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La condesa vivía a espaldas de la iglesia de Santa María, cerca de la plaza del Palacio, en la zona más noble de la villa.

Aunque había pasado el periodo agudo del ataque de hemorroides, aún persistían ciertas molestias que se agudizaban al caminar, así que respiré aliviado en cuanto avisté la puerta de la casa. Frente a ella esperaba el coche de la condesa. Aceleré el paso. Escalante estaba apoyado en el estribo y hablaba con el cochero. En cuanto nos vio me dedicó una ligera inclinación de cabeza y una sonrisa irónica. Pobrecillo, pensé sin rencor, aún no tiene marcas visibles de la enfermedad, es mucho lo que le queda por sufrir.

Entré en el palacio con Cherinos pegado a mi espalda, y ahí se quedó todo el rato que tuve que esperar hasta que llegó la condesa con una camarera. Luego se retiró a una esquina y no se le notó en todo el rato que duró la entrevista.

—He estado dándole vueltas a la historia de la cabeza parlante —dijo doña Micaela en cuanto me vio—. Ya sabe que no es más que una broma, una ilusión para entretener una velada, un truco, vamos. Conocerá el mecanismo.

—Sé que no es buen momento para defraudarla —dije aún con la mirada en el suelo—, ninguno lo es, pero reconozco que no tengo ni idea.

—¡Oh! Vamos, no creerá de verdad que la cabeza habla.

—No lo sé, nunca he visto nada parecido.

Doña Micaela tomó asiento en una silla de tijera y esperó unos segundos mientras la camarera recolocaba el vestido. Molesta, la despidió con un gesto de la mano.

—Yo vi una igual en Milán —dijo—. Se trataba de una escultura hueca de bronce, unida a un tubo que atraviesa la mesa de piedra y el pie de madera, aparentemente macizo, hasta el piso de abajo, donde se sitúa un cierto. A través de dicho tubo se escucha lo que se dice en la habitación de arriba, y cuando se utiliza para hablar parece que la voz surge de dentro de la figura. Es sorprendente y divertido, aunque eso en gran medida depende del ingenio del augur.

—¿Quiere decir que lo de Cancros orbis fel es un invento del marqués?

—Evidentemente.

—En cuyo caso él sabe de qué se trata.

—Pero mi tío ha preferido transmitirlo en forma de oráculo.

—¿Y qué se le ha ocurrido? —pregunté interesado.

—Que ayer se nos escapó una acepción de la palabra cancros. Hablamos de cangrejos, de cánceres y tumores, pero pasamos por alto algo elemental: Cáncer, el signo del zodiaco.

—Los cáncer hiel del mundo —declamé en alta voz—. Tampoco mejora mucho —opiné.

La condesa suspiró.

—Cáncer es la cuarta zona del zodiaco, recorrida por el Sol al principio del verano.

Me encogí de hombros.

—Para ser exactos, va del 21-22 de junio al 22-23 de julio. Y dígame, ¿podemos considerar la fecha del nacimiento de un libro aquella en la que se concede la licencia de edición?

—Supongo que sí.

La condesa me tendió mi librito de Avellaneda, aquel que se apropió en el paseo del Prado.

—Mire la fecha.

Abrí el libro y busqué entre las primeras páginas.

—Día 4 de julio de 1614 —leí.

La condesa me dedicó una mirada triunfante, y yo no pude menos que emocionarme, no del hallazgo en sí, cuya utilidad estaba por ver, sino porque el hecho de ayudarme le causara tanta alegría.

—¿Quiere usted decir que Cancros se refiere al mismo Avellaneda?

—¿A quién si no?

—No lo sé.

—Al fin y al cabo ésa fue la pregunta del marqués, ¿no? —comentó molesta por mi falta de entusiasmo.

—El marqués dijo que había preguntado a la cabeza quién era Avellaneda, no su opinión sobre el personaje.

—Pues esto es lo que hay —replicó ella con desabrimiento.

—Sea como sea, no entiendo qué le va al marqués en esta historia. Tal vez si lo supiéramos podríamos deducir…

Me quedé pensativo, y sin querer se me escapó una pregunta indiscreta.

—Y usted…, ¿por qué se toma tantas molestias?

La condesa desvió la mirada. La pregunta la había pillado desprevenida.

—Creo que se mueve entre arenas movedizas —confesó.

Aquellas palabras me avivaron una sensación de vacío en el estómago.

—Vaya, se preocupa por mí —dije conteniendo la emoción.

—No diga tonterías. Vigilo a mis informantes. Cuando uno husmea en torno a los intereses de Osuna nunca sabe con qué se puede encontrar.

Noté el calor en mis mejillas. Había bajado la guardia y de resultas me llevaba una bofetada. Tragué saliva y me apresuré a buscar una salida para una situación tan incómoda.

—Le agradezco su interés, de todos modos. ¿Desea algo más de mí? —pregunté con voz neutra.

—He visto esta mañana a Villamediana y le he devuelto su broche.

Debí de poner cara de extrañeza, porque aclaró:

—«Más penado, menos arrepentido». Le ha entusiasmado el detalle.

