Nada más doblar la esquina de la Cava Baja empezamos a andar entre carruajes y sillas estacionados a ambos lados de la calle, sillas con escudos de grandes casas y carruajes de cuatro mulas. Allí había mucha gente importante. Sentí un pequeño mareo, la gola se me cerró en torno al cuello. Reconozco que en aquel momento mis contratados se comportaron con gran profesionalidad. El lacayo alzó el farol para iluminarme, el jefe de la silla me abrió la portezuela y todos inclinaron la cabeza cuando me puse en pie. Dos porteros me miraron de arriba abajo.
—Bienvenido, señor —dijo uno de ellos—. ¿Desea ser anunciado?
Yo lo miré con sorna, le di una propina generosa y le dije que deseaba que mi llegada fuera una sorpresa. Subí diligentemente las escaleras sin mirar atrás, franqueé la puerta de doble hoja del salón y me perdí entre el público.
El local era enorme. Estaba compuesto por varios salones unidos entre sí por puertas de doble hoja abiertas de par en par, todos ellos generosamente iluminados con lámparas de vidrio colgadas del techo y hachones en las esquinas. Habría unas diez o doce mesas donde se jugaba a las cartas, una zona de danza y otra donde se juntaba la gente en corros para charlar y desde donde se anunciaban los sorteos. Metidos en una especie de hornacina se amontonaban tres músicos, una guitarra, un clavicémbalo y una vihuela, que tocaban ritmos mesurados como pavanas, gallardas y rugeros, aptos para el discreteo amoroso pero que no estorbaban la conversación de los que estuvieran a otros negocios.
Como cada noche, la sala estaba llena. Empecé a pasear entre las mesas aparentando indiferencia y un poco de aburrimiento para darme buen tono, pero en cuanto me percaté de quiénes estaban allí reunidos me empezaron a sudar las manos. En una mesa jugaba don Rodrigo Calderón, marqués de Sieteiglesias, secretario del duque de Lerma. Un poco más allá el duque de Sessa compartía mesa con don Diego Gómez de Sandoval, conde de Saldaña, segundo hijo del duque de Lerma, y con su esposa doña Luisa Hurtado de Mendoza. En otra, don Bernardino de Velasco, conde de Salazar, aquel a quien el rey encargó la expulsión de los moriscos, jugaba con el jovencísimo marqués de Peñafiel, hijo del duque de Osuna y prometido de la hija del de Uceda, primogénito de Lerma.
Cada vez que identificaba a uno de esos personajes daba media vuelta y seguía mi paseo en dirección contraria, tal es la prevención que me inspiran las diversiones y caprichos de los poderosos.
A pesar de lo grande que era la sala, el espacio por el que aún me movía con libertad era cada vez más pequeño, y al final me encontré atrapado junto al cortinaje de la puerta que daba al cuarto de los sorteos, lugar peligroso donde los haya. Las damas, mientras aguardan turno para dejarse las pestañas en el tapete, se suelen reunir en ese espacio para entregarse a su otra gran afición: saquear a los desgraciados que sorprenden al paso forzándolos a que les regalen dulces y les compren papeletas para la rifa de la fruslería de turno que haya llevado tal o cual caballero. No hay varón que se niegue a satisfacer esos caprichos por gravosos que resulten, ni aunque sus hijos corran riesgo de quedarse sin un mal pedazo de pan que llevarse a la boca.
En aquel momento, un petimetre con el pelo por los hombros y bigotillo afilado con almidón anunciaba que no sé qué doncella iba a proceder a sacar la bola afortunada. El premio eran unos guantes sahumados con ámbar que había regalado para la ocasión el marqués de Sieteiglesias. Todas las presentes parecían tener papeletas y las apretaban excitadas contra el pecho. Una pavisosa salió acompañada de un coro de risitas de entre el grupo de adolescentes y se situó junto al director de la rifa. Cuando tuvo vendados los ojos estiró los brazos y tanteó el aire hasta que dio con la boca del jarrón de porcelana. Las mujeres contuvieron la respiración. A sus espaldas, los hombres se miraban entre sí satisfechos del montón de papeletas con que cada uno había dotado a su favorecida del momento. La muchacha sacó apretada en el puño una bolita de madera, se alzó la venda y cantó el número afortunado.
