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Subí corriendo las escaleras y me encontré con Lope en el pasillo. Me indicó que entrara en su despacho y tomara asiento mientras él atendía un asunto. Llevaba unos papeles en la mano. Le oí preguntar por Candil y dar órdenes a Casilda. Sobre su mesa había un montón de cartas con anotaciones al margen del duque de Sessa indicando el tono que debían llevar las respuestas. En dos de ellas, junto al encabezamiento, ponía: «Despedida». En cuanto sentí venir al maestro me senté y me puse a mirar al techo.

—¿Y bien, cuál es la razón por la que debo regocijarme? —preguntó nada más entrar.

—He reflexionado mucho sobre la historia de don Rodrigo Téllez Girón —dije satisfecho.

Lope no contestó. Tenía cara de cansado, y el que yo sacara ese tema pareció desconcertarlo.

—Ésa era mi parte del trato, ¿recuerda?

—¿Qué trato? —preguntó arrugando el ceño.

—El que hicimos hace unos días, que yo le ayudaba con su obra sobre Osuna y usted a mí con Avellaneda.

Lope me miró con desconfianza, pero no lo negó. Tal vez no se acordara de haber hecho un trato conmigo (de hecho fui yo el que lo dije todo), pero debía de estar atascado en el asunto de Osuna porque me pareció dispuesto a escuchar. Desenrosqué el cañón de lata de mi tahalí y saqué los papeles que había preparado en el convento de los mercedarios. Por supuesto ese detalle me lo callé, no fuera a sospechar algún enredo con fray Gabriel y se negara a oír mi propuesta.

—En primer lugar —dije con seguridad—, me gustaría dejar claro el punto de partida. Según he creído entender se trata de neutralizar un posible cargo de traición a la Corona por parte de Rodrigo Téllez Girón, ¿correcto?

Lope asintió.

—Lo cual es difícil porque… ¿puedo hablar con sinceridad?

—Desde luego.

—Pues porque es verdad. Don Rodrigo, gran maestre de la Orden de Calatrava y antepasado de nuestro duque, siguiendo el consejo de sus parientes, el marqués de Villena y el conde de Ureña, cometió el error de tomar partido en la lucha por la corona de Castilla por doña Juana la Beltraneja y su esposo don Alfonso de Portugal en contra de los Reyes Católicos. Y lo que es peor, se significó en la lucha, ya que fue él, al frente de sus caballeros, quien tomó Ciudad Real a sangre y fuego y ordenó la posterior purga de sus enemigos.

—Por suerte para su Casa, se dio cuenta de su equivocación y acabó cambiando de bando —dijo Lope frotándose suavemente los lagrimales.

Ese comentario me hizo sospechar que Lope debía de estar trabajando ese momento concreto de la historia, el retorno del hijo pródigo, más amado en tanto que se había perdido y había sido recuperado. Tal vez fuera buena idea, pero la mía era mejor.

—Para sumarse a los vencedores —dije maliciosamente—. Así contado tampoco parece muy digno. En cualquier caso, tardó en darse cuenta de que estaba en el bando equivocado.

—Al menos murió luchando contra los moros en Loja al servicio de la reina Isabel.

—Eso está bien, pero sucedió mucho después. Lo que preocupa a don Pedro es lo anterior.

Dejé pasar unos segundos antes de proseguir.

—Y yo creo haber encontrado la solución —afirmé rotundo.

Lope me miró tranquilo, sin inmutarse. Su mirada se escapaba una y otra vez hacia el montón de papeles que había sobre la mesa. Era evidente que tenía muchas cosas que hacer, y temí que se impacientara si alargaba más mi preámbulo.

—Lo que hace falta es alguien a quien echar la culpa de todo eso, liberando de responsabilidad a don Rodrigo.

—¿Y lo ha encontrado? —preguntó escéptico.

—He tenido ocasión de consultar la Crónica de las Tres Órdenes de Rades y Andrada y he leído con especial interés todo el periodo del mandato de don Rodrigo. Durante el mismo, ocurrió un hecho muy curioso.

—¿La guerra civil le parece un hecho curioso?

—Fuente Ovejuna —dije.

—¿Cómo?

—Fuente Ovejuna. Es un pueblo de Córdoba. En Fuente Ovejuna asesinaron a un comendador de la Orden de Calatrava, un tal Fernán Gómez de Guzmán, al que los naturales acusaban de cometer desmanes.

—¿Qué tipo de desmanes?

Revisé mis papeles para ver si había alguna nota específica, pero no encontré nada.

—Se habla de «agravios», «robo de hacienda», cosas así. El caso es que el pueblo no lo pudo soportar más, asaltó el palacio y lo asesinaron. Lo degollaron. Se ensañaron, en realidad. Primero lo acuchillaron en sus estancias, luego lo arrojaron por la ventana sobre las picas de los que aguardaban abajo, le arrancaron los pelos y los dientes con los pomos de las espadas, lo arrastraron hasta la plaza y luego allí lo despedazaron entre todos, mujeres y niños incluidos.

—Muy grandes debieron de ser sus crímenes.

—No lo creo. Al menos no para merecer semejante castigo. La saña de la chusma… una muerte horrible.

—Seguramente estaría muerto antes de que lo lanzaran por la ventana.

