaz de mirar a la condesa a los ojos sin sentirme perturbado.
Salí como pude de aquella cripta dejando a todos con la suerte de mi progenie en la boca. No sé cómo llegué entero a la calle después de trompicar en tantos escalones, ni cómo se las arregló Cherinos para convencerme de que entrara de nuevo en el coche. Creí que pasaban horas hasta que doña Micaela volvió a sentarse frente a mí. El calor era infernal y las moscas parecían empeñadas en rondarme los ojos y las comisuras de los labios.
El coche arrancó calle Atocha abajo hacia el monasterio y luego se adentró por el paseo del Prado. No cruzamos palabra durante todo el trayecto. La condesa me vigilaba. No me importaba que lo hiciera, pero yo prefería rehuir su mirada. Me mantuve con la vista fija en el camino y la cortinilla echada sobre el rostro como un velo de novia. Cuando el silencio se hizo demasiado pesado saqué mi ejemplar de Garcilaso para hacer como que leía. Curioso destino el de ese libro, cada vez se parecía más a un salvavidas. Recordé a la pequeña que había entregado en el Loreto, a sus padres, y me pregunté por dónde andarían ahora sus hermanos y si su ceguera sería tan absoluta como la mía.
Nos detuvimos entre los árboles. El cochero echó el freno y saltó del pescante. Vi alejarse a Cherinos y a Escalante dejándonos solos a la condesa y a mí. Noté que me empezaba a sudar el labio. Durante un buen rato empecé una y otra vez el mismo soneto. No recuerdo cuál era.
—Don Isidoro —dijo doña Micaela rompiendo el silencio—, disculpe si he metido baza en sus asuntos, pero pensé que le ayudaría.
—¿Y cómo sabe que no ha mentido? —exclamé yo, molesto.
—¿Para qué iba a mentir?
—Para que usted oyera lo que quería. Es para lo que ha pagado, ¿no?
—Si es eso lo que quiere pensar…
La voz de doña Micaela sonó entre resignada y molesta. Se recolocó la falda, alisó unas arrugas, estiró unos encajes. Entonces fue ella la que se puso a mirar el paisaje.
—Pero ¿por qué iba Isabel a mentirme de esa manera? —se me escapó a mí de pronto.
—Los hombres son predecibles, ése es su problema. Limitados y predecibles, demasiado constreñidos por las normas.
—Mire quién fue a hablar —repliqué olvidándome por un momento de todo protocolo—. Casada con un viejo rico por un acuerdo entre familias.
Aquello era un golpe bajo. En el acto me arrepentí de haberlo dado, pero a ella no pareció molestarle lo más mínimo.
—Viuda.
Se mordió el labio inferior. La tarde estaba de descubrimientos y confidencias. La condesa golpeó el cristal de su ventanilla e hizo un gesto a sus lacayos que ocuparon sus puestos a toda prisa.
—¡Al palacio de Oñate! —gritó imponiéndose a los crujidos del carruaje.
Yo aún tardé en reaccionar.
—Lo siento, no sabía…
—No tenía que saberlo. Nadie lo sabe —dijo aparentemente irritada consigo misma. Creo que no tenía previsto hacerme esa confesión—. Sólo mi administrador, y a él le sale a cuenta callar. Y ahora tú.
No me pasó desapercibido el tuteo. Estábamos solos, en una asfixiante intimidad, y el que me tuteara me ayudó a calmar un poco la ansiedad.
Nada más atravesar la Puerta del Sol el cochero buscó amparo bajo una sombra desde la que se veía bien la puerta del palacio de Villamediana.
—Hace años que mi marido murió de unas cuartanas en el Yucatán —aclaró la condesa—. Lo enterraron allí mismo. Su administrador tuvo a bien informarme sólo a mí del suceso. Fue largamente recompensado. Oficialmente sigue de viaje, de un lado para otro. Para una mujer es el estado perfecto, mejor que viuda. Elijo a mis galanes y me ahorro a los pretendientes y el acoso de la familia.
Visto así, todo eran ventajas.
—Señora, es usted una cajita de sorpresas.
La condesa estrechó mi mano entre las suyas. Yo me puse muy nervioso, la cosa no era para menos. Obedeciendo a un impulso me senté a su lado y la rodeé con el brazo libre. Hacía rato que había pasado la hora de comer, pero yo sólo tenía hambre de su boca. Pellizqué sus mejillas con mis labios y ella me correspondió acariciando con los suyos mis heridas. Ambos nos buscábamos con una lentitud enloquecedora. Empezamos a sudar copiosamente. Uno de mis besos resbaló de su cuello al extremo del canalillo. Mi nariz se hundió en una ranura húmeda junto a la que latía un corazón desbocado. Dejó de preocuparme que se notara mi excitación, es más, la misma condesa empezó a buscar sus efectos entre los pliegues de mis valones. La verdad, no sé qué hubiera pasado si Escalante no llega a ver salir del palacio al marquesito de Peñafiel.
El joven echó a andar con decisión hacia la Carrera de San Jerónimo acompañado por sus dos escuderos. Si la velada había transcurrido como estaba previsto, Peñafiel se habría dejado sobre el tapete una suma importante y ahora correría en busca del secretario de su padre para que cubriera las pérdidas. Era una reacción razonable. Al fin y al cabo su padre estaba repartiendo dinero a todo el mundo, ¿por qué no iba a haber algo para él? La condesa y yo dudamos un momento, sofocados y eufóricos.
—Vamos, que no se escape. Corre tras él —dijo ella poniéndome el sombrero sobre la cintura—. Y llévate a Cherinos, puede hacerte falta.
—Prefiero ir solo —contesté saltando de la carroza muy a mi pesar—. Si llega el caso, ni siquiera Cherinos podría ayudarme, y así tengo más posibilidades de pasar desapercibido.
—De acuerdo. Tú sabrás. Ven a verme mañana a mi casa. Tengo curiosidad por ver en qué acaba todo esto.
—Espéreme a primera hora —dije tratándola de nuevo de usted delante de sus lacayos.
Vi entrar al marquesito en el teatro de la Cruz, donde en aquel momento se representaba La verdad sospechosa, de Ruiz de Alarcón, puesta en escena por la inigualable compañía de Juan Granados.
—Poemas de amor, caballero. Cómpreme un poema de amor —me susurró una mujer mayor junto a la puerta.
Tenía aspecto de espantapájaros, con un traje que le quedaba corto, un gorro de lana calado hasta las cejas del que escapaban aquí y allá lacias greñas de color pajizo y unos chapines demasiado altos. Llevaba la cara blanca de pasta de solimán y rojos los pómulos y el piquito central de los labios. Supongo que pretendía mantenerse atractiva, pero conseguía meter miedo. Le di un cuarto para quitármela de encima y ella me entregó un papel garabateado que guardé en la manga sin leer.
Pagué entrada de mosquetero y me acodé en el mostrador de la alojería que había al fondo del patio, junto a la puerta. Pedí un vaso de aguardiente y pregunté al jefe si acababa de ver entrar a alguien. El hombre negó con la cabeza. Recostadas contra uno de los pilares que servía de apoyo al tinglado había dos putas en almoneda que hicieron amago de incorporarse. Les hice seña de que no era buen momento, y se dejaron caer otra vez aprovechando para cambiar el peso de pierna. El patio parecía revuelto. Los actores gritaban más que declamaban para imponerse al murmullo que se había apoderado de la sala. De pronto, sonó un pedo descomunal seguido de una carcajada estruendosa. Los cómicos interrumpieron su discurso mientras el alcalde de Casa y Corte pedía silencio y amenazaba con desalojar. Aquello era un desastre. En un extremo de la sala distinguí a Ximenet y a Luis Vélez. Hablaban entre sí y parecían disfrutar de la velada. Avancé pegado a la tribuna y me aproximé a ellos lo más que pude.
—¡Eh! ¡Ximenet! —grité en medio de la confusión.
Éste volvió la cabeza, me vio y me hizo señas de que me acercara. Una viga a la altura del pecho separaba a los que habían pagado entrada de banco de los demás, y un vigilante se encargaba de que no hubiera trasvases de un lugar a otro. Por suerte coincidió que el hombre era amigo de Luis Vélez y que yo tenía cinco maravedíes sueltos en la bolsa. Crucé la barrera y me senté a su lado como buenamente pude. Total, con el follón que había armado a nadie le importó.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
—El patio está sembrado —dijo Luis Vélez—. No se sabe dónde están los mejores cómicos, si en el tablado o abajo.
—Alguien se ha gastado mucho dinero. Han venido todos los reventadores del barrio —aclaró Ximenet.
—Uno a quien no le gusta Ruiz de Alarcón, claro. O que quiere hacerle sufrir.
—Le han llamado de todo. Cheposo, dromedario, camello, don Talegas, yo qué sé. Antes se ha asomado a la cortina y estaba rojo de ira.
—No me extraña.
—¿Y tú qué haces aquí? —preguntó Ximenet.
—Soy un admirador de la primera actriz —respondí señalando a la joven que estaba en escena—. También busco al marqués de Peñafiel. Acaba de entrar. ¿Lo habéis visto?
Un aullido procedente de la cazuela de las mujeres interrumpió a Ximenet con el no en la boca.
—¡Una rata!, ¡una rata! —gritaban.
Los mosqueteros recibieron los gritos con regocijo. Parecía que los estaban esperando. Las mujeres se agolparon en los extremos de la cazuela con las faldas remangadas para regodeo de los de abajo. Por el claro que iban abriendo se intuían los devaneos del roedor.
—¡Por favor, caballeros! —rogaba Granados desde el borde de la escena intentando restablecer la calma—, aquí estamos intentando trabajar.
Mi mirada se cruzó con la de su joven esposa, de cuyo nombre no me acuerdo, que aguantaba el follón en jarras sobre el escenario intentando aparentar ser una duquesa enfundada en un traje cuajado de lamparones y joyas de cristal de culo de vaso. La mujer me guiñó un ojo y me hizo señas de que me acercara. El lío seguía a mis espaldas. Ella dio un par de pasos hasta el borde del escenario y se inclinó para hablar conmigo. Traía un olor agrio y dulzón, espeso, y el aliento perfumado de aguardiente.
—Qué, don Isidoro; ya veo que se ha animado por fin.
—Te dije que no pensaba perderme el estreno.
Su marido nos miró de reojo y siguió intentando calmar al público. Pienso que fue esa mirada de desconfianza la que me hizo recordar la afición que los grandes tienen a las cómicas y me llevó a sospechar que tal vez ella supiera si había alguien importante viendo la representación.
—¿Algún conocido esta noche? —pregunté con picardía.
El revuelo a nuestra espalda creció de pronto. Dos bravos habían saltado a la cazuela espada en mano para emprenderla a mandobles con la rata.
—Yo no me dedico a esas cosas, don Isidoro —respondió la muchacha con caída de ojos incluida.
—Claro que no, mujer, eso ya lo sé. Me refiero a algún viejo amigo…
Ella sonrió con malicia. Un grito de triunfo nos hizo mirar hacia arriba. Uno de los valientes había conseguido ensartar al roedor y con expresión de triunfo lo arrojó al patio. Empezaron entonces los mosqueteros a jugar con el cadáver lanzándolo de aquí para allá.
—Alguien me ha invitado a tomar un vaso después de la representación.