—¡El veintinueve!
—¡Oh! —gritaron todas con decepción al tiempo que lanzaban al aire sus papeletas hechas pedazos.
En el suelo cuajó una capa de confeti color violeta.
—¡Yo, yo! ¡Lo tengo! —gritó una cuarentona agitando la papeleta premiada por encima de las cabezas.
—Tenemos ganadora —certificó el hombre tras comprobar el número, y el propio marqués de Sieteiglesias irrumpió entonces en el círculo para hacer entrega del regalo a la afortunada, que se inclinó hasta casi rozar el suelo con la frente.
—Me alegro de que se haya decidido a venir —susurró una voz a mis espaldas.
Me quedé mudo, la boca seca, noté que se me erizaba el pelo de la nuca y que al tiempo me invadía una inmensa alegría. Sin embargo, la condesa interpretó mal mi silencio, porque añadió con voz aún más suave:
—Creo que no he sido justa con usted. Le debo una disculpa.
De pronto me sentí fuerte.
—En absoluto —dije envalentonado—. Me enorgullece haber sido sólo yo, de entre todos los subalternos de los acreedores de su tía, el elegido para tener el honor de ser vapuleado por sus esbirros.
—Me alegro de que lo tome como un honor —dijo cogiéndome del brazo y tirando de mí para separarme de mi refugio entre las cortinas.
Ambos nos miramos de frente por primera vez. Ella me sonrió. Creo que le hicieron gracia los moratones que aún tenía en la cara y la costra en el borde del labio. Yo le devolví la sonrisa. Me soltó el brazo, se cruzó las manos a la espalda y yo me asomé a su escote con cierto descaro. Creo que eso también le hizo gracia.
—Tenga usted cuidado, o acabará perdiendo un ojo.
—Disculpe. No era mi intención…
No me escuchó. La seguí hasta una esquina del salón de baile donde la luz era un poco más tenue. Los músicos habían dejado de tocar y se apresuraban a engullir lo más posible en los escasos minutos de descanso de que disponían.
—He hecho algunas averiguaciones, tal como me encargó —dije en tono misterioso.
—Yo no le encargué nada.
—Entonces la entendí mal. Sería porque su sirviente me estaba dando con una pala en el oído.
—¿Eso es lo que le ha movido a interesarse por el caso?
—No exactamente, pero me gusta dar la talla cuando me someten a tortura.
—¿Acaso esperaba que lo volviera a torturar?
—Confiaba en ello. Y no me ha defraudado, le aseguro que esta ocasión es aún más dolorosa que la primera.
—No lo he tocado.
—¿Le parece poca tortura?
Ella me dedicó una sonrisa franca. Sentí que le caía bien, me encontré cómodo y relajado.
—Basta —protesté—, no lo soporto más. Contaré lo que me pida.
—Está bien. ¿Qué ha averiguado de mi tía?
—Que era jugadora compulsiva.
—Está lejos del premio. De eso ya me he enterado yo también. ¿Por qué cree que le he pedido disculpas?
—¿Es que hay premio?
—Donde hay castigo…
—Bien —dije satisfecho. Aquello era prometedor—. ¿Quiere saber lo que pienso?
Ella recorrió la sala de un vistazo, como si comprobara que no había nadie observándonos. Supuse que le inquietaba que sus amigos echaran cuenta del rato que llevaba hablando conmigo.
—Me he enterado de que hace un año su tía protagonizó un proceso parecido, aunque con un desenlace muy distinto. Al parecer jugó fuerte, el marqués intervino, se hizo cargo de las deudas y luego la envió una temporada al campo, una especie de cura lejos de la tentación de los garitos.
—Es posible. Es verdad que el año pasado lo pasó en el campo, pero ¿qué tiene eso que ver con su muerte?
—Seguro… no lo sé, pero además del problema del juego hay otro asunto que habría que considerar —dije mostrándole las placas de plata que le había comprado a Fadrique.
