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Dejé el hospicio con una desagradable sensación de resaca. Estaba insatisfecho, triste, asqueado. Pasé el resto de la tarde dando vueltas de acá para allá intentando sin éxito quitarme de la cabeza la historia del cerero y su familia. Había ratos en que me encendía animado por un arrebato de justa indignación, y otros en que me encogía temeroso de que los alguaciles me estuvieran buscando para detenerme acusado de rapto y agresión.

A media tarde me fui a afeitar a la barbería de Ximenet. Agradecí que hubiera varias personas esperando, incluso cedí la vez a los que llegaron después. Se estaba bien allí, no hacía mucho calor y yo prefería quedarme el último para poder charlar un rato con mi amigo. Necesitaba contar a alguien lo que me acababa de suceder porque había perdido toda perspectiva, era incapaz de discernir si había obrado bien.

Ximenet calmó mis temores. Me dijo que en aquel momento ellos estarían más preocupados que yo, que seguro que no los volvía a ver y que a esas horas andarían escondiéndose en algún tabuco lejano. Opinaba que Santiago nunca me llevaría a juicio, sería su palabra contra la mía, la de un hidalgo (en ese momento hice firme propósito de entregar a don César lo que pidiera y cuanto antes), sustentada además por el diagnóstico de un médico. El que el médico fuera inventado le pareció irrelevante, porque, según su razonamiento, a él siempre le cabría la duda y Casilda no hablaría por no quedar al descubierto. En esto último le di la razón. Pensaba sinceramente que ella, a pesar de la escenita de la escalera, prefería perder a la niña a que el otro la cegase.

Poco a poco me fui tranquilizando. Cuando acabó con la barba me repasó la dentadura. Luego me ofreció un enjuague. Lo miré con recelo, a ver si me había puesto un buche de mi propia orina, pero se trataba de vino estíptico al que estaba acostumbrado. Hice mis gargarismos y escupí por la ventana.

La conversación derivó hacia otros temas. Estuve a punto de contarle lo de Isabel, pero no tenía cuerpo para sermones (todo lo que me podía decir Ximenet me lo había dicho yo mismo cien veces), así que le hice un resumen de mis últimas pesquisas en el asunto de Avellaneda y luego comenté que había conocido en Toledo a los cómicos que iban a representar la obra que anunciaban de Ruiz de Alarcón. Ximenet me contó que el acontecimiento prometía ser divertido, que los jefes de la cazuela y los mosqueteros estaban revueltos, que se estaba moviendo bastante dinero para hacer sonado el numerito.

—Parece que hay alguien que quiere reírse del mexicano. Al final el público aplaude o patea lo que se le ordena —reflexionó.

—No siempre —dije yo.

—No, no siempre, es verdad —reconoció él—. No hay cojones para patear a Lope.

Cuando ya me iba, Ximenet sacó una cajita de una gaveta y me ofreció una pieza de almáciga. «La ocasión lo merece», me dijo, y yo estuve de acuerdo. Antes de una cita tan importante había que ahuyentar el fantasma del aliento cansado, porque no es bueno propiciar un aparte con una dama y que se crea acosada por la hidra de Lerna.