—¿No tiene nombre?
—No es mi esposo —reconoció.
La muchacha lanzó una mirada hacia las ventanas de los aposentos laterales, me guiñó un ojo y volvió a su puesto en la escena. Yo me senté de nuevo junto a Ximenet. El ambiente pareció relajarse un poco. Las mujeres empezaron a ocupar de nuevo sus asientos.
—Bueno, ¿qué me decís? —pregunté a mis amigos—. ¿Habéis visto a Peñafiel, o no?
Ambos negaron con la cabeza atentos a que la rata no les cayera encima.
Recorrí despacio con la vista las gradas laterales, y luego las ventanas abiertas en la medianera. Pertenecían a aposentos de la posada vecina al corral que se alquilaban por horas a quienes preferían ver las representaciones con cierta intimidad, apartados de la plebe. Todas estaban abiertas salvo una, que mantenía entornados los postigos de celosía. Dentro había luz. Tomé nota mental de su posición, salí del teatro y me metí en la posada. No quería preguntar para no despertar sospechas. No hizo falta. Junto a una puerta estaban apostados los dos hombres que habían salido con Peñafiel de casa de Villamediana, así que me instalé en una mesa, pedí un azumbre de vino y me dispuse a esperar a que el muchacho se largara antes de hacer mi jugada.
En la última hora mi vida había dado un giro asombroso, y me daba miedo pensar hasta dónde podían llegar a complicarse las cosas. No me llamaba a engaño sobre lo que podía esperar de un amorío con una mujer como la condesa. Si no acababa con la cabeza a un metro del tronco podía darme por satisfecho. Pero aun así, por Dios que merecía la pena. Por lo pronto me había librado de un matrimonio nefasto, porque ¿cómo habría sido mi vida con Isabel? ¿De sablista cornudo? Me estremecí. De todos modos, tampoco estaba claro cómo debía comportarme en adelante con doña Micaela. ¿Sería éste otro de sus juegos? Tenía claro que pensamientos de ese estilo no iban a llevarme a ninguna parte, así que intenté concentrarme en el motivo de mi visita a aquel mesón. Si en esa habitación estaba Quevedo intentando pasar desapercibido por orden del duque de Osuna, debía encontrar una buena razón para molestarlo. En fin, no sabía qué hacía allí, dispuesto a hacer una pregunta desafortunada en el momento menos oportuno a la persona equivocada, pero ya no había marcha atrás.
No tuve que esperar demasiado. Apenas quince minutos más tarde salió Peñafiel con cara de pocos amigos. Me aseguré de que todo se quedaba tranquilo y luego llamé a la puerta con resolución.
—¿Y ahora qué? —oí gritar dentro, y antes de que tuviera tiempo de contestar se abrió la puerta de golpe y me encontré cara a cara con don Francisco de Quevedo—. ¿Usted quién es? —me espetó sorprendido.
—Isidoro Montemayor —me presenté, pegando la barbilla al pecho—. Me envía don Lope de Vega.
No sé por qué dije eso. Así de pronto me entró el pánico y fue lo primero que se me ocurrió. Y resultó bien. En principio me miró con extrañeza, supongo que esperaba oír que venía de parte de Andrés Velázquez o de alguno de los que repartían sus sobornos, pero el que me enviara Lope de Vega daba una dimensión distinta a mi visita. Lo que ignoraba era si para bien. Por de pronto dio un paso atrás y me invitó a entrar con un gesto. Estaba solo.
El cuarto era el clásico de un mesón de calidad, no como el de la calle del Negro donde estiraba sus ahorros don Luis de Góngora. Contaba con una cama con dosel, una mesa, un par de sillas y un candelabro de cinco picos. Sobre la mesa había un bufete abierto, un montón de hojas de papel y varias plumas blancas. A su lado, una bandeja con una jarra de vino y un par de vasos. A la izquierda de la puerta humeaba un pebetero que desprendía un tenue aroma de romero.
Entré y me quedé junto a la puerta. Él se llegó renqueante a la ventana y se colocó las antiparras para echar un vistazo al patio. Parecía que había vuelto la calma.
Antes de que me hablara de nuevo tuve tiempo de observarlo con detenimiento. Don Francisco anda por los treinta y tantos y tiene aspecto débil y apocado, a pesar de contar con una melena negra y crespa que le cae hasta los hombros y de brotarle de las cejas y el bigote pelos rojos y duros como cerdas. Supongo que en la primera impresión manda mucho el que sea tan miope, que vaya cargado de espaldas y que ande metiendo los pies. Cojo, cojo, no sé si es, apenas lo vi moverse, pero por si sí o por si no, yo haría caso de los que recomiendan evitar ponerse al alcance de su espada.
De cualquier modo, creo que fue precisamente su forma de andar lo que me hizo recordar la frasecita de la cabeza parlante, ese cancros o cangrejo que parecía tener tantos significados. ¿Y si cancros se refería a Quevedo? Quevedo hiel del mundo. ¿Por qué no? Había quien decía cosas peores de él.
—¿Cómo ha dado conmigo? —preguntó don Francisco dirigiéndome una mirada penetrante con sus ojos rasgados y turbios.
Le enseñé la moneda de dos caras. Él la cogió, la sopesó y me la tendió de nuevo.
—¿Cómo ha llegado a sus manos?
—La gané en el juego.
—¿No puede ser más explícito? He repartido muchas últimamente.
—Eso he oído. Pero ya ve, en la Corte es tan difícil retener una moneda de oro como guardar un secreto.
—Tal vez. Ya sabe lo que dicen —dijo señalando mi bolsa—: el dinero es como las mujeres, amigo de andar y de que lo manoseen y enemigo de que lo guarden.
—Pero al final deja a todos con dolor de alma.
Quevedo sonrió. Su rostro se dulcificó por un instante.
—¿Y bien? ¿Qué desea de mí? No habrá venido sólo a enseñarme esa moneda.
—Verá, intento localizar a don Alonso Fernández de Avellaneda.
Me miró con cara de extrañeza.
—El autor de la Segunda parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha —aclaré.
—Algo he oído hablar de eso. ¿Para qué lo busca?
—Mi jefe quiere hablar con él. Está muy disgustado con el uso que ha hecho del Quijote. Comprendo que le parezca raro, pero me han dicho que tal vez usted supiera…
—¿Lope le ha dicho eso?
—No exactamente… —dije sintiéndome pillado.
—Entonces, ¿quién?
—Cervantes… —aventuré.
—Tengo la vaga sensación de que pretende tomarme el pelo. ¿A Cervantes le molesta que alguien haya hecho uso de su obra? Es ridículo. Sé de uno que se ha apoderado de un texto mío y lejos de enfadarme me he sentido halagado.
—¿Quién?
—¿No ha leído el Guzmán de Alfarache?
—Sí.
—¿De dónde cree que sacó Mateo Alemán las Premáticas y aranceles generales?
—Supuse que serían suyos.
—Pues no señor. Son míos. Y no me importa que los haya usado, aunque no es ése mi estilo, yo nunca me apropiaría de nada de otro.
—Eso tiene gracia. Precisamente ayer oí comentar a una señora una anécdota muy graciosa. Resulta que un cura de San Felipe puso una cruz en un rincón donde la gente suele orinar con un cartel que rezaba: NO SE ORINA DONDE ESTÁ LA CRUZ, y dicen que usted cambió el cartel por otro que decía: NO SE PONEN CRUCES DONDE SE ORINA.
—Ja, ja. Vaya… así que eso dicen… —Se quedó pensativo con una sonrisa clavada en el rostro y la mirada perdida.
—Sí, lo oí en una sala de conversación. Y es curioso que…
—A veces se me ocurren esas cosas —me interrumpió—. Pero no entiendo adonde quiere ir a parar.
Me quedé atónito. Le había gustado la anécdota y se la había apropiado como si tal cosa, como un personaje de comedia que eligiera para sí las frases más sonoras.
Del patio se alzó de pronto un rugido que salvó mi desconcierto, las tripas de un dragón quejándose de hambre. Quevedo se asomó a la ventana. Yo le seguí atraído por el escándalo. Se oían voces, insultos, risas. Un penetrante olor a podrido se extendió por la habitación. Alguien había vertido un aceite pestífero en las lamparillas de la escena y el teatro entero olía a cloaca. Quevedo prorrumpió en una carcajada abierta. Me acerqué un poco más. En el escenario, un jorobado vestido de negro (que supuse que sería el autor) insultaba impotente a los reventadores que se agolpaban a las puertas sujetándose las tripas de risa. Quevedo cerró la ventana, pero del mal olor ya no había quien se librara.
—Venga, déjese de rodeos —dijo con cara seria—. Sé bien quién es usted, Isidoro Montemayor. ¿Con quién cree que está hablando? Hace días que oigo el lío que ha montado Robles con esta historia, y no me gusta. Los libreros son gentuza de la peor calaña que viven de exprimir a los escritores, de engañarlos, cualquier cosa que les pase les está bien empleado. Si por eso fuera, no le habría dejado cruzar esa puerta.
Yo le escuchaba un poco sorprendido de su franqueza. De un político no esperaba más que divagaciones y circunloquios. Puede que estuviese cansado de artimañas cortesanas, o puede que en mi caso simplemente no le mereciera la pena el esfuerzo.
—Pero también he oído hablar de usted por otras causas —continuó—, más lúdicas, si me permite decirlo, algo relacionado con una dama.
Imaginé a quién se refería y me puse en guardia.
—Eso no viene al caso —respondí. Me temo que sonó demasiado cortante.
—¿Cuál es el caso? Dígame, ¿es cierto que mantiene una estrecha amistad con la condesa de Cameros?
—Es posible —reconocí.
—Entonces tiene algo que ofrecer —dijo sonriente—. Empiece otra vez por ahí. Ahora que sabe que yo sé que puede hacer algo por mí, hágame de nuevo la pregunta. ¿Quién es Avellaneda?
—Mi relación con esa señora no…
—No se haga el ofendido, don Isidoro. Si lo entiendo. Es una mujer hermosa…
—Ya le digo que yo no…
—Pero tenga cuidado. Es hidalgo, ¿verdad? Claro, debe de serlo, si no no habría alzado tanto los ojos. Pero aun así parece la cosa un poco desigual, ¿verdad?
—Don Francisco…
—Amigo mío, la mujer es un animal al que hacen poderoso nuestras necesidades. Yo es algo que tengo muy controlado, a Dios gracias. Cuando alguna me gusta demasiado, la imagino padeciendo sus meses, o recién parida, y entonces consigo que me repugne, que me dé horror lo que antes me enamoraba. Es un buen ejercicio mental y los beneficios son inmensos. He logrado llegar hasta aquí libre como el viento, y ya ve, no me va mal. Pero usted tiene cara de bobo, y disculpe mi sinceridad, cualquier desgraciada lo manejaría como a un pelele, excuso decirle la condesa de Cameros. En fin, está avisado. Pero podría hacerme un gran favor —añadió, y sin esperar respuesta se llegó hasta el bufete y se puso a escribir una nota.
El escándalo del corral había cedido por completo. Sólo se oían las voces sueltas de los limpiadores y algunas notas de una canción. El que cantaba parecía estancado siempre en el mismo verso. Me asomé a la ventana. Habían apagado las lámparas del escenario y el corral estaba prácticamente a oscuras, iluminado sólo por los hachones laterales. El rasgar de los escobones de mimbre se unía al de la pluma de don Francisco. A pesar de que el patio estaba al aire libre todavía permanecía en el ambiente el olor a podrido.