—Pero… ¡Son de mi tía…! —exclamó cogiéndolas de mi mano—. ¿De dónde las ha sacado?
Arqueé las cejas. A ella se le borró la sonrisa del rostro. Me miró de forma extraña, como si le molestara que yo conociese esos aspectos de la vida privada de la marquesa.
—Su tía estaba enferma —afirmé en tono serio.
—Nada especial —replicó ella incómoda.
—Señora, si espera que llegue a alguna conclusión debe comprender que esos detalles pueden ser importantes para esclarecer…
—Está bien, llevaba unos días un poco retraída, triste.
—¿Era la primera vez que la veía así?
—No, por eso tampoco me llamó la atención. Había temporadas que se despertaba sintiéndose mal, baja de ánimo, a veces hasta costaba sacarla de la cama y hacer que desayunara y se aseara para ir a misa. Luego mejoraba a lo largo de la tarde y por la noche estaba bien del todo. Pero entonces se iba a jugar, perdía y a la mañana siguiente amanecía otra vez con la losa encima.
—¿Y usted cree que la culpa de todo la tenía el juego?
—¿Qué si no? El día que la fui a buscar al garito de Robles, el día que nos cruzamos en la puerta, me dijo en el coche: «No te preocupes, Micaela, pronto dejaré de ser un problema».
—¿Por eso piensa que fueron las pérdidas en casa de Robles las que la llevaron a la desesperación?
—Entonces creí que Robles tenía sobre ella algún poder extraño. Ignoraba que antes que el suyo había visitado ya otros garitos.
Medité unos segundos. Había cosas importantes que preguntar, pero se me iban las ideas. Por fin me acordé de algo.
—¿Le hizo algún regalo excepcional en los últimos tiempos?
—¿A qué se refiere?
—Sus camareras me han dicho que a ellas les regaló por sorpresa un collar de oro y unos pendientes de perlas.
La condesa me miró fijamente sopesando la pregunta.
—Hará cosa de un mes me regaló un conjunto de collar, diadema y zarcillos de oro incrustados con piedras preciosas.
—¿Qué tenía para ella de especial?
La pregunta puede parecer ociosa tratándose de semejante conjunto, cualquiera es capaz de ver que era especial, pero dado que era una mujer tan rica no estaba de más revisar los parámetros de lo que entendíamos cada uno por normal.
—Me dijo que había pertenecido a su madre, y que como no tenía descendientes quería que me lo quedara yo.
—De eso hace más de un mes —puntualicé—, mucho antes de que adquiriera su deuda con Robles.
Ella asintió. Ambos nos quedamos en silencio. Por el rabillo del ojo vi a Luis Vélez de Guevara observándonos discretamente. Me pregunté qué demonios haría allí precisamente aquella noche, pero recordé que había visto al conde de Saldaña y a su mujer y que no era raro que un secretario acompañara a su amo allá donde luego hubiera que liquidar deudas. Él, en cuanto se vio descubierto, frunció un poco el ceño y alzó discretamente los hombros como preguntándome por mi presencia. Yo le dediqué una media sonrisa enigmática y volví a centrar mi atención en doña Micaela.
—Dejemos eso por ahora —dijo ella—. Si le he hecho venir ha sido para disculparme por lo del otro día y para presentarle a alguien. Tómelo como una compensación. Venga conmigo.
Volvimos a la sala de juego y la condesa me condujo hasta el ángulo más próximo a la mesa en la que don Juan de Tassis, conde de Villamediana, compartía tapete con tres caballeros.
—Ya conozco a don Juan —le susurré al oído.
—No es a él a quien quiero presentarle, sino al marqués de Hornacho, mi tío.
Aunque no me miró debió de percibir mi sorpresa.
—El otro día estuve en su casa de visita y le hablé de usted y de su búsqueda de Avellaneda. Se mostró muy interesado en conocerle. De hecho, me pidió que organizara este encuentro.