—Según Rades aún estaba vivo mientras lo arrastraban hasta la plaza y un grupo de mujeres empezó a tocar panderos y sonajas para regocijarse de su final.

—¿Cómo acabó todo? —preguntó Lope interesado.

—Eso es lo más interesante. Los reyes mandaron a un pesquisidor a interrogar a los lugareños, pero de ninguno, ni siquiera bajo tormento, sacó otra respuesta que «Fuente Ovejuna lo hizo», y cuando preguntaba quién era Fuente Ovejuna le respondían que todos los vecinos de la villa. Al final los reyes Isabel y Fernando, a quienes se informó de los desmanes del comendador, decidieron dejar el asunto sin averiguar.

—Una historia muy curiosa, procuraré leerla, pero… ¿dónde encaja nuestro don Rodrigo?

—Se me ocurre que bastaría con ajustar un poco los hechos. Estará de acuerdo conmigo en que la historia está al servicio de la poesía, y no al revés.

—Creo haber dicho eso en algún sitio.

—Muy bien. Para exculpar a don Rodrigo alguien tiene que cargar con el mochuelo, y yo creo que el comendador de Fuente Ovejuna es el malo perfecto. En primer lugar hay que dejar muy claro que era un tirano. Tiene que hacerlo odioso al pueblo, y para eso lo mejor es que viole a una muchacha honesta. Usted mismo lo ha dicho, los casos de honra mueven fácilmente a la gente. De hecho, ya lo ha ensayado en Peribáñez y funciona bastante bien. No hay nada que irrite más al vulgo, y eso nos interesa. Pero eso no sería suficiente para que al final los reyes dejaran al pueblo sin castigo.

—Desde luego suena muy raro que los reyes no castiguen el salvaje asesinato de un comendador de la Orden de Calatrava.

—En efecto. Para completar el cuadro de tirano y violador, sus actos deben constituir también una traición a la Corona, y en ese sentido se me ha ocurrido que podría convertirlo en inductor y protagonista de la toma de Ciudad Real. De hecho, una de las acusaciones que se le hacen al comendador es la de mantener en la villa hombres de armas del rey de Portugal.

—¿Son hechos coetáneos?

—No, la toma de Ciudad Real tuvo lugar dos años antes del asunto de Fuente Ovejuna, ¿pero eso quién lo sabe? ¿A quién le importa?

—Es forzar demasiado…

—Fíjese en las ventajas. Si el comendador actúa de inductor, se eliminan de la escena a los familiares de don Rodrigo, que fueron quienes en verdad actuaron como tales, y se hace al comendador traidor a la Corona, lo que posibilita luego que los reyes sean indulgentes con los aldeanos.

—¿Y el maestre? —preguntó interesado.

—Ya lo he pensado. Bastarán un par de detalles. Lo primero es dejar caer que vive en la fortaleza de Calatrava en austera vida conventual en vez de en el cómodo palacio de Almagro. De ese modo queda claro que estaba aislado de sus parientes y por tanto su error es más comprensible, máxime cuando se sepa que era un muchacho de corta edad. No olvidemos que cuando arrasó Ciudad Real, don Rodrigo apenas tenía dieciséis años. Es muy importante recalcar este hecho, que salga en la obra el tema de su extrema juventud, de su inexperiencia, y que al final veamos cómo se da cuenta de que ha sido utilizado en contra de su verdadero sentir, que era el de apoyar la justa causa de Isabel. De ese modo quedan exonerados él y su familia, y toda la responsabilidad, tanto social como política, recae sobre el comendador.

Lope escuchaba totalmente concentrado, parecía analizar cada palabra, cada gesto. No cabía duda de que había captado su atención.

—El episodio de la muerte es demasiado sangriento —comentó hablando para sí.

—Elimine en lo posible la parte de la fiesta, la celebración, la orgía de sangre. La ejecución del comendador se debe ver como un acto de justicia, no como un esperpento de carnaval. De este modo se puede absolver al pueblo, pero, eso sí, recalcando lo injusto de su proceder porque el poder es patrimonio del rey.

Me callé. Ya estaba todo dicho, no se me ocurría nada más que añadir. Lope se me quedó mirando. Poco a poco asomó una sonrisa a su rostro. Estaba contento.

—Don Isidoro, ¿quiere beber algo? —preguntó en un tono expansivo.

—No, muchas gracias. Debo irme. Aún hay algo que debo hacer antes de que acabe el día. Tengo que encontrar a un médico.

—¿Está enfermo?

—No, es por una amiga.

Me puse en pie. Me sentía satisfecho, Lope me había escuchado hasta el final y además estaba claro que le habían gustado mis ideas. Yo más no podía hacer.

—Entonces, nuestro acuerdo… —me atreví a preguntar.

—Le aseguro que yo no tengo nada que ver con Avellaneda —dijo muy serio—, pero lo indagaré. Cuente con ello.

Le tendí mi mano por encima de la mesa, y él me la estrechó con fuerza.

—De todos modos —añadió medio en serio medio en broma—, no descuide usted en su búsqueda a un esposo o a un padre malhumorado.

—¿Y eso?

—¿No le llama la atención el que algunas obras de Cervantes traten sobre un viejo enamorado de una inalcanzable jovencita? Este don Miguel… aún puede darle una sorpresa.