Antes de salir estuve un buen rato mirando calle arriba y abajo desde el umbral del figón en busca del tipo del pelo blanco. No vi nada raro ni a nadie sospechoso o con pinta de esperarme, así que eché a andar. Pero al doblar una esquina, volví a sentir su presencia. Tal vez fuera sólo aprensión, reconozco que no lo vi, pero por si acaso alargué el paso para llegar a casa de Lope cuanto antes. Llamé un par de veces, siempre con un ojo en la calle, en guardia. Me abrió la vieja criada y me dijo que el maestro estaba trabajando y había dado orden de no ser molestado. Aun así, le pedí que me dejara entrar. Ella me observó de arriba abajo, no debía de tener yo muy buena cara, dudaba.
—¿Y Candil? —pregunté—. ¿Tampoco puedo hablar con él? Candil me conoce.
—Salió temprano esta mañana. Quién sabe dónde para.
—Iría a hacer algún encargo para el maestro.
—Es posible.
—Igual que yo —dije muy serio—. Vengo a traerle lo que me encargó.
Volvió a mirarme con desconfianza.
—Démelo a mí. Yo se lo entregaré, pierda cuidado.
—No es posible —dije dándome golpecitos en la cabeza con el índice—, es un asunto personal.
Catalina me miró con hastío.
—Vamos, ¿no me recuerda? Estuve aquí hace un par de días. Le aseguro que lo que vengo a decir a don Lope es de su mayor interés. Déjeme quedarme hasta que salga el maestro, le prometo que no notará mi presencia.
Un bebé empezó a llorar en el piso de arriba. La vieja criada alzó los ojos al cielo, al tableado del techo, mejor dicho, y me indicó con un gesto la banca del zaguán. Yo me senté obedientemente, me puse el sombrero sobre la rodilla y me arrellané preparándome para una larga espera. Tan pronto se fue la vieja cerré los ojos. La cabeza me pesaba. Me hubiera venido de perlas descabezar un sueñecito, pero no encontraba postura. Al contrario. De pronto sentí una quemazón enervante en el sieso, una punzada que se pasó pronto tal y como había venido, pero que me impulsó a ponerme en pie y pasear. Fui de aquí para allá curioseando los rincones, de la puerta del jardincillo a la de la calle y la escalera. Una de las veces que me asomé al jardín vi a don Alonso de Contreras sentado en un banquito con la pared de hiedra de respaldo. Me sorprendió no haberlo visto antes, pero estaba en un rincón en el que era fácil pasar desapercibido. Él tampoco parecía haberse percatado de mi presencia, ensimismado como estaba en la lectura de un manuscrito, pero fue verle yo y alzar él la cabeza.
—¡Don Alonso! —exclamé un poco azorado.
Supongo que es normal que me sintiera cohibido después de nuestro último encuentro. Procurando aparentar naturalidad, di un paso al frente y doblé el espinazo al tiempo que barría el suelo con el ala del sombrero. Don Alonso se puso en pie y me devolvió el saludo, aunque con bastante menos ceremonia.
—Don Isidoro… ¿Viene a visitar al maestro? —preguntó en tono neutro.
—Sí. ¿Recuerda lo que hablé con don Lope el otro día? El día que no vine…
Forcé una sonrisa, pero él no me siguió.
—Sobre don Rodrigo Téllez y todo eso —aclaré—. No, usted llegó más tarde… Pues creo que he dado con la solución del problema, una idea magnífica.
—No creo que a don Lope le hagan falta sus ideas.
—Desde luego que no —reconocí con modestia—, pero no le hará mal escucharme un momento. Y si de ahí saca algo…
Nos quedamos unos segundos en suspenso, indecisos sobre cómo actuar a continuación. Don Alonso parecía ansioso de volver a su lectura, lo que quería decir que yo debía retirarme de nuevo al zaguán. Sin embargo, antes de irme se me ocurrió que aquél era el hombre idóneo para aclarar los puntos oscuros de mi conversación con fray Melchor.
—Disculpe, don Alonso —dije en tono respetuoso—, ¿me permite que le haga una pregunta sobre su experiencia de soldado?
Contreras se volvió a sentar, dejó a un lado los papeles y cruzó las piernas. Sin que nadie me invitara, lo imité. Él respiró soplando un poco, casi silbó unas notas. Parecía dispuesto a complacerme resignado, un poco por obligación, pero los ojos le brillaban y yo detecté que en el fondo agradecía la charla.