—Ya está —dijo don Francisco entregándome una carta sellada dirigida al marqués de Hornacho—. Sólo tiene que dársela a la condesa —añadió, y esperó a que yo la guardase en el jubón para comentar—. ¿Qué quiere que le diga? Yo ni soy ni conozco al tal Avellaneda. ¿Qué le ha hecho pensar que yo haya podido escribir un libro tan aburrido?
Lo miré fijamente.
—Sí. Aburrido. Pero el haberlo leído no me convierte en su autor. También he leído Las soledades del judío.
—A Góngora le gustará saberlo.
—No olvide hacerle notar el lugar de honor que ocupan junto a mi bacinilla.
En ese jueguecito de ironías tenía todas las de perder, así que decidí ir directamente al grano a ver si tenía suerte.
—Tengo entendido que usted es el secretario del duque de Osuna. —Quevedo pareció estirar las orejas, alerta como un potro—. Y he oído comentar que don Pedro se sintió dolido por algunas alusiones que hacía Cervantes a su vida privada en la primera parte del Ingenioso hidalgo.
Quevedo sonrió.
—Tonterías. El duque está muy por encima de todo eso. Además, si se tratara de desagraviar a su excelencia, ¿cómo se explica que el libro no le dedique ninguna loa, ningún recuerdo?
Podía ser parte de una estrategia, pensé, para que nadie pudiera acusar a don Pedro de las injurias vertidas sobre Cervantes. De todos modos era absurdo tensar más la cuerda innecesariamente, así que no dije nada.
—¿Qué lee? —me preguntó de pronto don Francisco señalando el librito que se marcaba en el jubón.
Yo saqué mi Garcilaso y se lo tendí.
—¡Garcilaso! Buena elección. Temía que fuera el tal Avellaneda.
—¿Le dice algo la frase Cancros orbis fel?
Me miró sin comprender.
—Cancros orbis fel —repetí.
—Nada —dijo apoyando la negación con la cabeza—. Que el que la haya formulado no sabe latín. ¿De dónde sale?
—Del marqués de Hornacho. Me temo que es una broma.
—El marqués tiene muchas virtudes, pero carece de sentido del humor. Sin embargo, le gustan los juegos. ¿Con qué motivo se lo dijo?
—Según él ésa fue la contestación de un oráculo a la pregunta de quién es Avellaneda.
—¡Vaya! Una adivinanza. Pero no, el marqués habla latín perfectamente, y esa frase…
Por suerte llamaron a la puerta. Digo por suerte porque así me ahorré la disertación sobre las incorrecciones de la frasecita. El que llamaba era Juanín, el chaval de la compañía. Quevedo entreabrió la puerta y habló con él en voz queda, pero como el chico estaba tan excitado oí toda la conversación. Al principio dijo que le enviaba ella, luego el marido, se disculpaba por no poder cumplir y le pedía ayuda. Don Francisco le rogó que se tranquilizara y le contara qué había sucedido. Yo en aquel momento sospeché de alguna jugada de Ruiz de Alarcón despechado por las burlas, pero qué va, resultó que el marqués de Barcarrota había irrumpido en camerinos y se había encerrado con la comedianta aún vestida de honesta Jacinta (al parecer al marqués le gusta gozar entre bastidores a las que en escena hacen de virtuosas). El marido había intentado interponerse y el marqués se había limitado a arrojarle una bolsa de monedas y a recomendarle paciencia. «¡Jodido Barcarrota!», exclamó don Francisco antes de preguntar al muchacho si nadie más había intervenido. El chico dijo que sí, que el alcalde de Casa y Corte había acudido a los gritos con sus corchetes y habían amenazado al marqués con derribar la puerta a golpes. Entonces el marqués, espada en mano, había obligado a la chica a mostrarse desnuda de cintura para abajo delante de la ronda para que todos vieran que tenía el coño rapado, y luego los había echado con amenaza de atravesar al que lo interrumpiera mientras no obtuviese lo que había ido a buscar, y otro tanto le dijo a ella, porque si una puta no servía para darle gusto, mejor estaría muerta. «Y ya ve, al final el ama le ha intentado razonar que había quedado con usted, pero él ha contestado que por eso no tuviera pesar, que usted es ducho en protocolos y sabe cuidar a los amigos».
Don Francisco dijo que enseguida bajaba y cerró la puerta. Estaba congestionado, la frente húmeda, las venas palpitándole en las sienes. Se quedó pensativo con mi libro en la mano, casi parecía un predicador con su breviario. La decisión que debía tomar no era fácil, y al final ganó la prudencia. Se relajó para darle tiempo al marqués.
—Tal vez no sea una adivinanza, sino un anagrama —dijo retomando nuestra conversación como si nada hubiera ocurrido—. Piense en ello.
Y en tono más festivo, añadió:
—¿No huele la fetidez de los versos de ese Ruiz de Alarcón?
Sin esperar respuesta, abrió el Garcilaso al azar y leyó:
—«Entre las armas del sangriento Marte, do apenas hay quien su furor contraste, hurté de tiempo aquesta breve suma, tomando, ora la espada, ora la pluma» —recitó—. ¡Magnífico! —exclamó, y acto seguido arrancó la página y la echó al pebetero—. Maestro —añadió entrecerrando los ojos como si hablara con el espíritu de Garcilaso—, que tus efluvios limpien el aire de las emanaciones de los malos poetas.
Yo me quedé mudo, inmovilizado pero sintiendo crecer en mi interior el deseo de matarlo. Había que ser hijo de puta para hacer eso con el libro de otro.
—No me mire así, el libro ya estaba falto —dijo devolviéndome el Garcilaso y empujándome hacia la puerta—. Adiós, señor mío, no olvide mi recado y salude de mi parte a don Miguel. Está bien, ¿verdad?
—No, no del todo —dije yo conteniendo la ira—. Don Miguel está enfermo.
—Siento oír eso. ¿Qué tiene?
—El médico ha dicho que mal de orina.
—Y pagará a ese médico, claro.
—Supongo.
—Ahí está el problema. Lo tengo dicho. El que paga al médico estando enfermo difícilmente se curará. A esos hay que pagarlos cuando se está sano, y así se desvivirán para que no enfermes. De la otra forma, cuanto más tiempo dura la enfermedad mejor para sus bolsas. ¿No lo entiende? Hágame caso. Dígale que no pague al médico. Pero como cosa suya, ¿eh? A mí no me ha visto —dijo cerrando la puerta a mis espaldas.
Necesitaba descansar un poco y estar un rato solo. Supuse que el bodegón de Lazcano estaría cerrado todavía, así que compré una botella de aguardiente en una covachuela de San Felipe y me fui a casa a echarme una siesta de perro. No había comido nada, pero tampoco tenía hambre. Al entrar, escuché el eco de mis pasos en la escalera. El tiempo me pareció denso y caliente. A lo lejos se oía la voz desgarrada de Venancia, aunque no se entendían las palabras. Me acordé de Rosita en la cárcel, de la pequeña depositada en el Loreto, de los muchachos condenados a la horca, de la cripta del hospital de Antón Martín, de los labios de Micaela…
Me quedé dormido. Una hora más tarde oí una voz que me llamaba desde la calle. Me asomé a la ventana y vi a Candil. El lacayo de Lope me miró con alivio.
—Pues me ha dicho don Lope que le entregue este libro de su parte —dijo agitando un librito sobre su cabeza.
—¡Sube!
No me molesté en abrir la puerta. Antes de acostarme me había limitado a sujetarla con una bota, así que el hombre se plantó en mi cuarto antes de que yo acabara de llenar dos vasos de aguardiente. Sin decir una palabra me entregó el librito y una carta de puño y letra de su amo. El libro en cuestión era una edición manuscrita de una obra titulada Vida y trabajos de Jerónimo de Pasamonte. En la nota, Lope decía: «¿Quién mató al comendador? Le espero tras la puesta de sol. No falte». Vaya, me dije, por fin Lope da visos de echarme una mano. Así que Jerónimo de Pasamonte, ¿eh? ¿Se tratará del mismo Pasamonte de Cervantes? ¿Será él Avellaneda?
—Pues se diría que alguien ha entrado sin permiso —comentó Candil interrumpiendo mis pensamientos.
—Eres muy observador —dije dejando el libro y la nota sobre la mesa—. ¿Quieres un trago?
—Pues se lo agradezco.
Cogió el vaso que le ofrecía y lo vació de golpe. Yo me limité a besar el borde del mío.
—Tienes sed. ¿Otro?
—Pues… no, gracias. Tengo que llegar a la posta antes de que salgan los jinetes —dijo enseñando un montón de cartas que llevaba bajo el jubón—. Gracias de todos modos.
Intentó Candil cerrar la puerta, pero la hoja se fue abriendo poco a poco. Le di un empujón y volví a poner la bota de tope.
Cogí el libro. Me acordaba del Ginés de Pasamonte del Quijote, el personaje condenado a galeras que el caballero libera de una cuerda de presos y que luego reaparece para robar el burro a Sancho y la espada a su benefactor. Hojeé el manuscrito con dejadez, la letra era torpe y confusa, se veía que el copista era bastante malo. Me dio una tremenda pereza leerlo. Me vinieron entonces a la cabeza las palabras de Quevedo, el comentario del anagrama, así que rebusqué un trozo de papel, escribí Cancros orbis fel y empecé a puntear las letras, pero no logré componer nada ni remotamente parecido a Jerónimo ni a Ginés de Pasamonte. Tampoco debía extrañarme. Incluso en el supuesto de que se tratara de un anagrama no tenía por qué ocultar un nombre. Podía ser cualquier cosa: un animal, un lugar, un apodo.
Arrojé la pluma sobre la mesa haciendo saltar un salpicón de tinta. Puede que al marqués le gustaran los jueguecitos, pero a mí no me hacían maldita la gracia. Si tenía algo que decir, que lo hiciera a las claras. Me entró hambre. Cogí un mendrugo de pan, lo eché en vino con un poco de azúcar y me hice unas sopas. Luego, saciado, me tumbé de nuevo en la cama y me volví a dormir.
Fui a casa de don Lope de Vega con el libro de Pasamonte bajo el brazo. Las mujeres regaban a manotazos las puertas de sus casas. Bandadas de vencejos bajaban a beber a los charcos y regatos haciendo piruetas a velocidad de vértigo para no chocar entre ellos ni contra los muros de los edificios.
El mensaje no había sido muy preciso en lo referente a la hora, así que fui antes de cenar por si había suerte. En cuanto llegué, Catalina me llevó directamente al despacho donde estaba reunido el maestro con don Alonso de Contreras, quien seguía instalado allí como en su propia casa, y otro tipo cuyo aspecto me resultó vagamente familiar. Se trataba de un hombre grande, viejo, de rostro seco y atezado y un ojo cubierto con un paño. Tenía el labio partido por una cicatriz, causada seguramente por el mismo golpe que le había roto el diente cuyo raigón asomaba solitario de la encía superior.
Al entrar hice una profunda reverencia que abarcó a todos los presentes.
