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Don Juan Santibáñez y Ceballos, escribano de don Francisco de Quevedo, tenía su despacho junto a los de otros escribanos en la plaza del Salvador, no lejos del de don César Memelosa, por cierto. Los escribanos tienden a hacinarse alrededor de la Casa de la Villa y la cárcel como las moscas en torno a la mierda. Y lucen librea semejante. Al pensar en don César me vino a la cabeza el asunto que teníamos pendiente y que aún tendría que esperar. Apenas me quedaban unas monedas de la bolsa de la condesa. Con un poco de suerte confiaba poder estirarlas hasta que Robles me adelantara otra cantidad por mi trabajo. Lo malo era que seguía sin nada que ofrecer.

A las ocho y media estaba a la puerta del despacho, a las nueve y cuarto llegó el pasante que me dejó entrar y hasta casi las diez no llegó don Juan. Yo ni era cliente suyo ni mi aspecto anunciaba grandes cosas, a pesar de mi digna vestimenta (en algo debió de notar que era de segunda mano), así que me dejaron allí olvidado a ver si me cansaba y me iba por propia voluntad. Un tipo llegó bastante después y fue recibido casi de inmediato. Por suerte yo había tenido la precaución de coger el Garcilaso y me entretuve releyendo unos pasajes.

—Don Juan no tardará —tuvo la deferencia de decirme el secretario al repetir la operación con un nuevo visitante.

Estaba a punto de desistir cuando me invitaron a adentrarme por un largo pasillo hasta una sala tan oscura que en pleno día estaba iluminada con candeleros. Eso sí, fresca como una bodega. Don Juan Santibáñez escribía una nota parapetado tras una enorme mesa de castaño repleta de papeles. Apenas se molestó en dedicarme un rápido vistazo.

—¿Y bien? Usted dirá —dijo el escribano alzando al fin la vista tras unos eternos minutos de silencio.

Hablaba calmo, arrastrando las palabras. Pensé que no le vendría mal una gotita de azogue en cada oído, lo que se echa a las caballerías para infundirles un poco de brío de cara al mercado.

—Tengo entendido que es usted el representante legal de don Francisco de Quevedo —dije. Él asintió y yo continué hablando—: Verá, me han dicho que don Francisco está en Madrid y me urge tener una entrevista con él.

—Me temo que eso va a ser imposible.

—Sé que es un hombre muy ocupado, pero…

—No, no. Es que no está en Madrid —dijo recalcando el último no.

—¡Cómo que no está! Le aseguro que…

—No sé qué le han podido decir, ni quién —me cortó—. Don Francisco marchó hace un par de años a Sicilia y aún no ha vuelto.

Me quedé mirándolo con tal cara de irónica incredulidad que se vio impelido a aportar alguna prueba.

—Mire —dijo sacando una carpeta de entre los expedientes que se amontonaban a su izquierda—. Vamos, eche un vistazo —añadió depositándola en la mesa frente a mí.

Lo miré indeciso. Él mismo abrió la carpeta y señaló el primer documento.

—No hace falta que lo lea entero. Es una contestación con fecha 3 de julio a un pleito iniciado el 23 de mayo por un tal Pedro Pacheco y otros vecinos de Bejorís contra don Francisco de Quevedo. Pero eso no viene al caso. Mire al final. ¿Quién lo firma? Don Juan Díaz de Santibáñez Ceballos. Servidor. Por poderes. ¿Me cree ahora? ¿Piensa que si don Francisco estuviese en Madrid no se ocuparía personalmente de sus asuntos?

—Tal vez haya vuelto de incógnito.

—Por favor. Está usted hablando del secretario del excelentísimo señor duque de Osuna.

«Precisamente», iba a decir yo, pero don Juan no me dio la oportunidad.

—No es alguien que se ponga a jugar tontamente al escondite.

—No, en efecto —murmuré—. Lamento haberle hecho perder el tiempo.

Don Juan entrecerró los ojos y alzó un poquito las cejas. Aquélla debía de ser su mueca para expresar la enorme paciencia de que estaba dotado para soportar la imbecilidad ajena. Me dieron ganas de tirar por el suelo todas sus carpetas.

—Y ahora, si me lo permite…

La entrevista había acabado. Sin mediar más palabras cogió el primer documento de un montón, se recostó en la silla y se enfrascó en su lectura. O al menos lo simuló.

Yo amagué un gesto de despedida y me fui sin cerrar la puerta.