El coche se detuvo delante del hospital de Antón Martín. Escalante saltó del estribo y llamó a la puerta. El hermano portero se asomó solícito para recibir a la señora. Yo me deslicé hasta el borde del asiento para abrir la portezuela, pero antes de que lo hiciera la condesa me retuvo el brazo. La miré turbado. No sabía qué hacíamos allí ni qué se esperaba de mí, así que volví a mi sitio dispuesto a dejarme guiar. Doña Micaela parecía concentrada buscando el modo de decir algo. En un par de ocasiones pareció que iba a hablar, pero cambió de idea. Dudaba, aunque tenía una expresión divertida. Parecía luchar por controlar la risa.
—Don Isidoro —dijo forzándose a hablar con seriedad—, creo que tenemos un conocido común, el barbero Ximenet. El otro día vino a visitarme como acostumbra, charlamos y salió usted en la conversación. Me refiero a su situación personal…
Yo la escuchaba estupefacto y aterrorizado por lo que Ximenet pudiera haberle contado de mí, pero seguía sin comprender el motivo de tanto preámbulo.
—… Y mencionó a una joven.
¡Dios! Ximenet le había contado la historia de Isabel, maldita sea, me dije, y noté que me ponía rojo de vergüenza. Por fortuna el interior del coche estaba oscuro y recé para que no se diera cuenta.
—Isabel, creo que se llama. Isabel Cienfuegos. ¿Es cierto?
Yo asentí con la cabeza. No me salía la voz.
—Y creo que ha llegado a conocer a su familia.
—Sí —dije intentando esta vez que el tono sonara firme.
—¿Le ha dado usted palabra de matrimonio?
Negué con la cabeza. Aquel interrogatorio era absurdo, pero encontraba cierto placer en sincerarme con la condesa y en verla tan interesaba por mis cosas, aunque no supiera adonde pretendía llegar.
Escalante abrió la portezuela y colocó en el suelo un escabel.
—Está abajo —dijo el escudero a la condesa.
Seguimos al hermano portero a lo largo de un pasillo que corría paralelo a las salas de los enfermos, hasta un distribuidor en el que se abrían varias puertas. Una de ellas daba a unas escaleras. Bajamos al sótano y después seguimos un tramo más hasta lo que imaginé que era la puerta del infierno, pese al olor a moho y humedad. Entramos en una sala apenas iluminada con tres candiles. El techo era abovedado, y casi todo el revoco de los muros se había desprendido dejando al descubierto su esqueleto de ladrillo. Hacía fresco, aunque el ambiente era denso y pegajoso por la falta de aire.
En el centro de la estancia había una mesa enorme de tablones sobre dos borriqueras. Nada más entrar no se apreciaba bien lo que había encima, pero en cuanto nos hicimos a la penumbra vimos que estaba cubierta de huesos humanos extendidos sobre paños encerados. A su alrededor se amontonaban cajas de madera llenas también de huesos, unos rotos, triturados, otros enteros.
Una mujer alzó la vista al oírnos llegar, y en cuanto me vio se echó las manos a la boca para ahogar un grito.
Tardé en reconocerla. Llevaba el pelo recogido con un paño tosco y un mandilón de cuero le cubría desde el cuello hasta los pies. Las mangas del vestido las llevaba recogidas por encima de los codos y tenía las manos manchadas de barro. En cuanto se recuperó de la sorpresa, la tía de Isabel fijó la vista en el suelo y le dedicó una reverencia a la condesa. Era evidente que entre los recién llegados ella era la persona de mayor rango.
—¿Es usted la tía Clota? —preguntó la condesa.
Me sorprendió el nombre. Clota era como se llamaba una de las tres parcas y encajaba a la perfección con alguien que trabajara en aquella cripta.
—Así me llaman, sí, pero no en justicia… —se defendió la mujer.
—Nadie la acusa de nada, tía Clota. Esto no es más que una visita de cortesía.