—Don Isidoro, me alegra verlo —dijo Lope jovial—. No sabía que tuviese tan buenos amigos: la condesa de Cameros, el marqués de Hornacho…
—Los conozco, pero sería osado por mi parte decir que son mis amigos —dije sorprendido del recibimiento.
Esa entrada tan directa me hizo sentirme incómodo, así que agucé los sentidos dispuesto a extremar las precauciones. El que estuviera allí don Alonso no contribuyó precisamente a tranquilizarme.
—No sea modesto —insistió Lope afectuoso—. Ellos lo tienen en gran estima.
¿Ellos?, pensé. No era imposible que a Lope le hubiese llegado algún elogio hacia mi persona por parte de la condesa, pero… ¿el marqués? Lo único que sabía de él era que su mujer se había quitado la vida por no estaba claro qué motivo y que era un coleccionista con pocos escrúpulos y muchas ganas de tomarme el pelo. Claro que, visto el trato que recibía él de su bien amado duque de Sessa, no era raro que pensase que eso era tenerme estima. De todos modos recibí con satisfacción su cambio de actitud, da gusto que los demás crean que pueden sacar algo de tu aprecio.
—Le aseguro que no es modestia. Me limito a servirles lo mejor que sé —dije lo más ambiguamente que pude.
Contreras y el tuerto me miraron con complacencia. Se mascaba en el ambiente cierto aire de festejo, una tensión eufórica que yo no acababa de entender y mucho menos de compartir.
—Por cierto —comentó Lope—, he estado reflexionando sobre su idea de Fuente Ovejuna. Creo que la voy a utilizar. Al fin y al cabo tenía usted razón, el tema de fondo ya lo traté en Peribáñez y tuvo muy buena acogida…
—Me alegro —respondí todavía inseguro.
—Si no recuerdo mal, habíamos hecho un trato.
Yo asentí. Aquello sí que era totalmente inesperado. De pronto tuve una visión de Contreras saltando sobre mí y cosiéndome a puñaladas, una mala pasada de la imaginación que no hubiera resultado más sorprendente que el discursito feliz y conciliador del maestro.
—Don Isidoro —dijo Lope entonces—, disculpe mi despiste, me parece que no le he presentado a don Jerónimo de Pasamonte.
El tuerto se puso en pie y me dedicó un saludo breve y afectado. Seguía teniendo la sensación de haberlo visto antes aunque no sabía dónde, y creo que a él le ocurría otro tanto.
—No he tenido tiempo de leer su libro —confesé poniendo cara de circunstancias…
Le tendí el manuscrito, pero Pasamonte lo rechazó con un gesto.
—No importa, ya lo leerá. Consérvelo. Es un regalo —dijo.
Su voz sonó profunda y quebrada, directamente del estómago.
—Es una obra magnífica —opinó Lope—, llena de aventuras. ¡Para que luego critiquen lo que yo escribo! La realidad da mil vueltas a cualquier fantasía.
Todos estuvieron de acuerdo. Yo me agité nervioso.
—Bien, señor Montemayor, le alegrará saber que al final ha logrado su propósito —añadió Lope.
Lo miré sin comprender.
—Tiene ante usted a don Alonso Fernández de Avellaneda.
Me quedé en suspenso, como si Lope no hubiera acabado la frase. Luego, al ver que callaba pensé que se trataba de una broma, era imposible que de repente me fuera a encontrar de cara con alguien que dijera: «Hola, soy Alonso Fernández de Avellaneda». No digo que la realidad no supere a la ficción, pero esas cosas simplemente no suceden.
Jerónimo de Pasamonte me dedicó una media sonrisa un tanto burlona. De pronto me acordé de dónde lo había visto antes, era el tipo del mono adivino a quien vi preparando su tingladillo de marionetas en el mesón de Chete.
—Maese Pedro —dije despacio—. Me da la sensación de que tiene usted demasiados nombres para que alguno sea cierto.
—Mi nombre es Jerónimo de Pasamonte —respondió él con aplomo—. Lo de maese Pedro es circunstancial, por motivos de trabajo y ciertos malentendidos con la justicia. Lo de Avellaneda no fue cosa mía.
—¿De quién entonces?
—Del que publicó el libro.
—¡Ja! Felipe Roberto también es un fantasma.
—Me refiero al que pagó la edición.
—¿No fue usted?
Me miró sorprendido.
—Yo no tengo donde caerme muerto —dijo muy serio—. Si hubiese tenido dinero para editar ese libro, ¿cree usted que me dedicaría a recorrer los caminos con un cajón de marionetas?
El argumento era de peso, pero el tal Pasamonte tenía cara de mentiroso. Su ojo bueno brillaba húmedo y la cicatriz del labio le torcía la boca como anunciando una risita socarrona.
—Pero los insultos y las injurias sí son cosa suya —afirmé rotundo.
Pasamonte meditó la repuesta.
—No —dijo con voz reposada—. La historia ya estaba trazada. A mí me contrató un tal Blanco de Paz, un tipo que estaba demenciado y que decía que había compartido cautiverio con Cervantes. Tenía que haber visto el borrador original —comentó dirigiéndose a Lope—, ese sí que daba miedo. Yo intenté suprimir los insultos, pero él exigía que constaran. De insultos nada, decía él, esto es la verdad, sólo la verdad. Al final, poco antes de acabar el encargo, Blanco de Paz desapareció y yo decidí por mi cuenta eliminar la mayor parte.
—Alguno quedó.
—Es posible. Mire, no le voy a engañar. A mí Cervantes no me cae nada bien, me parece un hipócrita egoísta, pero nunca he pretendido injuriarlo.
—Entonces, Blanco de Paz tampoco es el editor.
—No. Ése estaba a sueldo como yo.
—¿Y no sabe quién ni por qué les hizo ese encargo?
Pasamonte se encogió de hombros. Se hizo un silencio incómodo.
—No me haga mucho caso, pero creo que la intención era picar a Cervantes, estimularlo, por eso yo no acababa de entender lo de los insultos, pero Blanco de Paz lo odiaba de verdad. Lo llamaba el bujarrón hijoputa y cosas así.
—¿Había motivo para tanta inquina?
Lope se agitó inquieto en su silla. Sabía que era probable que aquella conversación trascendiera y le resultaba incómodo tratar ciertas cosas.
—¿Qué quiere saber? —preguntó de pronto el maestro. Parecía tener prisa por dejar el asunto zanjado—. ¿Si Cervantes era el bujarrón que decía el otro?
—Todo el mundo sabe que un turco prefiere un mancebo a una mujer —murmuró Contreras.
—¿Y cómo lo voy a saber? —dijo Pasamonte ignorando el comentario de don Alonso—. Yo también fui prisionero de los turcos, dieciocho años, para ser preciso, más que Cervantes y Blanco de Paz juntos, pero no llegué a conocerlos en Argel. A ninguno de los dos.
—Don Miguel me contó que hubo una investigación cuando lo liberaron —comenté yo—, que Blanco de Paz lo acusó de inmoralidad y que lo declararon inocente.
Pasamonte buscó mi mirada. Una legaña blanca parecía tallada en el lagrimal de su único ojo como una perla diminuta.
—Blanco de Paz me habló de ello. Es raro, sí —reconoció a regañadientes.
—¿No se conocen casos similares?
—Yo mismo estoy aquí entero e intenté fugarme tres veces, y eso que a muchos de mis compañeros los mataron o los mutilaron. Pero también es verdad que yo nunca me presenté como cabecilla ante Hasán Bajá.
—¿Nunca recibió ningún castigo? —pregunté con curiosidad.
—Una vez me dieron 500 azotes que me pusieron a las puertas de la muerte, y otras varias 200, e innumerables pequeñas palizas. Tenga en cuenta que la mayor parte de esos 18 años los pasé apaleando sardinas encadenado en una galera.
—Pues para no conocerlo personalmente parece que Cervantes sabe mucho de usted, porque en su Quijote lo saca como condenado a galeras.
—Cervantes sí ha leído mi biografía —dijo forzando una media sonrisa. Yo me di por aludido, pero no hice ningún comentario—. Eso seguro. Lo de la condena es una broma sin gracia, porque yo estuve de galeoto por soldado y buen cristiano, y no por ladrón, como dice él en su novelita. Parece mentira que don Miguel trate así a un compañero de Lepanto.
Lope cabeceó con expresión resignada, pero no abrió la boca.
—¿Por eso se animó usted a escribir la segunda parte?
—Desde luego. Aquello fue indigno. Además —añadió bajando el tono—, la soldada era buena.
—¿Y por qué se anima ahora a contarme todo esto?
Pasamonte lanzó una mirada a Lope de Vega, quien asintió imperceptiblemente.
—La soldada también es buena.
—¿Le pagan para que hable?
Pasamonte calló dubitativo.
—El marqués de Hornacho —dijo Lope con autoridad—, nos ha rogado que le echemos una mano en su búsqueda.
—¿Hornacho?
—Por lo que he entendido —dijo Lope—, es su forma de agradecer su interés en aclarar la muerte de su esposa.
Yo miré a Lope con desilusión. No sé por qué estúpido motivo había creído que iba en serio lo de cumplir con su parte de nuestro pequeño acuerdo. En fin, hay gente a la que sólo es posible acercarse blandiendo una bolsa de oro. De todos modos, el marqués de Hornacho demostraba tener mejores fuentes de información que las mías, y si había logrado dar con el autor material del segundo Quijote y lo había sobornado para que hablara conmigo, seguramente habría llegado más lejos y conocería también al inductor.
—¿Les dice algo el nombre de Cancros? —pregunté esperanzado.
Se miraron unos a otros con extrañeza.
—No —respondió Lope por los tres.
—¿Seguro? Cancros orbis fel. ¿No les dice nada?
Los dos soldados callaron y Lope inició una protesta por mezclar una palabra en romance con otras en latín, pero interrumpió a medias su discurso. Claramente no venía al caso.
—¿Qué significa? —preguntó Pasamonte.
—Lo ignoro. Es un juego de palabras del marqués. Por cierto, ¿a qué se dedicaba Blanco de Paz?
Pasamonte meditó unos instantes antes de responder.
—Nunca lo tuve muy claro, la verdad. Vestía hábito de dominico, aunque dudo que lo fuera. Demasiado ajado para ser real. Para mí que era una especie de disfraz.
—¿Y lo de la defensa de don Lope?
—Eso fue idea mía, porque admiro al maestro —dijo dedicándole a éste una cortés zalema.
Lope se llevó la mano al pecho para agradecer el repentino homenaje.
—¿Y seguro que no sabe de quién partió la idea?
—No.
—¡Cómo que no lo sabe! —exclamé indignado. Empezaba a estar harto de tantas medias palabras—. Alguien le pagaría cuando entregó el original.
—Un chaval vino a buscarlo. Me entregó una bolsa con escudos y yo le di el manuscrito. Fin del acto.
Jerónimo de Pasamonte entrecerró un poco su ojo sano e hizo un gesto con los hombros como para recolocarse los correajes. De su tahalí colgaba un tubo de plomo similar al mío, un tubo de soldado donde debía de llevar los documentos que acreditaban su pasado militar, su redención como cautivo, los certificados de sus confesiones generales al volver de tierra de turcos. Supuse que estaba todo dicho, así que pensé avisarle de las consecuencias de su confesión.
—¿Sabe para quién trabajo, verdad?