Me sentí decepcionado. No sé por qué ridícula presunción había llegado a creer que la condesa sentía alguna inclinación hacia mí. Ni por lo más remoto se me había ocurrido pensar que pudiera haber otro motivo para aquella cita. Me desinflé, y ella debió de notarlo, porque aprovechó para hacer un poco más de leña.
—Espero que él pueda echarle una mano, porque si no…
—Señora —respondí con dignidad—, sepa que he avanzado mucho en mis investigaciones.
—Chisst… —susurró. Sentí su aliento en el oído, casi podría asegurar que percibí en la oreja el calor de sus labios—. Parece que esta noche el marqués tiene mucha suerte —comentó señalando al caballero que estaba frente al conde de Villamediana. El hombre estaba muy serio, vestía un traje de terciopelo negro y una gola de más de tres dedos de alta. Tenía barba y bigote blancos y el pelo, blanco también, muy corto y recio.
Eché un vistazo a la mesa. El caballero en cuestión se estaba haciendo con un buen montón de dinero. Pensé que debía de ser muy bueno en el juego para ganar tanto a don Juan de Tassis, con la fama de tahúr que tiene…
—No parece ésta la noche de don Juan —comentó ella irónicamente—. Hace poco ha perdido otra buena cantidad con don Andrés Velázquez en otra mesa.
—¿Quién es Andrés Velázquez?
—¿No lo conoce? Es el espía mayor y fiscal de los cohechos. Él se encarga de que cada uno reciba lo suyo. Ya sabe cómo es la Corte, nada se mueve si no es con oro. Oro para Sieteiglesias, para Jerónimo de Villanueva, para Juan de Salazar, para fray Luis de Aliaga…
—¿Pero todo ese dinero es de Villamediana?
—De Lemos. De Nápoles, en realidad. Villamediana lo reparte.
—¿Y Villamediana reparte sobornos aquí, a la vista de todos?
—Cuestión de negocios. Así Osuna se entera de en cuánto está la puja. Todos saben que don Pedro duplicará lo que dé Lemos.
—Vive el rey como Cristo tuvo a bien morir; entre ladrones.
—Como diría nuestro conde poeta —dijo ella señalando a Villamediana—, duele ver al César súbdito de Seyano.
—Ya veo que no le agrada el duque de Lerma.
—Es el artífice del sistema. Da pena ver lo que se podía haber logrado. Lerma ha conseguido un periodo de paz inusitado, pero ¿para qué ha servido? Para dilapidar la fortuna del Estado en beneficio de unos pocos.
—Por ahí dicen que Osuna puede arreglarlo todo.
—¿El chiquitín? Dios nos libre. Entre usted y yo, si tuviera que apostar, lo haría por Olivares —dijo señalando a un joven de carita redonda que estaba de mirón en la mesa de Sieteiglesias. Era la primera vez que lo veía, aunque había oído hablar de él como protegido de don Baltasar de Zúñiga—. Todos buscan el modo de acercarse al rey. Unos intentan desplazar a Lerma y ocupar su puesto, y los más astutos centran sus esfuerzos en ingresar de gentilhombre de cámara del príncipe. Ésos son los que apuestan por el futuro.
Recordé las palabras de Almansa sobre Sessa, eso de que lo desterraron por intentar acaparar ese puesto.
—Es peligroso acercarse demasiado al rey —comenté—. Me recuerda al mito de Faetón, el que intentó conducir el carro del sol. Pretendió subir demasiado alto y acabó estrellado en tierra.
—Eso le gustaría al conde de Villamediana.
Como si hubiera sentido que hablábamos de él, Villamediana se puso en pie lentamente. Incluso perdiendo era de una elegancia envidiable. Vestía traje de finísima seda blanca bordada con hilos de oro y su porte ejercía tal fascinación que atraía todas las miradas. Don Juan se dirigió hacia nosotros mientras el marqués reclamaba los servicios de un orinalero y se retiraba a aliviarse tras una cortina. Entretanto, su secretario recogió las ganancias y repartió unas monedas entre los mirones y el personal de la casa.
—¡Doña Micaela! —exclamó don Juan sinceramente complacido.
—Don Juan.
—Veo que está acompañada. Ya no hay duda, no es mi día de suerte.
