Ya tenía claro que don Francisco estaba en Madrid, si no a cuento de qué iba un escribano a enseñar tan fácilmente un documento privado de un cliente tan especial. La única justificación era que pretendiese convencerme de lo contrario. Pero encontrarlo no sería fácil, y menos aún hablar con él, estando como estaba de incógnito y ocupado en asuntos graves de gobierno, o, dicho de otro modo, en distribuir sobornos. Sin embargo, alguien había dado ya a mis espaldas los pasos necesarios.
—Buenos días, señor Cherinos —dije al jaque de la condesa que parecía esperarme sentado en una cantonera—. ¿Acaso llego tarde?
—Ha debido de impresionar usted al escribano. Se ha dado prisa en atenderle.
Se incorporó fingiendo un dolor agudo en las posaderas, como si llevara media vida allí sentado.
—Ya sabe lo que ocurre cuando se lleva tiempo sin ver a un viejo amigo, hasta que te pones al día…
—No parece usted alguien que tarde mucho en poner a nadie al día.
—Le disculparé ese comentario porque se ve que no es usted hombre de letras, amigo Cherinos, pero le hago notar que procedo de familia numerosa y el estado de mis parientes era de sumo interés para el bueno de Santibáñez…
—Es usted hijo único y sus padres murieron hace diez años durante la epidemia de peste.
—Si el gobernador de Milán tuviera tan marcado al duque de Saboya como usted a mí, otro gallo nos cantara en Europa. ¿Y qué hay de nuestro buen amigo Escalante?
—Está de visita en el hospital de San Juan.
—Vaya, lamento oír eso. ¿El mal francés?
—No ha ido a tratarse. Es un asunto de la señora.
—¿La condesa padece el mal francés? —pregunté sobresaltado.
—Mire, don Isidoro, no me jalee que no soy hombre paciente. La condesa me ha ordenado que le diese un recado en cuanto saliera de ver al escribano.
—¿Tan segura estaba de que iría a verlo?
Cherinos se encogió de hombros.
—¿Y bien?
—Que se reúna con ella en su palacio. Es importante.
—¿Cuándo?
—Ya.
—Un poco imprecisa —bromeé.
—Quam primum.
—Hombre, latín. Creía que era sólo de los del mazo dando.
—Me llevó tres años darme cuenta de que lo mío no era el seminario.
—A decir verdad, últimamente tengo muchos problemas con los latines. Por cierto, no conocerá usted a nadie que se llame Cancros, ¿verdad?
—No.
—Lo imaginaba. ¿Algo más?
—Que lleve la ropa nueva.
—¿Otra fiestecita? ¿Y no le ha dado ninguna ayuda de costa para mejora de mi ajuar?
—No.
—Muy bien, Cherinos. Dígale a la condesa que ahora voy. Como verá, la ropa nueva ni me la quito. Y perdone que no le dé propina, pero ando un poco bajo de fondos.
—No se apure, ya tendrá ocasión. Me ha dicho el ama que no me separe de usted.
—¿Y eso?
—Pregúnteselo a ella.
—Por curiosidad. ¿Es para ayudarme o para vigilarme?
—Sus palabras han sido: «Que no le pase nada que yo no ordene».