Pasamonte asintió en silencio.
—Pudiera tener problemas cuando Robles sepa…
—No se preocupe por eso. El señor marqués me ha pagado muy bien. Sólo necesito unas horas para poner tierra de por medio. Me iré una temporada a Aragón, a Barcelona, y puede que vuelva a Nápoles. Echo de menos Nápoles, ciudad divina.
Estaba a punto de cumplir mi encargo, y sin embargo me sentía vacío. Me había creado demasiadas expectativas para encontrarme al final con que Avellaneda era una hidra con una cabeza de monje medio demenciado y otra de titiritero. ¿Era posible que no me quedara nada por hacer? ¿Ir a ver a Robles y darle los nombres de Blanco de Paz y de Jerónimo de Pasamonte? Supongo que eso hubiera sido lo inteligente, cobrar lo prometido y dejar que el jefe hiciera lo que le pareciese oportuno, que no sería mucho. Uno de los sujetos había desaparecido incluso antes de acabar la novela y el otro se esfumaría en cuestión de horas. Sólo yo sabía que faltaba lo más importante, descubrir quién los había contratado y, sobre todo, aunque eso era ya más una cuestión personal, averiguar por qué.
Un pensamiento empezó a pesar más que cualquier sensación de derrota. En cuanto informara a Robles del resultado de mis pesquisas tendría dinero para pagar a don César mi ejecutoria de hidalguía, y eso dio alas a mis pies camino a casa. A Pasamonte le había prometido el plazo de esa noche para cubrir su huida, y estaba dispuesto a cumplirlo.
La calle de la Montera volvía a vestirse de estrellas. Llevaba todo el día prácticamente en ayunas, así que compré un par de empanadas de a cuarto en el bodegón de Lazcano y las fui comiendo camino a casa. Al entrar en la calle de la Flor alcé los ojos hacia el balcón de Rosita con la vana ilusión de ver su pañuelo atado a la baranda. Esa noche sus hermanos no harían tiempo dando vueltas a la manzana. Pero algo más había cambiado en el paisaje. Dos cerdos rondaban un poste clavado frente a la puerta, hozaban en torno suyo y se alzaban sobre sus patas traseras intentando alcanzar algo que colgaba de la punta. Me acerqué a echar un vistazo. Del extremo de aquella pica colgaban dos manos atravesadas por un garfio, despojos de ladrones expuestos en el lugar de su delito para escarmiento del pueblo. De inmediato pensé en los hermanos de Rosita, recordé la pena de muerte que pesaba sobre ellos y me estremecí al pensar que esas manos estaban allí para que yo viese cumplida mi venganza.
Entré en la casa apesadumbrado. Antes de subir me metí en el corral a echar una meada. Oí un ruido extraño. Algo o alguien se agitaba en un esquinazo cerca de los jaulones. Lo primero que se me ocurrió fue que otro cerdo se había colado en casa y hozaba en el patio comistrajeando restos de la comida de las gallinas. Luego, de pronto, pensé que podía ser Santiago esperándome, así que desenfundé la vizcaína y di un par de pasos hacia la sombra.
—Soy yo, don Isidoro —dijo Pitu con voz entrecortada.
—¿Pero qué hace aquí, hombre de Dios? —pregunté alarmado.
No me contestó. Sollozaba lenta y pesadamente, como el ulular de un mochuelo.
—¿Le ocurre algo?
—La han matado —balbució.
—Cómo que la han matado —dije—. ¿A quién?
—A Ro-ro-sita.
Fue un cubo de agua fría.
—No diga tonterías —reaccioné—. Han colgado a sus hermanos. He visto las manos, pero Rosita es menor de edad.
—¡La han matado, don Isidoro! —gritó, y luego añadió otra vez entre sollozos—, yo lo he visto. La he visto morir.
Guardé la vizcaína. Pitu estaba sentado en un cajón de madera, las piernas separadas y los brazos extendidos y apoyados en las rodillas. Tenía la vista fija en la botella de aguardiente que sostenía con la mano derecha y lloraba, lloraba sin descanso.
—Los sacaron a la vergüenza —dijo después de sorberse los mocos y pasarse la manga por la nariz— montados en tres asnos, sin camisa. Ella iba la última. En cabeza de la comitiva un pregonero chillaba los delitos, «¡a la mujer por ladrona!», decía, y detrás de cada uno un alguacil con una vara les iba abriendo las espaldas. Daba pena ver a la muchacha con esos pechitos como ciruelas maduras. No levantaba la vista del suelo, la pobre, la cara descubierta, ni para gritar le quedaban fuerzas. Un alguacil marchaba a su lado para que no cayera del asno a cada golpe del verdugo. Doscientos azotes le dieron antes de llegar al cadalso.
—Pero no podían ahorcarla —protesté.
—No la han ahorcado, aunque quizás hubiera sido mejor. En cuanto acabaron con los muchachos, a ella…, a ella le cortaron las… orejas, ¡Dios mío, aún puedo oír sus gritos!, y…, y la colgaron del pelo para que toda la plaza pudiera verla.
Una arcada de angustia me oprimió los pulmones hasta el último hálito. Sentí un dolor profundo, húmedo y visceral.
—Intenté evitarlo, pero no me dio. Cuarenta reales de a ocho me pidió el alguacil para ahorrarle el suplicio a la chiquilla y no los pude juntar. Le estuve buscando, don Isidoro, pero no lo hallé por ninguna parte…, no lo hallé…, todo el mundo la ha abandonado… Cuando he llegado esta noche la he descolgado ya muerta.
Un suave halo de luz nos envolvió. En la puerta del patio estaba Venancia con el brazo en alto sosteniendo un candil.
—¿Entrarás de una vez, medio hombre? —escupió la mujer—. Buenas noches, don Isidoro —añadió cambiando de tono en cuanto me vio—. No pierda el tiempo con ese mandria que no se merece ni el pan que come.
Pitu no contestó. La mujer lo miró con desprecio y se dio la vuelta. Volvimos a quedarnos a oscuras, más que antes mientras se volvían a acostumbrar nuestros ojos a la noche. Del interior del zaguán nos llegó nítida la voz de Venancia camino de su casa.
—Ya te enseñaré yo a respetarme —decía la mujer—, claro que sí, aunque sea a palos, pero vas a aprender…
—Yo robé su casa —dijo Pitu de pronto—. ¡Deténgame, máteme, ensárteme con su cuchillo! —suplicó—. Quí… te… me la vi… da —repitió entre sollozos.
—Vamos, Pitu, no digas tonterías —respondí yo.
—¿No me cree? Fui yo, fui yo. ¡Fui yo! —gritó—… y ella lo sabía.
—¿A quién se refiere? ¿A Rosita?
—Mi mujer…, ella lo sabía. Me descubrió… yo decía que me robaban en el mercado para despistar el dinero de las ventas y poder pagar las atenciones de la muchacha, pero Venancia se acabó dando cuenta, era demasiado…, era demasiado… Pero yo no podía dejar de ver a Rosita, así que cuando usted se fue a Toledo entré en su casa. Venancia me sorprendió y llamó a los alguaciles, creo que quería denunciarme pero al final debió pensar en Nicolasete, en el escándalo, y optó por entregar a los muchachos.
Pitu se cubrió la cara con las manos. La botella cayó al suelo y dio un par de vueltas hasta chocar con su pie.
—Yo no dije nada —murmuró Pitu en cuanto recuperó el resuello—, dejé que los sacaran a golpes de la casa. Ellos decían que los dejaran, que eran inocentes, pero mi mujer gritaba más alto y más fuerte: ¡ladrones!, ¡ladrones!, ¡asesinos!… De nada les valieron las súplicas. Ella misma llevó a Rosita del pelo hasta el cuartel. Por venganza… Por venganza… Por venganza…
Oí las campanadas de la media noche sentado en mi mesa a la luz tenue y titilante de un candil. Apenas me quedaba aceite. Muy lejana me parecía la ocasión en que encendí las cuatro piqueras para estrenar mi recién nacida buena estrella. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Una semana, diez días? Estaba cansado. Los ojos me escocían como si me los hubiesen espolvoreado con sal. Sin embargo, no quería irme a la cama. Por un lado la mirada atónita de Rosita se había instalado ya en mi imaginación, y por otro no dejaba de dar vueltas a los sucesos de los últimos días, sobre todo los vividos a lo largo de esa tarde tan intensa, las mentiras, los comentarios, las revelaciones…
De pronto tuve una iluminación. Revolví entre los papeles de la mesa y recuperé el papelito con la frase del oráculo de Afrodita: Cancros orbis fel. No es posible, me dije intentando ahuyentar por absurda la idea que se me acababa de ocurrir. Todo el cansancio desapareció de golpe. Empecé a puntear las letras una y otra vez en busca del error, pero no lo había. Cogí el trocito de papel, que aún conservo, y salí de casa sin preocuparme siquiera de atrancar la puerta. Corrí por las calles silenciosas. Los animales de la noche, los que salen a devorar la carroña de las calles al amparo de la oscuridad, huían ante mí espantados. Muchas casas permanecían aún abiertas y a sus puertas los vecinos formaban tertulias sentados en círculo en sus sillitas de anea para aliviarse del calor del día. Unos y otros enmudecían al verme correr de aquella manera y miraban a mi espalda en busca de mi perseguidor. Al no verlo, imagino que se dirigirían miradas de inteligencia y se señalarían la sien con el dedo. A mí poco me importaba. En aquel momento había perdido toda relación con el mundo.
Llegué al palacio de la condesa empapado en sudor. Después de haber corrido tanto, me demoré en la puerta indeciso. Acaricié la aldaba, una cabeza de león labrada en bronce que sujetaba una anilla en la boca. Cuando me decidí, sus golpes metálicos resonaron en la calle. Un criado de mal humor me franqueó la entrada. Pedí ser recibido por la condesa en el acto, así era de grave mi mensaje. No tuve que esperar mucho. En vez del portero salió a buscarme una camarera para conducirme hasta las habitaciones de su señora.
Doña Micaela me esperaba en el estrado vestida de noche, sentada sobre una colorida alfombra persa y medio recostada en almohadones de seda. En los cuatro ángulos de la estancia había búcaros rellenos de agua perfumada que no lograban tapar el lejano olor a cal de los muros recién enlucidos. Un zócalo de esterilla de palma rodeaba la habitación, y por encima de éste se alternaban espejos y cuadros. Sobre el sitio que ocupaba la anfitriona destacaba uno bastante atrevido de Diana cazadora.
—Pues sí que es usted impetuoso, don Isidoro, cuando le dije que viniera a verme «mañana» no me refería a la madrugada —dijo doña Micaela sonriente señalándome una silla baja.
Estaba preciosa. Intenté recordar los consejos de Quevedo para librarme de su embrujo, pero ni así logré dejar de temblar.
Una criada arrodillada a su espalda le cepillaba el pelo lentamente. Envidié la soltura con que hundía sus dedos en esa preciosa maraña de seda.
—Discúlpeme, señora, pero traigo novedades que quisiera comentar con usted —dije yo aún de pie.
—¿Urgentes?
—Me queman la garganta.
Doña Micaela me miró preocupada, hizo un gesto a la peinadora y la muchacha abandonó la habitación. Luego se desplazó un poco hacia mí, se apoyó en la barandilla y me hizo señas de que me acercara. Yo me dejé caer en el borde del estrado.