—Permítame que le presente a don Isidoro Montemayor, aunque creo que ya se conocen…
Villamediana me miró con curiosidad mientras se ajustaba el sombrero levemente ladeado. Una cascada de plumas de colores cayó sobre su hombro derecho. Yo me quedé en silencio, aterrado de pronto de no ser reconocido y tener que sumergirme en un fárrago de explicaciones. Le dediqué una mirada de súplica, me llevé una mano al pecho e inicié un saludo. Por suerte, don Juan tenía buena memoria.
—Claro. Don Isidoro. ¿Qué tal anda nuestro común amigo?
Sin darme tiempo a contestar, cambió de tema. No era fácil entablar conversación con el conde, era hombre más bien propenso a soliloquios y amante de sentencias.
—He leído el libro de Avellaneda, y debo decirle que comprendo la indignación de don Miguel. Ese tipo es un miserable. No hay peor afrenta al honor de un hombre que tildarlo de bujarrón, aunque yo sé de uno que carece de escrúpulos y bien podría haberlo hecho. Su humanidad está a la altura de las alimañas, por supuesto muy por debajo de la de cualquiera de mis caballos.
—¿A quién se refiere?
—A don Francisco de Quevedo —dijo segura doña Micaela.
—¿Hay algo que escape a su percepción? —elogió galante don Juan.
La condesa se infló satisfecha.
—Don Juan, lleva usted un broche muy acorde a su carácter —dijo señalando el que adornaba la cinta de su sombrero. Se trataba de un precioso esmalte en el que se veía a un diablo jugando entre las llamas.
—¿Le gusta? —respondió éste quitándose el sombrero y soltando el prendedor de la joya.
—Muy bonito.
—Suyo es —dijo tendiéndoselo.
—Vuélvalo a su lugar, don Juan, que ahí es donde mejor luce.
—Insisto. Este broche ya no me pertenece, no podría llevarlo. Le ruego que lo acepte si no quiere que lo tome por agravio y me vea obligado de exigir a su acompañante una satisfacción.
Yo me sobresalté, pero a ella le pareció una idea muy graciosa. Durante un instante eterno pensé que lo devolvería, pero en el último momento se apiadó de mí y se prendió el esmalte en la pechera.
—No es justo que corra la sangre por un capricho —dijo.
—¿No es eso por lo que acaba siempre corriendo? —preguntó retóricamente el marqués de Hornacho que acababa de incorporarse a nuestro corrillo—. Usted debe de ser don Isidoro Montemayor.
—Para servirle —dije antes de doblarme en una profunda reverencia.
Me sentí incómodo. Dudé si darle el pésame o pasar por alto la muerte de su esposa. Cuando alguien muere de ese modo lo mejor suele ser esquivar el asunto de puntillas. En cualquier caso, había dejado escapar el momento y ya era tarde para otra cosa que no fuera el silencio.
—He oído hablar de usted. A mi sobrina —aclaró—. Pero no nos quedemos aquí, vayamos a comer algo.
Unos comparan el galanteo con el juego, otros con la guerra, y don Juan de Tassis es mariscal de campo de Nápoles y tahúr en todos los garitos. Digo esto porque llegado ese momento el conde de Villamediana se disculpó, alegó una cita tardía y abandonó la sala para disgusto de unas cuantas damas que lo aguardaban aprestadas con munición de gran calibre. Así es él, cuando se siente acechado, levanta el sitio y se va de putas.
La condesa y yo acompañamos al señor marqués hasta la habitación de la comida. Ésta estaba presidida por una mesa de castaño de tres piezas cubierta de manteles de hilo, sobre la que habían extendido una gran variedad de platos de los que no reconocí ninguno. La condesa me explicó que esa noche habían contratado a un cocinero toscano para que preparara unas cuantas especialidades de las descritas por Leonardo da Vinci en sus apuntes de cocina, y aquél era el resultado. Había león marino, que es carne maloliente con sabor a pescado, lomos de serpiente, testículos de cordero con miel y nata, crestas de gallo con migas, cabra en gelatina, renacuajos rebozados y otras delicadezas que pido a Dios que nadie me obligue nunca a probar. Por suerte el marqués era de la misma opinión (de otro modo no hubiéramos podido dejarle comer solo), así que pedimos unos vasos de vino de Yepes y un puñado de almendras tostadas.
