Me levanté rápidamente, me puse el jubón nuevo, me ajusté la gola, cogí mis cosas, incluido el Garcilaso, y corrí a colocarme en el zaguán, frente al rellano de la escalera. Por suerte Venancia no estaba por allí en aquel momento. Mejor así. No me apetecía tener público.
—Hombre, don Isidoro, qué elegante, ¿espera a alguien? —me preguntó solícito Santiago en cuanto nos encontramos.
—Al contrario, he bajado a despedir a un amigo mío médico que me ha hecho una visita.
—Estupendo. Vamos a ver si comemos algo —dijo a modo de despedida—, fíjese que hora es y aún no he probado bocado.
Santiago dio un paso para rebasarme, pero en vez de despedirme seguí la conversación.
—Hombre interesante este médico, sabe mucho de quemaduras.
—Buena cosa es ésa, y el bien que hará a los que lo necesiten —dijo y volvió a encarar su escalera.
—Desde luego. Pues fíjate qué casualidad, que cuando salía se ha topado con el pequeño que jugaba en el patio y le ha echado un vistazo a los ojos.
Santiago se quedó quieto de pronto, rígido, alerta.
—¿Qué pequeño? —preguntó a media voz.
—Tu hijo.
Se hizo un silencio incómodo.
—Ha dicho que alguien había quemado a ese niño —dije despacio mirándole a la cara.
—¿Cómo? ¡Qué tontería! —protestó Santiago—. Eso es absurdo.
—Lo sé, pero él estaba muy seguro. Alguien ha quemado los ojos de este niño con un hierro al rojo, me ha dicho.
Tardó en responder. Ambos nos buscamos la mirada, nos observamos, nos medimos.
—Nació ciego —dijo al fin—. Si se hubiese quemado yo me habría dado cuenta.
—Eso mismo le he contestado yo, que los padres se habrían dado cuenta. Pues entonces han sido los padres, me ha dicho. Los padres han cegado a la criatura.
Santiago entrecerró los párpados como si aguzando la mirada pudiera leer detrás de las arrugas de mi frente. No sé si se había creído algo, pero pensaba rápido. El punto débil de mi historia era que un médico se interesase por alguien que no hubiera pagado la consulta.
—Se lo ha contado Casilda, ¿verdad? ¡La muy zorra! —exclamó y se giró para bajar las escaleras de su casa.
En un solo movimiento desenfundé la vizcaína, me abalancé sobre él y lo estrellé contra el muro. Me alejé un par de metros y me quedé esperando con el brazo caído y el arma pegada al costado. Él se soltó la capa teatralmente, se la enredó al brazo con un rápido molinete y se sacó de los riñones una cheira de más de una cuarta. Por su forma de moverse temí estar viéndomelas con un maestro, pero de pronto alzó los brazos de modo que me apuntaba con la navaja al tiempo que él mismo se obstruía la vista con la capa. Me relajé. Reconozco que me dio lástima. Había visto morir a demasiados como él en las calles de Ostende. Aquel pobre desgraciado sólo servía para cegar bebés.
—Si te acercas te mato —amenazó.
—No voy a hacerlo, grandísimo hijo de puta, pero tú vas a desaparecer ahora mismo y no te vas a acercar a la pequeña.
—¡Es mi hija! Todo lo hago por su bien.
—¿Por su bien? —exclamé indignado—. ¿Quieres probarlo? Puedo sacarte un ojo. Será por tu bien. Como buen amigo estoy dispuesto a hacerte el favor…
—No es lo mismo, ellos no echan de menos la luz, no la han conocido… Y además así les proporciono un trabajo, el amparo de un gremio.
En el rellano de abajo se oyó un murmullo, luego un grito ahogado y al final apareció Casilda con el bebé en brazos.
—Don Isidoro, ¡pero qué hace! ¡Lo va a matar!
—Eso debería hacer —dije dedicándole una mirada glacial.
—¡Tú vete a casa, zorra, que ahora te arreglo yo! —gritó él con el rostro congestionado.
—¡Cállate! —grité yo dando un paso hacia delante—. ¡No se te ocurra tocarla!
—¡Ay, pero qué le va a hacer! ¡Déjelo en paz, asesino! —gritó ella, y antes de que pudiera reaccionar dejó a la niña en el suelo y se me echó encima dándome puñadas.
—¡Pero bueno! —protesté yo sacudiéndomela como pude—. ¿A qué viene esto?
—Pobrecito mío —balbucía Casilda volviendo a los brazos de su marido—, no le haga daño, se ha vuelto loco, déjelo en paz, déjelo.
No tenía tiempo ni fuerzas para tanta mierda, así que arremetí contra la pareja, los empujé violentamente escaleras abajo, levanté a la niña del suelo y me fui decidido estrechándola contra mi pecho.