—Tú dirás —dijo volviendo al tuteo.
—¿Le contaste al marqués nuestro primer encuentro?
—Sí, aquel mismo día, o al día siguiente, no recuerdo. A raíz de eso me contó algunas cosas de mi tía que sirvieron para darme cuenta de mi error. ¿Es importante?
Respiré hondo.
—¿Y tienes algo que ver con don Lope de Vega y Carpio?
—Disfruto mucho con sus comedias.
—Me refiero a si lo conoces.
—Claro. He coincidido con él muchas veces.
—¿Lo has visto últimamente? —insistí visiblemente alterado.
—Isidoro, ya es suficiente —dijo ella molesta—. ¿Me quieres explicar a qué viene este interrogatorio?
Procuré calmarme un poco antes de responder.
—Don Lope de Vega me ha invitado a su casa para presentarme a un amigo suyo: Jerónimo de Pasamonte —dije observando su reacción.
La condesa me escuchaba intrigada, pero no hizo ningún gesto que me hiciera sospechar que sabía de qué le estaba hablando.
—Pasamonte ha reconocido que él es Alonso Fernández de Avellaneda.
—¡Vaya! —exclamó con una gran sonrisa en el rostro—, eso sí que es una sorpresa. Pero no estés tan serio, ya has conseguido lo que querías, ¿no?, deberíamos celebrarlo.
—Espera —dije alzando la mano—. Pasamonte me ha dicho que él escribió la segunda parte del Quijote junto a un tal Juan Blanco de Paz, quien por cierto desapareció a mitad de la redacción. Pero la idea no fue suya. El trabajo fue encargado por un tercero, un personaje secreto y desconocido.
La condesa me miraba la boca mientras hablaba, parecía muy interesada en el movimiento de mi bigote.
—Y al preguntarle por qué me lo contaba me contestó que porque el marqués de Hornacho le había pagado para que lo hiciera.
—¿Mi tío? ¿Por qué iba a hacer semejante cosa?
—Lope dijo que era una muestra de agradecimiento por haberme interesado en la muerte de su esposa. ¿Tiene eso sentido?
Micaela me miró en silencio. Parecía tan despistada como yo.
—¿Recuerdas la frase de la cabeza parlante? —pregunté.
La condesa asintió.
—Cancros orbis fel —dije repitiendo las palabras como si no me hubiera contestado.
—Lo recuerdo —insistió—. ¿Dónde quieres ir a parar?
—¿Hasta cuándo piensas seguir burlándote de mí?
La condesa abrió los ojos con expresión de sorpresa.
—Te aseguro que no sé de qué me hablas —dijo ella pasmada por mi repentino ataque.
Apenas unos dedos separaban nuestros rostros. Iniciamos al unísono una breve aproximación, los labios se rozaron, casi llego a atrapar la punta de su lengua. Aquello era peor que el suplicio de Tántalo.
—Francisco Robles —dije, incapaz de aguantar la tensión.
En cuanto solté el nombre me quedé mirándola.
—¿Cómo? ¿Qué quieres decir?
—Cancros orbis fel es un anagrama de Francisco Robles. Lo he comprobado letra por letra.
—¿Y eso qué significa? ¿No fue Robles quien te encargó buscar a Avellaneda?
—Sí, él fue. Esperaba que tú me lo aclarases.
La condesa se puso en pie de un salto.
—Francisco Robles —musitó—. Creo que tenemos que ver a mi tío.
Su voz sonó firme y decidida, sus órdenes claras y escuetas. Apenas comunicó sus deseos un morillero corrió hacia el palacio del marqués para dar aviso de nuestra visita. Poco más tarde marchamos los dos en su coche dispuestos a no cejar hasta obtener todas las respuestas.
—Querida sobrina, adelante. Señor Montemayor, hace tiempo que lo esperaba.
El marqués de Hornacho estaba instalado en un balcón abierto de par en par, mirando el cielo a través de lo que me pareció un tubo de bronce. Sobre una mesita a su derecha ardía una pequeña lamparilla con que iluminaba las páginas de un libro.
Nos habían conducido hasta él a través de una enorme sala rectangular cubierta por una bóveda de cañón acristalada. En el trayecto, el repiqueteo de las pisadas quedó amortiguado por el murmullo acuoso del traje de doña Micaela. A medida que avanzábamos, el jirón de luz parecía despertar a las figuras de los cuadros que corrían a esconderse entre las sombras.
—Este aparato es asombroso —dijo el marqués moviendo un poco una ruedecita—. Lo he recibido esta misma tarde. Acércate, Micaela, ven a echar un vistazo —añadió sin apartar el ojo del agujero. La condesa no se movió—. Cuando leí el libro no podía creerlo. Ahí dice que la Luna no es totalmente esférica y que además su superficie no es regular como se cree, sino desigual, escabrosa, con cavidades y protuberancias. Si no lo veo no lo creo.
Alzó la vista hacia mí.
—Se preguntará qué importancia puede tener eso. Pues que de ser cierto, demostraría que las características de la Tierra no son únicas en el universo, en contra de lo que dice la Biblia. Asombroso, ¿verdad? Mire, mire —dijo tendiéndome el librito—. Y además, este tal Galileo afirma que la luz de la Luna se debe a la reflexión de la luz procedente de la Tierra iluminada por el Sol…
Cogí el libro que me ofrecía y lo incliné en dirección a la llama para leer la portada. Sidereus nuncius, se titulaba, El mensajero sideral, escrito por quien acababa de citar, un italiano llamado Galileo.
Dos golpes firmes en la puerta interrumpieron la perorata astrológica del marqués. Se abrió una de las hojas y el corazón me dio un vuelco. Allí firme, con un hachón en la mano, estaba el hombre de pelo blanco que había sorprendido siguiéndome un par de días antes, el que se esfumó en cuanto me encontré con los lacayos de la condesa.
—Alabado sea el Santísimo Sacramento —dijo el tipo hincando una rodilla en el suelo.
—Por siempre alabado sea —respondimos al unísono.
Se apartó entonces para dejar franco el paso a una docena de pajes, unos con grandes candelabros, otros con velones de fino aceite de oliva, de ese que arde sin humo, y en un momento convirtieron la noche en día. En ese instante tuvimos conciencia de dónde nos encontrábamos, una sala enorme con todas las paredes cubiertas del suelo al techo de estanterías llenas de libros. No he vuelto a ver una biblioteca como aquélla, y eso que la de doña Micaela tampoco está mal surtida.
Los porteadores de lámparas desaparecieron en cuanto dejaron su carga de luz. El del hachón, como corresponde a un sirviente de alto rango, lo hizo en último lugar cerrando la puerta tras de sí. Por un momento estuve tentado de preguntarle por qué me seguía la otra tarde, pero intuí que sería mejor tener un poco de paciencia.
Antes de nada saqué la carta de Quevedo y se la entregué al marqués en propia mano.
—No lleva remite, pero creo que usted sabe quién la envía —le dije en tono confidencial—. Tenía instrucciones de hacérsela llegar a través de doña Micaela, pero ya que estoy aquí…
El marqués de Hornacho sonrió. Con lentitud enervante, inspiró una pulgarada de tabaco en polvo que extrajo de una diminuta tabaquera. Al instante se le contrajo la cara y estampó un sonoro estornudo contra un lienzo que se sacó del pecho.
—Dejemos esto ahora —dijo atusándose el bigote. Dudó un instante antes de guardarse la carta de Quevedo en el puño del jubón—, y vayamos a lo nuestro. Usted no ha venido aquí a hablar de astronomía ni a traerme cartas, ¿verdad?
—Cancros orbis fel —dije yo, y después de unos segundos añadí—: Francisco Robles.
—¡Enhorabuena! —exclamó el marqués sinceramente complacido—. Aunque le ha costado más de lo que yo esperaba. Pensé que los errores sintácticos hacían evidente que el oráculo no se podía tratar como una frase en sí…
—He hecho lo que he podido —me disculpé un poco molesto—. Lo descubrí en cuanto tuve un motivo para sospechar.
—¿Cuál fue ese motivo?
—Un comentario de Jerónimo de Pasamonte. Dijo que el que lo contrató no parecía que deseara hundir o humillar a Cervantes, sino estimularlo, y recordé que ésa había sido la obsesión de Robles en los últimos años, incitar a don Miguel a escribir la segunda parte de su Quijote.
El marqués asintió en silencio.
—Pero el que ésa sea la respuesta a su adivinanza no quiere decir que sea verdad —dije desafiante—. ¿Tiene alguna prueba de que Robles haya pagado a Blanco de Paz y a Pasamonte para que escribieran el segundo Quijote?
—¡Oh!, sí, de eso puede estar seguro. ¿Necesita pruebas? Se las puedo facilitar, empezando por el testimonio de los autores materiales.
—Pasamonte no sabía nada de Robles…, al menos eso me dijo.
—Don Isidoro, hace tiempo que conozco a Lope. Al igual que usted supuse que él sabría quién era el autor, y como ha podido comprobar puedo ser muy persuasivo.
—¿Por qué Lope y Pasamonte se han callado ese detalle?
—Yo se lo pedí. Usted ya disponía de las claves para desvelar el resto. Era mi modo de asegurar su visita —dijo tras una pequeña pausa.
Tardé un poco en asimilar lo que acababa de oír. Todo parecía encajar, pero faltaba un último detalle en esa historia: ¿por qué había planeado el marqués mi visita? ¿Qué quería de mí?
—¿Quiere decir que Robles ha montado este circo para incitar a Cervantes a escribir su aplazada segunda parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha? —pregunté para comprobar que había entendido bien el asunto.
—Sí —respondió tajante el marqués de Hornacho—. Robles encargó escribir otro Quijote a un par de desgraciados y de paso les sugirió que se metieran un poco con don Miguel para ver si así lograba despertarlo de su letargo.
—Pues acertó con los sujetos.
—Y luego le puso a usted a remover el cieno.
—Creo que eso también lo ha conseguido. Pero ¿por qué me cuenta todo esto? —pregunté inquieto—. Y si me permite preguntarlo, ¿qué le va a usted en esta historia?
La condesa se acercó un poco a mí. En mi fuero interno agradecí su presencia, no me hubiera gustado estar allí solo.
—Sentémonos un momento —propuso pensativo su tío—. Quiero contarle algo.
El marqués tiró de un cordón disimulado tras una cortina y luego nos condujo hacia un rincón en el que había una mesa baja y varias sillas fraileras con mullidos almohadones de pluma. Al instante apareció el hombre del pelo gris con un refrigerio. Sin mediar palabra escanció tres vasos de vino y se retiró.
—En primer lugar —dijo el marqués—, debo confesar que no me sorprendió la muerte de mi esposa. Me temo que no era la primera vez que intentaba suicidarse.
Aquella declaración me cogió desprevenido, no veía relación alguna con el tema que estábamos tratando. Además, me extrañó la naturalidad con que el marqués usó la palabra «suicidio» y que los criados no me hubieran dicho nada. Lancé una mirada de reproche a la condesa por habérmelo ocultado, pero descubrí que tenía la misma cara de sorpresa que yo.