Para romper el silencio le pregunté por el niño de dos cabezas que se decía que había traído a la Corte, y me aclaró que en realidad lo que tenía eran dos caras y que por suerte para él ya había muerto.
—Al rey le ha encantado —comentó—. Por ahora lo conserva en un gran frasco con alcohol. Disfruta mucho sorprendiendo a sus invitados.
—¿Lo va a incluir usted en su gabinete?
—Ya veremos, ya veremos. Ahora estoy muy ocupado con otras cosas, sobre todo escultura y cerámica. Acabo de recibir un envío de piezas chinas y persas que son una maravilla. Pero lo más difícil ha sido la instalación de la cabeza parlante.
—¿Una cabeza parlante? —intervino la condesa—. He oído hablar de ellas.
—Mi querida sobrina, no creo que haya ninguna como la mía. He conseguido la cabeza parlante de Afrodita que perteneció al mago Escoto.
—¿Por qué es parlante? —pregunté yo—. ¿De qué habla?
—Es un oráculo. Contesta a lo que se le pregunta —susurró el marqués con gran misterio.
—¿Pero es una cabeza de verdad? —pregunté imaginando una cabeza de mujer flotando en otro frasco de alcohol junto a la del niño de dos caras.
—¡No! —respondió el marqués controlando una risita—. Es de bronce. Una cabeza de Afrodita de bronce que tiene la boca entreabierta y los oídos perforados. Preguntes lo que preguntes, ella siempre da una respuesta. Precisamente, el otro día tuve unos invitados en casa e hicimos la prueba definitiva.
—¿Funcionó? —pregunté.
—¿No quiere conocer primero la pregunta?
La condesa y yo asentimos resignados. Empezaba a ponerme nervioso el marqués con su parsimonia.
—Iba a preguntarle sobre la honestidad de tal o cual dama, ya me entiende, en los juegos de salón al final eso es lo que más divierte, cuando recordé que mi sobrina me había hablado de un hombre que estaba haciendo indagaciones sobre un tal Alonso Fernández de Avellaneda, un personaje esquivo, o un seudónimo de alguien que al parecer ha escrito la segunda parte del Quijote, y me dije ¿por qué no? Así que susurré al oído de Afrodita: señora, usted que conoce bien a Apolo y no se le ocultan los cisnes que cantan en su honor, respóndame si sabe ¿quién es don Alonso Fernández de Avellaneda?
Quedó la pregunta en el aire enroscada en su dedo índice que señalaba el techo. El marqués escrutó nuestros rostros, el mío, el de la condesa. Yo no pude soportarlo más y fui el primero en despegar los labios.
—¿Y bien? ¿Le dio alguna respuesta? —pregunté.
—Ciertamente, aunque ya sabe cómo acostumbran a ser estos oráculos.
—No.
—Crípticos, amigo mío.
—Ya.
—Sáquenos de dudas. ¿Qué dijo la cabeza? —le preguntó la condesa que parecía tan intrigada como yo.
El marqués retrasó su respuesta. Torcía la boca en muecas extrañas como si una almendra se resistiera a colocarse entre las pocas muelas que le quedaban.
—Al principio me costó entenderla, hasta que me di cuenta de que hablaba en latín. Dijo: Cancros orbis fel.
—Cancros, orbis, fel —repitió ella silabeando las palabras.
—¿De quién dijo que era la cabeza? —pregunté.
—De Afrodita.
—Menos mal que era griega, eso le disculpa el no saber latín —comenté—. En esa frase faltan artículos y un verbo. Cancros orbis fel —repetí—. Cancros ni siquiera es latín.
—Es un sinónimo de cangrejo, ¿no? —dijo la condesa.
—¿Y qué se supone que quiere decir? ¿Cangrejo hiel del mundo? No tiene mucho sentido —comenté.
—Que los cangrejos son una maldición.