La condesa rodeó lentamente la mesa observando su contenido. Yo acompañé su mirada a lo largo de unos cuantos huesos largos de piernas y brazos, caderas, costillas y un grupo de cuatro calaveras desdentadas.
—Es verdad que la muerte nos iguala a todos —comentó la condesa con la vista fija en las órbitas vacías.
La mujer sonrió. Parecía disfrutar el momento. A fin y al cabo, aquél era su reino y no debía de tener invitados muy a menudo. Al menos no de los que dan conversación.
—¿Qué es lo que hace aquí exactamente, tía Clota? —preguntó doña Micaela.
—Mercurio —murmuró la mujer.
—¿Cómo?
—Recupero el mercurio de los muertos —aclaró alzando la voz.
—¿Los muertos tienen mercurio?
—Éstos sí. Son del camposanto del hospital.
—Muertos de sífilis.
La mujer asintió.
—El mercurio de las unciones y los vapores queda en los huesos. A ellos ya no les sirve de nada —dijo señalando los cráneos.
—Así que se dedica a ordeñar huesos.
—Los frailes lo piden —se justificó—. Al precio que está…
—Está bien, no se disculpe. Ya le he dicho que no venimos a juzgarla.
—Hay otros que necesitan el mercurio —insistió ella—, el hospital está hasta los topes…
—Usted sólo hace su trabajo —comentó la condesa en tono comprensivo, antes de añadir—: pero no se dedica sólo a esto, ¿verdad?
La tía Clota me echó una mirada de reojo que no pasó desapercibida. Doña Micaela hizo una señal a Escalante, que le entregó a la mujer una bolsa con dinero. Ella la sopesó discretamente y la hizo desaparecer bajo el mandilón de cuero.
—¿Qué otras cosas hace en este hospital, tía Clota? —volvió a preguntar la condesa.
La mujer tardó unos segundos en responder.
—Si los frailes se enteraran… —dijo aún insegura.
—Aquí no hay ningún fraile. Adelante, cuéntenos.
—Remiendo virgos —dijo con un hilo de voz.
No hizo falta que lo repitiera, todos la habíamos oído perfectamente.
—Y, ¿tiene familia, tía Clota?
—¿Familia, familia? No.
—¿Por qué la llaman tía?
—Cosas de los amigos.
—Entonces, ¿no es usted tía de una muchacha llamada Isabel Cienfuegos?
La tía Clota volvió a hacernos esperar. Supongo que tuvo en cuenta la recompensa que le hubiera prometido Isabel y sopesó la bolsa de la condesa antes de contestar.
—¿La Despeiná? —dijo al fin.
—¿Es así como se hace llamar?
—Así es como yo la conozco.
Calló en espera de que alguien dijera algo, pero todos nos mantuvimos en silencio. Yo había oído antes ese nombre a la sifilítica del bodegón de Lazcano. Todo parecía encajar. Debía de conocer a Isabel de verla taquinar por allí con la tía Clota mientras ella sudaba y tomaba las unciones, pobre mujer, había intentado avisarme, lástima, de no haber estado ya medio loca habría hecho más caso de sus palabras.
—Es una vieja amiga —aclaró la vieja—. Una antigua clienta. Tres veces la he recompuesto.
—Bueno, no hará falta hacérselo otra vez. Al parecer está embarazada.
El corazón me dio un vuelco. ¿Cómo se había enterado de eso la condesa? Por Ximenet no, desde luego, yo no se lo había contado a nadie.
—¿Embarazada? No más que yo —rio la tía.
Me quedé helado. Pensé que no había oído bien.
—¿Está segura? —preguntó la condesa—. Vaya, pues sé de un caballero que lamentará oír eso. ¡Con la ilusión que le hacía un heredero!
Sentí la mirada de la condesa escrutándome, atenta a mis reacciones. Sin darme apenas tiempo a asimilar lo que acababa de oír, siguió charlando de otras cosas como si nada.
Sinceramente, no sé qué me molestó más, si la fina ironía de la condesa o la risita perruna de Escalante.