Después de un día tan agitado, me vino bien contemplar el cuadro de paz y armonía que me encontré en el zaguán de casa. Casilda, sentada en una banqueta y la espalda contra la pared, daba de mamar a la recién nacida mientras su marido jugaba con el otro pequeño en brazos. El bebé mordía hasta la areola del pezón y hacía unos ruiditos que provocaban cosquillas en el oído. Las tetas de la madre se veían muy llenas y blancas, entreveradas por una madeja de hilos azules.
—¿Y la mayor? —pregunté después de alabar el buen aspecto de la familia.
—Con los rezadores, Dios la bendiga. Trabajo no le falta.
La nena empezó a revolverse incómoda. De pronto soltó su presa y contrajo la cara en una mueca de dolor. Su madre la colocó boca abajo sobre su muslo. La pequeña empezó a restregarse con fuerza, a jadear, a lloriquear. De pronto soltó un eructo tan sonoro que nos cogió a todos por sorpresa. Una densa baba cargada de cuajarones de leche cayó hasta el suelo desde su boca aún entreabierta.
Subí a mis habitaciones de buen humor, empujé la puerta rota y la cerré asegurándola con una silla, Dejé la comida sobre la mesa y deshice cuidadosamente el hatillo. Estiré bien mis ropas nuevas sobre la cama e imaginé el aspecto que tendría con todo ello puesto. Me sonreí satisfecho. Luego eché agua en el lebrillo y empecé a desnudarme, disfrutando por adelantado del frescor del baño. De pronto sonó en la puerta un rápido repique. El que llamaba se dio cuenta de que la cerradura estaba reventada y no esperó respuesta, se puso a empujar directamente.
—¡Un momento! —grité yo al tiempo que crujía la silla.
El buen humor se volatilizó en cuanto vi la cara de Isabel. Tenía un aspecto macilento, los ojos hundidos en dos discos azulados, las mejillas mortecinas, el pelo desaliñado y sucio.
—¿Te ocurre algo? —pregunté asustado.
—¿Y aún me lo preguntas?
Sentí una punzada de remordimiento. Desde nuestra última conversación antes del viaje a Toledo apenas había pensado en ella ni en lo que me había dicho. Supongo que había sido un método de defensa, la posibilidad de un embarazo era algo a lo que no me había querido enfrentar.
—Estoy preñada —afirmó con rotundidad.
Me pareció ridículo preguntar si estaba segura, así que me quedé callado. En aquel momento la aborrecí y al mismo tiempo me inspiró una profunda ternura. Ella me observaba expectante, pendiente del mínimo cambio de expresión en mi rostro.
—No hay problema —dijo—, como ya habíamos pensado casarnos…
Arrugué el entrecejo.
—No me vengas ahora con que no habíamos hablado de ello —protestó.
—Habíamos hablado, pero yo te había dicho que no era momento.
—Para ti nunca es momento, pero ahora que tienes dinero y vas a ser hidalgo…
—El dinero ya ha volado.
Isabel se mordió los labios. Se la veía inquieta, la frente le brillaba de sudor.
—¡Mentiroso! —dijo arrastrando las sílabas—. ¿Y esa ropa nueva? Es ropa de caballero.
—Es un regalo.
—¡Pues yo también tengo derecho a disfrutar de tus regalos! ¡Que lo sepas! —gritó desafiante.
—No digas tonterías.
—¿Tonterías?
Sus mejillas grisáceas enrojecieron. Por un momento pensé que iba a marcarme la cara con las uñas, lo que me faltaba, pero se contuvo. En vez de eso cambió radicalmente de tono, se acercó a mí y me abrazó con fuerza.
—Vamos, Isidoro, tú y yo nos queremos —dijo melosa—, no te preocupes por el dinero, deja que yo me encargue de eso. Tienes muy buenos amigos, siempre puedes enviarme a pedirles un préstamo. Mírame, no se negarán. Una mujer guapa es la mejor finca que se puede tener. Y con dinero y tu ejecutoria de hidalguía…
La miré sorprendido. Aquello era un giro inesperado. Lo primero que se me vino a la cabeza fue a Luis Vélez cobrándose la segunda visita, y después las Cervantes, con su posada de italianos. Se me revolvió el estómago. Desde algún punto remoto de mi subconsciente oí la voz de Ximenet diciendo «ten cuidado con la morenita…».
Dudé si ocultarle la verdad, pero dada la situación en la que me encontraba era mejor poner todas las cartas sobre la mesa.
—He hablado con don César Memelosa.
—¿Lo conozco?
—No, no lo conoces. Es el caballero que lleva el asunto de mi ejecutoria… Me ha dejado muy claro que no soy hidalgo.
Isabel se quedó rígida, con la mandíbula ligeramente descolgada.
—¿Me quieres engañar? ¿A qué viene esto? ¿Te quieres deshacer de mí?
—Te aseguro que es cierto. Puedes hablar con él si no me crees.
Isabel aún dudó unos segundos antes de estallar.
—Pues escúchame bien hijo de puta. A mí me has deshecho la vida y tenemos que casarnos ya, porque en cuanto se enteren mis tíos me echan de casa. Pero entérate: antes de que eso suceda todo Madrid sabrá que eres un mentiroso y un estafador, un hipócrita y un cubo de mierda.
Se puso en pie de un salto y se echó la capa por encima. Yo ya empezaba a estar harto de esas salidas, las últimas visitas habían sido todas iguales, Isabel llegaba a casa, soltaba una coz y se largaba dejándome con la palabra en la boca, aunque reconozco que en esa ocasión estaba deseando que lo hiciera.
—Dentro de tres días volveré con los alguaciles para hacerte cumplir la palabra.
Y luego, dulcificando un poco el tono, añadió:
—Y si persistes en tu error, debes saber que tengo un primo al que conozco desde niña que está deseando tomarme por esposa y que se avendría a un acuerdo. Ya me entiendes, debería aportar una dote acorde con el regalito que le llevo en el vientre. Tú verás. Tres días.
Dio una patada a la silla y salió dando un portazo. Yo me quedé embobado viendo cómo la puerta rebotaba en el marco y se abría de nuevo poco a poco acompañada de un quejido agudo.