—Cancro es una variante de chancro, de cáncer. Puede referirse a algún cáncer, a un tumor —señaló el marqués.
—Habla en plural; cancros. ¿Tumores hiel del mundo?
—Usted es el investigador —dijo el marqués dándome una palmada en la espalda—. Ya me dirá a qué conclusión llega. Me quedo muy intrigado.
Alzó una mano y dos hombres que había sentados en sillas contra el muro dieron un salto y se aproximaron rápidamente llevándole la capa, los guantes y el sombrero.
—¿Seguro que no dijo nada más? —insistí intentando retenerle, pero él se dirigía ya resueltamente hacia la salida.
—Cancros orbis fel. Nada más —dijo a modo de despedida—. Presté mucha atención, se lo aseguro. Pero piense, algo debe de querer decir.
Le vi salir con su séquito. En total habría allí más de una docena de hombres para acompañarle, todos bien armados. Ni siquiera alguien como él podía andar seguro por las calles, quizás él menos que ninguno. Cancros orbis fel. Seguramente era una broma, o parte de un juego, pero ¿por qué? Decidí no pensar más en ello, no me gustan las adivinanzas, me parecen una pérdida de tiempo, pero al encarar de nuevo a la condesa le tuve que preguntar:
—¿Por qué una palabra en castellano y dos en latín?
Ella alzó los hombros e hizo una mueca graciosa con la nariz. Los pómulos se le marcaron arrebolados. Los músicos habían reemprendido el concierto y atacaban una pavana con ritmo enérgico. Se veía que habían evitado las delicias toscanas y se habían puesto bien de panceta y queso.
—Yo también tengo una novedad para usted —susurró—. Dudaba si decírsela porque no sé si tiene relación o no con su asunto, pero bueno, usted decidirá.
—¿Sobre Avellaneda? —pregunté un poco cansado.
—Es posible. Dígame: ¿es Cervantes partidario del conde de Lemos?
—Supongo que se puede decir que sí. A él le ha dedicado las Novelas ejemplares. En cualquier caso le está muy agradecido por la protección que le dispensa.
—Y por tanto, según están las cosas en este momento, contrario a Osuna.
—El duque ha estado presente desde que empecé mi búsqueda.
—Luego cree posible que Osuna sea su Avellaneda.
—¡Qué sé yo! Por lo que he oído sería capaz de eso y de mucho más. Pero hay un problema. Osuna necesita a alguien que escriba por él.
—¿Algún candidato?
—De hecho, Lope de Vega está escribiendo un encargo suyo, una obra para tapar un borrón en el pasado de los Girones.
—Ya, pero Lope no es su secretario.
—Quevedo es su secretario. ¿Piensa que ha podido ser él? ¿Es ésa la noticia?
—Ya ha oído a Villamediana. Él también lo cree.
—Y don Luis de Góngora. Ayer me insinuó algo parecido.
La condesa asintió con el ceño un poco fruncido. Parecía estar mordiéndose la punta de la lengua.
—No es mala idea —reconocí—, pero tiene un inconveniente.
—¿Cuál?
—Que es imposible de comprobar. Tanto Osuna como Quevedo están en Sicilia.
—¿Seguro? —preguntó con retintín—. Mire.
La condesa hurgó en su faldriquera y me tendió disimuladamente una moneda de oro. Al principio pensé que era un doblón normal, pero en cuanto me fijé me di cuenta de que aquella moneda tenía la misma efigie por las dos caras, y no era la del rey.
—¡El duque de Osuna! ¡Una moneda de oro con la cara del duque de Osuna por ambos lados! ¿Qué significa esto?
Doña Micaela me miró triunfante.
—El otro día se la gané jugando al hombre a doña Ana María Fadrique, la cual lloró su pérdida y deploró lo poco que había durado en su bolsa.
—¿Desde que se la dieron?
—Desde que don Francisco se la incrustó en el escote.
—¿Quiere decir que Quevedo está en Madrid?
Recordé el comentario de Barcarrota en el cigarral, debía de referirse a unos cuantos de esos doblones cuando dijo que esperaba un regalito de Osuna.