—Nadie lo sabe —aclaró Hornacho dirigiéndose a la condesa en tono de disculpa—. Ni siquiera tú, querida mía, ni sus camareras, a quienes sé que estuvo usted interrogando el otro día. Todas son nuevas. Las de entonces las envié a sus pueblos con una buena dote. No se puede tener en el servicio a personas que conocen tus debilidades.
Los tres nos quedamos en silencio. A través de las ventanas abiertas oímos el toque de maitines de un convento cercano. Los grillos cantaban intermitentemente en la oscuridad y el aire se cargó de olor a dondiego.
—Usted sabía que jugaba —dije yo para ayudarle a retomar la narración.
—Desde luego… —dijo él—, pero su muerte no tuvo nada que ver con el juego. Si acaso puede que sirviera de detonante, pero nada más. Por desgracia, mi mujer padecía otros males. Era una mujer enferma. El juego la ayudaba, la distraía. Desde luego que se disgustaba cuando yo me enteraba de sus pérdidas, pero claro, no es fácil ocultar una cosa así, ¿verdad?
—Entonces sabe lo de las fuentes…
—Señor mío, ¿debo aclararle de qué cariz es la unión que mantienen unos esposos?
—Disculpe —respondí avergonzado—. Prosiga, por favor.
—El mismo día de su muerte yo había saldado todas sus deudas. Robles no era el único, ni siquiera el más importante de sus acreedores, pero no me gustó la forma en que abusó de ella. No es elegante exponer a una dama al saqueo de un cierto como el irlandés.
—¿Conoce a Drake?
—No personalmente, pero me he informado de todo. Claro que la responsabilidad no fue sólo suya.
Tragué saliva y apreté los labios. Empecé a temer una encerrona, en cualquier momento aquello podía ponerse en mi contra. Lo primero que se me vino a la mente fue la paliza del Juego de Pelota, y creo que a la condesa le ocurrió otro tanto porque noté que me miraba de reojo.
—Luego mi sobrina me habló de las sospechas que albergaba respecto a usted y a su participación en la muerte de su tía —el marqués miró con dulzura a doña Micaela—, y reconozco que lo que sucedió a continuación fue culpa mía. En aquel mismo instante debí haberla puesto al corriente de la verdad, pero un erróneo deseo de mantener incólume la memoria de mi esposa me hizo callar. No tuve fuerzas para sincerarme. Me dio pereza hacer daño a mi sobrina descubriéndole una faceta de su tía que hubiera preferido que nunca llegara a conocer. Pero ya ve —me confesó a mí como si ella no estuviera presente—, es una mujer maravillosa, generosa y muy vehemente…
—Eso a la vista está —dije señalando mi propia cara aún con sombras amarillo verdosas.
—… y decidió actuar por su cuenta. Habrá notado que adoro a mi sobrina, así que tan pronto supe de su pequeño desencuentro, por llamarlo de algún modo, me preocupé. Conozco a los jaques que trabajan para Robles y no es gente a la que se pueda vapulear alegremente sin esperar consecuencias —dijo muy serio—. Por eso lo hice vigilar.
En aquel momento no tuve ninguna duda de que mi vida había pendido de un hilo. Habría sido uno más de esos casos en que a uno lo ofenden y luego lo hacen asesinar para no dar lugar a la venganza. Por suerte no debió de ver peligro alguno en mí. Anoté en mi memoria que debía darle las gracias al del pelo blanco.
—Lo curioso es que gracias a usted me he enterado de que uno de mis propios criados le sirvió a mi esposa en bandeja al irlandés. Eso no lo puedo perdonar.
El marqués hizo un pequeño inciso. Antes de que siguiera hablando tuve el tiempo justo de recordar al lacayo de la cara picada y de alegrarme de no estar en su pellejo.
—Entonces decidí echarle una mano. Micaela me había hablado de su búsqueda de Avellaneda, así que hablé con Lope de Vega y lo demás ya lo sabe.
—¿Por qué el acertijo? ¿Por qué no me dijo directamente quién era?
—Quería estar seguro de que usted era inocente, de que estaba siendo utilizado por Robles y de que en ningún modo tomó parte en la estafa de mi mujer.
Un par de polillas revolotearon por la habitación atraídas por la luz. Seguí unos instantes su vuelo errático hasta que se posaron en el canto de uno de los anaqueles.
—Le devuelvo un favor con otro. No espero nada, si es eso lo que teme —añadió—. Aun sin saberlo, ya me ha pagado.
El marqués acarició la mano de la condesa que acogió cariñosa el gesto.
—Además, me divierte perjudicar a Robles —reconoció—. Es una pequeña revancha que le debo a mi mujer.
Me quedé mudo, con la mirada perdida en los libros. Por desgracia, todo lo que había contado el marqués tenía sentido, era evidente que Robles me había utilizado para sus fines. Superado el estupor inicial, empezaba a sentir cómo crecía la ira en mi interior. Aquel descubrimiento daba al traste con todos mis sueños. Por lo que parecía, el muy hijo de puta me había hecho ir de un lado para otro removiendo la mierda. ¿Para qué? Para que todo el mundo supiera de Avellaneda y forzar a Cervantes a contestar. Yo era el tercer hombre necesario para culminar su plan; Pasamonte, Blanco de Paz y Montemayor, tres patas de una banqueta que acabaría en el fuego. Noté cómo la sangre se calentaba cada vez más en mis venas, pero procuré mantenerme ecuánime. ¿Y ahora qué?, me pregunté. ¿Podía ir a su casa a decirle que el juego se había acabado, que tenía a su culpable, que él mismo era Avellaneda? ¿Qué respondería? Muy bien, Isidoro, lo has descubierto, y ahora a callar, que te conviene.
—¿Usted sabía algo de todo esto? —le pregunté a la condesa como en un sueño.
Ella negó con la cabeza. Era lo único que necesitaba saber.
—¿Qué se supone que debo hacer yo ahora? —pregunté retóricamente.
—Eso no se lo puedo decir yo —respondió el marqués—. He hecho lo que estaba en mi mano. Usted decidirá si le parece bien el modo en que lo han utilizado y si puede o quiere devolver el golpe.
—No puedo decirle a Robles que conozco el engaño. ¿Y si decide deshacerse de mí? —pensé en voz alta.
Me quedé en silencio, concentrado. Se me acababa de pasar por la cabeza una cosa que me dijo don César Memelosa, casi una broma pero que rápidamente empezó a tomar forma. Me esforcé en recordar a mis amigos cómicos y su aventura con los cuadrilleros de la Santa Hermandad, y con todo aún poco claro pregunté:
—¿Por quién no contarían nunca a nadie que han sido detenidos?
La condesa me miró con cara de extrañeza. El marqués lo hizo con curiosidad.
—No entiendo la pregunta —dijo Hornacho.
—Hay una institución cuya sola presencia en un pleito hace temblar a la parte contraria. Incluso he oído que hay familias que pagan fortunas a los genealogistas para que eliminen de su árbol a cualquier antepasado que haya tenido algún encuentro con ella.
—¿La Inquisición? —aventuró la condesa.
La miré con orgullo.
—¡Exacto! La Inquisición. Cualquiera que sea detenido por la Inquisición se guardará muy mucho de divulgarlo. Es casi peor el vacío social que genera un hecho así que el periodo de detención en los calabozos.
—Tenga cuidado, don Isidoro, eso es jugar con fuego —comentó el marqués.
—Lo sé. Pero puede ser la solución perfecta para poner a Robles en su sitio y seguir viviendo sin esperar una puñalada a la vuelta de cada esquina.
—¿Está pensando en denunciar a Robles a la Inquisición?
—Estoy pensando en que él lo crea.
El marqués de Hornacho se sonrió. Seguramente estaba sopesando las posibilidades de éxito de algo así y recordando a los inquisidores y familiares del Santo Oficio que contaba entre sus amigos.
—Es sólo cuestión de dinero —dije con aplomo—. Vamos, sé cómo hacerlo. Necesitaría un préstamo, pero les aseguro que será el propio Robles el que acabará corriendo con todos los gastos.
—¿Y luego? No podrá seguir trabajando para él —dijo el marqués.
—¿Por qué no? Nunca sospechará de mí.
—Porque no debe trabajar para alguien de quien no se puede fiar —dijo muy seria la condesa.
—Ya veré lo que hago.
—Yo necesito un secretario —apuntó doña Micaela—. O un hidalgo escudero para que me acompañe a misa y me sirva de protección en la calle.
Yo pensé que en esto último estaba bien servida con los dos lobos que la acompañaban, no era ése terreno de mi competencia.
—Un secretario es imprescindible, señora —opiné—, y yo, aunque no sea vizcaíno, tengo título de bachiller.
—Deberemos trabajar juntos a menudo —comentó irónica.
—Lo que el buen gobierno requiera —afirmé yo encantado.
Dicen que la venganza es plato que se sirve frío, pero yo creo más bien que es un plato raro, reservado a contados paladares, porque ¿cuándo puede un infeliz vengar la afrenta de un poderoso? Calle, no conteste, no es mi intención ponerlo en un compromiso. Sólo espero que comprenda el verdadero valor de lo que sigue y se haga una idea de cómo me siento en ésta mi última noche en la calle de la Flor, cuando ya casi clarea el cielo sobre los tejados de Madrid y estoy a punto de acabar mi relato. Unas páginas más y habré cumplido mi propósito, le habré contado toda la historia tal y como sucedió, o al menos tal y como yo la viví.
Estoy cansado, pero es un cansancio físico y agradable el que experimento, no la extenuación emocional con que tomé la pluma al empezar. Creo que voy a conseguir el fin que buscaba, ojalá que encuentre también el modo de domar el recuerdo de Rosita y logre cerrar los ojos sin temor al sueño.
Más de veinte días han transcurrido desde que todo mi entorno se desmoronó como un castillo de naipes, y en ese tiempo han pasado tantas cosas…
Aquella noche de finales de agosto no me llegué a acostar. Del palacio del marqués me fui directo al mentidero de los artistas y me pateé la calle y los burdeles del entorno hasta que di con Juan Granados. En cuanto le conté mi plan soltó una carcajada. Luego, claro está, se negó en redondo, opinó que era una aventura demasiado peligrosa, hasta que una bolsa de ducados acabó por disparar su creatividad. Con aquel dinero y protectores como los que yo decía tener, era difícil que saliera mal. Sobre la marcha hicimos una lista de todo lo necesario. Los siguientes días los dedicamos a darle forma a la idea: compramos ropas adecuadas; recreamos una mazmorra en una alquería camino de Toledo propiedad del marqués; marcamos los tiempos, las campanadas y los golpes de carraca para que el preso creyera en todo momento encontrarse en un centro regido por dominicos; decoramos otra sala alejada y sin ventanas para los interrogatorios, tapices en los muros, una mesa de madera con dos velas, un cristo, tintero y salvadera, y delante, solitario, un potro con los cantos lamidos por años de sufrimiento. Granados, en un rasgo de genialidad, asperjó el suelo con sangre de pollo para que todo tuviera ese toque de industria de la muerte que se espera encontrar en una audiencia de la Santa Inquisición. Del reparto de papeles se encargó también él, y debo decir que con gran acierto. Yo escribí un esquema de la trama, y entre los dos le dimos forma dramática. Se veía que estaba acostumbrado a adaptar comedias, un verdadero profesional. Cuando todo estuvo preparado, me dirigí a casa de Robles a interpretar mi parte.
