Esa noche no pegué ojo, y no por la hemorroide ni porque temiera una visita de Santiago. Entré en casa con la espada en la mano esperando que el hijoputa se me echara encima a cada momento, atranqué con la mesa la puerta rota, dejé entornadas las hojas del balcón para que corriera el aire pero uní los picaportes con una cadena por si a alguien se le ocurría entrar saltando desde el tejado no tuviera más remedio que hacer ruido. No ocurrió nada, y sin embargo, ya digo, no pegué ojo. Sentía opresión en el pecho, ansiedad, accesos de pánico… Estaba enamorado, vaya. Como un imbécil. Y eso era un problema.
No me molestó el ajetreo de la obra sobre mi cabeza por la mañana, una mañana preciosa en la que todo me parecía más claro. Pensé que sería efecto del amor, como se confirmó un poco más tarde cuando analicé el porqué de mi optimismo sin hallar ningún motivo racional. Objetivamente estaba otra vez en barbecho. Sin pistas ni ideas. El único camino que me quedaba por explorar no sabía ni dónde tomarlo, así que decidí seguir el consejo de la condesa. Volví a ponerme la ropa nueva y salí de casa en ayunas.
—¿Sabe ya las nuevas? —me preguntó Venancia en cuanto asomé la cabeza.
La mujer estaba apostada junto al rellano, cerrando toda posibilidad de escape.
—¿Sobre qué?
—Santiago y Casilda. Han recogido sus cosas y se han marchado.
—¿Ah, sí? —dije aliviado—. ¿Y no han dicho adonde, ni por qué?
—Ni una palabra. ¿Usted no sabe nada?
Negué con la cabeza.
—Y hay más —añadió—. Los ladrones. Los van a ahorcar. Lo tienen bien merecido. Apenas los sentaron en el potro cantaron como jilgueros. Ella también, ¿eh? Y parecía una mosquita muerta.
Recordé a la pobre Rosita, tan joven, tan risueña, y la imaginé atada a una mesa con la cara cubierta por un paño mojado metido hasta el galillo, mientras un alguacil le hacía preguntas y otro vertía más agua cuando no le gustaban las respuestas.
—¡Es increíble! —solté indignado—. Por lo que me robaron a mí no hay para ahorcar a nadie.
—Eso era lo de menos —replicó Venancia molesta—. Han confesado otras muchas cosas.
—No lo dudo. ¿Conoce la historia del trigo griego?
Venancia puso cara de asco y negó con la cabeza.
—Es una historia de corsarios, de levantes. Cuentan que una fragata española abordó un caramuzal cargado de trigo con seis o siete griegos a bordo y cuatro o cinco turcos. Ya sabe que los griegos son aliados y la patente del rey no permite asaltar sus naves. Cuando preguntaron de quién era el trigo los griegos contestaron que suyo, pero ésa no era la respuesta correcta. Uno a uno los fueron pasando por el potro y los apretaron hasta que cantaron que era de los turcos, de modo que los corsarios pudieron requisarlo legítimamente.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Que trae mala suerte caer preso sin dinero ni valedores.
No quise hablar más. Me repugnaba aquella mujer que parecía regodearse con la desgracia de unas personas con las que hasta hacía poco había compartido el pan. Recordé la comida que habíamos tenido en el patio todos juntos y las miradas de Pitu a la muchacha. Sentí como un golpe de viento en el pecho. De pronto lo vi todo claro. Fue como una visión de lo que debía haber ocurrido, sentí el aire viciado que me rodeaba y su hedor de venganza. Pitu y Rosita. Venancia, vieja loca.
Me lancé a la calle. Las tripas me sonaban como si me hubiera tragado una fanfarria. Hice una parada en un figón de San Felipe para apretarme un vasito de aguardiente y unos torreznos, y ya con el aliento templado me fui directo a la calle del Niño a la casa de don Francisco de Quevedo. No había nadie. Las contraventanas estaban cerradas. Llamé a la puerta, esperé y volví a llamar. Nada. La casa parecía abandonada. Una vecina de enfrente asomó la cabeza y preguntó que qué se me ofrecía. Le dije que era amigo de don Francisco y que quería verlo, y ella me contestó que si era tan amigo debería saber que don Francisco estaba en Sicilia y que ella era la encargada de vigilar la casa en su ausencia, así que me rogaba que dejara de aporrear la puerta o haría venir a quien me lo hiciera entender con menos palabras. Yo le dije que era casi imposible que encontrara a alguien más conciso, pero ella me aseguró que conocía a uno que tenía menos estudios que un pavo y que no le hacía falta palabra alguna, y que visto lo visto le daba en la nariz que yo lo quería tratar.
Decliné la oferta y me largué. Volví mis pasos de nuevo hacia la Puerta del Sol y una vez allí encaré con alegría la calle Mayor mientras los mercaderes empezaban a abrir los postigos de las tiendas, sacaban a palos a los cerdos de los zaguanes y comprobaban los vientos de los toldos.