—Doña Ana no me lo quiso confirmar, pero yo creo que sí. Además, es lógico, igual que Villamediana intenta ganar adeptos para el partido de su amo…
—Villamediana no tiene amo.
—No hay perro sin amo. Por ahora don Juan se mueve a favor del viento de Lemos. Intenta preparar su vuelta a la Corte. La diferencia entre ambos es que Quevedo parece estar de incógnito y Villamediana es incapaz de esconderse. Puede ser cínico y cruel, pero no taimado. Apostaría a que él sí sabe cómo encontrar a Quevedo.
—Es posible.
Una señora de cara ovalada, boquita de avellana y mejillas mustias se había aproximado hasta nosotros sin que nos diéramos cuenta, y en el momento más inesperado decidió intervenir en nuestra conversación.
—¿Hablan ustedes de don Francisco de Quevedo? —preguntó mientras se llevaba a la boca una loncha de criadilla de cordero bien cargada de miel y nata.
La condesa y yo asentimos.
—Qué hombre tan original. Ayer mismo me contaron de él un cuento graciosísimo. Al parecer hay un recodo en la tapia de San Felipe que la gente usa como letrina, y el párroco de la iglesia, deseoso de acabar con esa costumbre, hizo colocar allí una cruz con un cartel que decía: NO SE ORINA DONDE ESTÁ LA CRUZ. Pues al día siguiente, Quevedo, que por lo que cuentan es un habitual de aquel rincón, cambió el letrero por otro que rezaba: NO SE PONEN CRUCES DONDE SE ORINA. ¡Fíjense que guasón!
Yo no daba crédito a lo que acababa de oír. Por una parte me halagaba que algo que había hecho yo fuera tan gracioso como para andar de boca en boca, pero por otra me molestó que se lo hubieran atribuido a la persona equivocada.
—¿Lo ve? —dijo la condesa aceptando la anécdota como cierta—. Seguro que está en Madrid.
—¡Vaya! —exclamé yo mordiéndome la lengua—. Verdaderamente, muy ingenioso.
—Si aún lo duda, dese una vuelta por la plazuela de San Salvador y hágale una visita a don Juan Santibáñez, a ver qué dice.
—¿Es el párroco de San Felipe?
—Es el escribano de don Francisco.
Me quedé mirando a la condesa y ella se dejó mirar haciendo como que no se daba cuenta, con la vista perdida en la distancia. En aquel momento fui plenamente consciente del inmenso foso que nos separaba. Aquella mujer tan hermosa era amiga y pariente de los grandes, esposa de un hombre rico y objeto de deseo de caballeros como don Juan de Tassis. No tenía nada que hacer.
—Señora —murmuré titubeante—, si de verdad desea librarse del regalo del conde para no sentirse en deuda, puede modificar el engarce del esmalte y enviárselo. Así no será devolución, sino regalo.
—Buena idea. ¿Cómo lo modificaría usted?
—Puede hacerlo montar como un medallón y añadirle un lema.
—¿Qué lema?
—Algo digno del conde y relacionado con la figura del esmalte.
—«Más penado, menos arrepentido».
La miré sorprendido. En otras palabras, era la síntesis de la nota que yo había escrito para acompañar al pañuelo ensangrentado.
—¡Sí, magnífico! —exclamó satisfecha de su idea—. «Más penado, menos arrepentido». Es de un amigo mío —dijo guiñándome un ojo—. Me gusta. Eso alabará su vanidad.
—Puede estar segura, aunque me parece que ese aspecto de su personalidad lo tiene bien cubierto.
Nos quedamos los dos en silencio. Ella parecía tranquila, yo totalmente bloqueado.
—Si no desea otra cosa —dije con apuro—, creo que ha llegado el momento de retirarme.
—Recuerde que está en deuda conmigo —dijo muy seria—. Esta noche le he salvado la vida.
—Se la ha salvado a don Juan —respondí con gran dignidad, pero el efecto que había pretendido conseguir con mi tajante respuesta se desmoronó en cuanto a ella se le escapó una carcajada.