Estaba a punto de empezar el otoño, el día había sido ventoso y por la noche hacía un poco de frío. A eso de la una y media de la madrugada llegué al garito envuelto en mi capa, con el sombrero calado hasta los ojos y la muñeca apoyada displicentemente en la cazoleta de la espada. Manfred estaba sentado en la banqueta frente a la escalera de la vivienda acariciando a un gato. Sé que no me reconoció al instante porque al verme soltó al animal y se incorporó. Imaginé que Rafael seguiría ocupando mi puesto entre las mesas, ya para siempre. El gato se quedó a un par de metros hecho una bola, mirándome con la misma desconfianza que su dueño. «¿Está Robles arriba?», pregunté. Manfred se relajó al instante y asintió con la cabeza, señaló la escalera y luego me siguió. A mitad de pasillo me adelantó echándome contra la pared sin miramientos, llamó a la puerta y anunció mi visita.
Robles me saludó bastante afectuoso, me dijo que ya era hora de que me pasara por allí, que dudaba si darme por muerto. Hablaba con una sonrisa forzada porque sufría los preliminares de uno de sus ataques agudos de gota. Estaba sentado de medio lado tras la mesa y tenía el pie derecho descalzo y puesto sobre un escabel con un almohadón de seda. Yo me disculpé como pude, alegué que su encargo no había sido nada fácil. Él me preguntó entonces si ya sabía algo, y se sorprendió cuando le dije que sí, que por eso había ido, para darle noticias. Prolongué ese momento de incertidumbre todo lo que pude, era un pequeño placer que tenía que aprovechar, vete tú a saber qué coño pasaría por su cabeza durante aquel rato, pero disimuló de maravilla, era un tahúr redomado, ni un gesto asomó a su cara. Luego solté la sorpresa: «Avellaneda es don Pedro Téllez Girón», dije en tono dramático. «¿El duque de Osuna?», exclamó Robles. Parecía totalmente confundido, creo que era lo último que esperaba oír, pero yo insistí en que no se trataba de una apreciación mía, que estaba en boca de todos que el señor duque era capaz de eso y de mucho más. Robles estaba encantado, y entre quejidos por la gota y risitas que pretendía hacer pasar por ataques de tos, preguntó que por qué se decía eso del duque. Yo lo miré con una mezcla de prepotencia y lástima, y me avine a explicar sucintamente los complejos vericuetos que sigue la política en los últimos tiempos y las aspiraciones de Osuna al virreinato de Nápoles. Hablaba del proyecto de ampliar la flota cuando oímos barullo en la puerta y pasos agitados subiendo la escalera. Manfred se puso en guardia, pero empalideció cuando vio venir por el pasillo a dos alguaciles de la Santa Inquisición con las cruces al pecho.
—¡Don Francisco de Robles. Dese preso en nombre del Santo Oficio!
Robles se olvidó de su gota y se puso en pie de un salto. Intentó hilar una protesta, pero los alguaciles lo conminaron a callar hasta que estuviera en presencia de sus jueces. Tan pronto cerró la boca le ordenaron abrir la caja fuerte para proceder al registro e inventario de su contenido. Robles accedió de mala gana y se sorprendió al ver que lo que buscaban era la caja de sangre de buey que contenía el precioso Corán de Lepanto. Los alguaciles se miraron entre sí satisfechos por el éxito de su misión y farfullaron un par de veces las palabras morisco, traidor y hereje mientras empujaban al desconcertado Robles hacia el carro negro y sin ventanas que aguardaba a pie de calle. Manfred miraba indeciso, sin saber qué hacer, como esperando alguna indicación de su jefe. Uno de los alguaciles se dio cuenta, se plantó ante él con descaro y le preguntó directamente que de dónde era. El otro dijo que de Ratisbona, y entonces el alguacil, mirándolo con absoluto desprecio, le escupió a la cara que aún peor que los moriscos eran los protestantes, y que nada reconfortaba más al alma de un buen cristiano que los gritos de una bestia luterana asándose a fuego lento. Manfred se puso lívido y empezó a repetir yo católico, yo católico, como si fuese una jaculatoria.
No he querido enterarme de los detalles del interrogatorio. Perdón. ¿A quién quiero engañar? Sé lo sucedido minuto a minuto, pero no creo que sea necesario relatarlo aquí. Aunque tengo fe ciega en su discreción, nadie puede garantizar en manos de quién acabará lo escrito, y son pruebas de este cariz las que más gustan a los pesquisidores. Además, estoy cansado. Bástele saber que no hizo falta tocarlo, se derrumbó a las seis horas de oír gritos de dos que le hicieron creer que le precedían en el potro. Confesó que la caja era suya, pero que no había tocado el libro, y que dé haber sabido de qué se trataba nunca lo habría aceptado como pago de una deuda. De hecho tenía mucho gusto en entregárselo a ellos que sabrían qué uso darle. El juez le dijo que dejara de decir sandeces porque la caja era una prueba retenida por el tribunal y que no estaba en su mano disponer de ella. Entonces Robles empezó a ofrecer limosnas y donaciones. Creo que no hubo fundación u obra de caridad para la que no firmara una letra a cobrar por los paladines de la fe. A cambio, mis dominicos, satisfechos con la colaboración del reo y convencidos de su propósito de enmienda, accedieron a hacer una excepción y borraron su nombre de la lista de detenidos. La denuncia original (en realidad un papel en blanco que siempre se le mostró de lejos) fue quemada en su presencia y calificada de improcedente. Para su tranquilidad, le aseguraron que nadie sabría nunca que había sido detenido por el Santo Oficio, salvo que él mismo decidiera contarlo. De su voluntad dependía que se olvidara el incidente.
Ahora bien, si don Miguel pretende publicar sus obras de teatro tendrá que buscar otro editor, porque Robles va a estar sin blanca una larga temporada. Creo que mis socios cómicos no tendrán queja a este respecto, la mayor parte de las ganancias fue a sus bolsillos. No voy a negar que se lo ganaron a pulso.
La caja de sangre de buey se la entregamos al marqués de Hornacho. Tanto la caja como su contenido son demasiado preciosos para andar en el hato de unos cómicos, pero pasarán desapercibidos entre las maravillas de su gabinete. Un bosque sigue siendo el mejor sitio para esconder un árbol. Al marqués le entusiasmó el detalle, más aún por conocer su procedencia y los medios utilizados para conseguirlo.
En cuanto a mi escote, debo decir que duró poco. La mayor parte fue a la gaveta de don César Memelosa para darle un empujón definitivo a mi expediente, y con el resto pagué a Chete la comida del último mes, le adelanté la del siguiente y compré una tumba a Rosita en tierra sagrada en un lugar que sólo Pitu y yo conocemos, lejos de Madrid y sus bosques de cipreses. El último pico lo deposité en el torno del Loreto con una nota que rezaba: «Para ayuda de costa de la ahijada de Garcilaso». No sé por qué, pero me siento obligado con esa chiquilla.
Por otra parte, ayer por la tarde me enfrenté a un dilema diferente. Después de pensarlo mucho, me acerqué a casa de Cervantes dispuesto a contarle lo sucedido. Pensaba que era justo que al menos él supiera la verdad de la historia, pero no fui capaz. Como lo oye. Se le veía tan animado por ser el centro y la comidilla de todas las conversaciones, que me dio pena desairarlo. Creo que había descubierto cierta grandeza en eso de ser el blanco de la envidia de otros. Después de haberlo visto tan enfermo era agradable descubrir que trabajaba de nuevo con ilusión, cosa que habría perdido en el mismo instante de saber la verdad. Él tenía muy claro que su imitador era dominico y aragonés (al parecer había identificado giros de esa tierra en el libro), y yo le di la razón. Creo que en el fondo Cervantes no quiere saber, prefiere el anonimato de su enemigo.
De todos modos pasé con él toda la tarde. Fue una velada muy agradable en la que yo llevé el peso de la conversación. Él no hacía más que sonreír y tirarme de la lengua. Le conté casi todas las peripecias que había vivido en mi búsqueda de Avellaneda, le hablé de mis hemorroides (más me hubiera valido hacer el viaje a Toledo en una burra preñada que en un mulo tan brioso), le conté que el marqués de Hornacho tenía una cabeza de bronce que respondía a las preguntas que se le hacían, le informé de la muerte de la marquesa y de las fuentes que tenía en los muslos, le dije que había conocido a Jerónimo de Pasamonte, que ahora se hacía llamar maese Pedro y estaba tuerto y andaba de aquí para allá medio escondido con un espectáculo de títeres y un mono sabio.
Superadas su segunda jarra de limonada y mi tercer vaso de aguardiente, me comentó que el don Quijote de Avellaneda resultaba patético porque era un loco, y que él estaba decidido a que el suyo no lo fuera, al menos no en toda la extensión de la palabra. Luego me enseñó unas notas que tenía preparadas para contestar a Avellaneda en el prólogo de su Segunda parte, y yo le dije que donde mejor podía hacerlo era en el mismo texto de la obra, que fuesen el verdadero don Quijote y Sancho quienes juzgaran a sus imitadores y desmintieran esas historias como obra de un pobre demente. «¿Cuál es el personaje más importante del Quijote de Avellaneda? —le pregunté—. ¿Don Álvaro Tarfe? Pues si Avellaneda ha hecho uso de Quijote y de Sancho, bien puede usted utilizar a don Álvaro para levantar acta de su perfidia». Ya le digo, don Miguel pasó un buen rato con mis ocurrencias, aunque seguro que caen todas en saco roto.
Escribo en mi cuarto como si lo hiciera en una cripta rodeado de fantasmas. La casa se encuentra vacía de vida, sólo resuenan entre sus muros los gritos cada vez más agudos de Venancia y los hipidos de Pitu, quien todavía no ha logrado controlar los accesos de angustia que lo doblan en dos como si le golpearan el estómago.
Creo que ya estoy listo. He soltado todo mi lastre. No veo el momento de salir de aquí, y eso que lo que me espera no será un camino de rosas. Un secretario enamorado de su ama es una quimera imposible, aunque ella le corresponda. Tendría que hablar con don César Memelosa para ver en cuánto se me pondría tener un padre marqués. Tiene gracia. La próxima vez que vea a don Lope le contaré mi historia, a lo mejor le da pie a una comedia a la que su genio encuentre el modo de dar un final feliz.
¡Maldita sea! Ahora veo que no voy a tener tiempo de cumplir mi promesa. Ayer a última hora me preguntó don Miguel por el soneto del Viaje al Parnaso, y yo, que lo había olvidado por completo, respondí que podía estar tranquilo, que hacía mucho que lo había retirado. Cervantes se alegró tanto, el pobre, que me prometí que esta misma mañana pasaría por la imprenta para dejar solucionado ese asunto de una vez por todas. Por desgracia no había contado con que me iba a llevar tanto tiempo acabar este relato, así que ahora me encuentro con que dentro de poco vendrá el carro de la condesa para llevarme definitivamente a su casa y aún no tengo preparado el equipaje. Ya está. Esta vez es definitivo, y lo escribo aquí para que conste. Mañana por la mañana, en cuanto me levante, voy a la imprenta de Cuesta y le doy la carta de Cervantes para que retire de una vez el maldito soneto. De verdad. Lo prometo. A primera hora sin falta. O por la tarde, si la condesa manda otra cosa.