—Me alegro —dije sorprendiéndome de la rapidez con que había logrado que un orfebre hiciera el encargo.

—En cuanto dejamos la sala acudí a ver a mi joyero. Ha estado toda la noche trabajando —comentó leyéndome el pensamiento—. No ha sido barato, pero ha merecido la pena. Don Juan está en deuda.

La condesa hizo un pequeño inciso, dando a entender que aún quedaba algo por contar.

—Y usted ha encontrado el medio de cobrarle —aventuré yo.

Doña Micaela sonrió. Tenía los dientes perfectos, alineados y blancos. Muy blancos. Sonreí yo también para mis adentros.

En aquel momento sonó el Ángelus. La condesa clavó la mirada en el suelo y yo guardé un respetuoso silencio. En cuanto se acalló el eco de la última campanada, doña Micaela dijo:

—Le he pedido que organice hoy una comida y una partida de cartas en su palacio y que invite al conde de Peñafiel. A estas horas deben de estar ya todos reunidos.

Yo la miré sin acabar de comprender. El conde de Peñafiel es hijo del duque de Osuna y prometido de la hija del de Uceda, un muchacho estúpido y presuntuoso que vive en casa de su futuro suegro mientras su padre ejerce el cargo de virrey de Sicilia. Su enlace supone una maniobra política evidente para reforzar los lazos de las dos casas de cara a la lucha que se avecina, pero el joven no ha heredado ni un ápice de la energía del padre, y las ganas de vivir de Villamediana son totalmente incompatibles con la apatía del condesito.

—No parece el compañero de juego ideal.

—¿Pero usted no regentaba un garito?

—Sí.

—Entonces sabrá que no hay mejor compañero que el que pierde.

En eso tenía toda la razón, así que me mordí la lengua. Estaba visto que esa mañana andaba bastante torpe. Aun así tuve suficiente tacto como para desechar la tentación de vengarme comentando lo buena compañera que debió de ser su tía.

—¿Y qué tengo que hacer yo? ¿Llevar los orinales? —pregunté procurando sonar sarcástico.

—Nosotros vamos a esperar. Villamediana hará que Peñafiel pierda. Que pierda mucho. Tanto que no pueda evitar ir a donde sabe que hay. ¿Me sigue?

—¿Espera que vaya a ver al secretario de su padre para pedirle dinero?

La condesa asintió.

—Sí, es posible —dije yo pensando en voz alta—. Es lo suficientemente estúpido. Pero también puede acudir a Uceda.

—Entonces habremos perdido unas horas —dijo la condesa mostrando las palmas de las manos.

—¿Por qué hace esto Villamediana?

—Ya se lo he dicho. Me debe un favor, pero lo habría hecho gratis. Ridiculizar al hijo de Osuna y recaudar para su causa el dinero que el duque ha enviado a Madrid para comprar voluntades es lo que más le puede divertir en este momento.

Sin más palabras la condesa se puso en pie, su doncella le echó por encima un manto y Cherinos empezó a abrir puertas hasta la calle. Yo la seguí a grandes zancadas refrenadas cada poco para no chocar con las sirvientas que acudían a acicalarla en plena marcha. Subimos al coche. Los asientos estaban tapizados de damasco color vino, las ventanas tenían cristales y las cortinillas eran de la misma tela que la tapicería. El cochero lanzó un grito agudo y el látigo restalló por encima de nuestras cabezas. Nuestras rodillas se rozaron con el traqueteo. Hacía un calor infernal, pero no se podían abrir la ventanas, el polvo de la calle sería aún peor. Dejé caer hacia atrás el herreruelo. Notaba la camisa pegada al cuerpo. La condesa empezó a sudar. Bajo sus axilas la seda se riñó de oscuro y el rostro se le cubrió de brillos. Casi podía olerla. Mi imaginación se disparó. Sentí una creciente excitación. Por fortuna estábamos sentados y aún era posible disimularla, pero tenía que controlarme, dejar de imaginar mi rostro hundido entre sus tetas, era prioritario que pensara en cualquier otra cosa. No me iba a resultar fácil, así que pegué la cara al cristal y me cubrí con una cortinilla como si me interesara mucho el paisaje.

—He quedado en que a eso de las cuatro esperaríamos en la puerta —dijo, creo que consciente de mi turbación y disfrutando con ella, para más inri.

Volví a mirarla. Forcé una sonrisa que ella me devolvió divertida. Me encontraba francamente violento, temía que se hicieran patentes mis ensoñaciones. Habría que inventar algo para no vestir prendas tan holgadas.

—Aún falta mucho para las cuatro —dije nervioso—. ¿Adónde se supone que vamos ahora?

Ella sacó un pañuelo de batista y se lo pasó por la frente, el cuello, la nuca. Sus tetas interactuaban sin ruido amenazando con salirse del nido a cada movimiento, pero siempre contenidas. Una angustia.

—Tengo una sorpresa.

—¿Más?

—Esta es de otra índole. No sé si le gustará.