—Verá, don Alonso, tengo entendido que estuvo usted destinado en Malta y que allí combatió a turcos y berberiscos.
Él asintió en silencio.
—Los llamaban levantes, creo.
—Yo era capitán de fragata y contaba con licencia y patente de corso concedida por el virrey.
Ahora fui yo el que asintió.
—He oído hablar mucho de los levantes.
—Casi todo cierto, se lo aseguro. Éramos la frontera, la plaza más adelantada de la cristiandad, exceptuando Chipre. La vida es difícil en esos puestos. Y corta.
—Salvo para los venecianos. Ellos parecen surcar con naturalidad esos mares.
—Los venecianos son medio turcos. No son de fiar.
—Verá, lo que me gustaría saber es cuál es el trato que dispensan los turcos a los prisioneros.
Contreras pareció confundido. La pregunta le debió de parecer totalmente absurda.
—No sé…
—Me refiero, por ejemplo, a si son frecuentes las torturas o las ejecuciones.
—Hombre… depende de la calidad del preso. A los prisioneros importantes, de los que esperan sacar rescate, los mantienen en puerto guardados en recintos cerrados o en baños que acondicionan para tal fin. A los otros los meten y sacan a galeras, a trabajos de estiba, o a lo que sea.
—¿Y los que intentan fugarse?
—Se juegan la vida, claro. Pero eso es igual en todas partes. ¿Usted no sirvió en Flandes?
—Sí, sí, pero he oído cosas que no he visto en Flandes.
—¿Como qué?
—Pues la costumbre de arrancar orejas y nariz a la mínima ocasión.
—¡Huy! Y aun a los muertos.
—¿Cómo?
—Sí, hombre. Una vez echamos el ancla cerca de puerto Solimán para rellenar los barriles de agua, con tan mala suerte que nos vieron y nos prepararon una emboscada. La cala donde paramos era pequeña, así que pudimos hacernos fuertes en un recodo de la playa. Por la noche enterramos a nuestros muertos en la arena, y al amanecer descubrimos que estaban otra vez fuera y que les habían cortado narices, orejas y hasta les habían sacado el corazón.
—¡Dios! ¿Pero qué sentido tiene eso?
Contreras se encogió de hombros.
—Intenté comprarles los despojos, pero no quisieron. Gritaban que iban a Meca, y que era un regalo para su profeta.
—¿Y usted qué hizo?
—En la refriega del día anterior habíamos capturado a dos prisioneros. Los hice alzarse sobre el parapeto y allí, delante de todo el mundo, les corté las orejas y las narices y se las arrojé a sus amigos diciendo que las llevaran también de mi parte. Luego embarcamos, y antes de izar el ancla até a los prisioneros espalda con espalda y los arrojé al mar a la vista de sus familias.
No supe qué decir. Don Alonso sonreía.
—La debilidad se paga —añadió—. Como la pagamos en la Mahometa. Triste jornada aquella.
—¿No fue allí donde murió el Adelantado de Castilla?
—Él y mil doscientos hombres más, la infantería de diez galeras.
—¿Qué ocurrió?
Contreras respiró hondo.
—Saltamos a tierra al amanecer, caímos sobre la ciudad y la tomamos sin problemas. Asaltamos los baluartes, degollamos a los vigías, abrimos las puertas, controlamos la marina. Todo rápido y fácil. Eso hizo que nos confiáramos. Los hombres se desperdigaron en busca de botín, se entregaron al pillaje, alguien tocó retirada, nadie sabía quién ni por qué ni dónde estaban los demás. Entretanto se había levantado un fuerte viento y las galeras se alejaron para impedir que el oleaje las echara contra las escolleras. Con la alegría de la victoria se nos olvidó retirar las escalas de la muralla, y por ellas subió la morisma que estaba en los campos de alrededor y que había sido alertada del ataque. Los hombres, desperdigados y cargados con el producto del saco, fueron cayendo uno a uno. Casi sin darnos cuenta fueron degollados más de cuatrocientos, y los demás corrimos en desbandada hacia la marina. Tampoco habíamos inutilizado ni desmontado la artillería de los baluartes así que, una vez los recuperaron, la volvieron contra nosotros. Pareció que se abriesen las puertas del infierno. Los que no se desnudaron para llegar a los barcos a nado se los tragó el mar. Los pocos esquifes que habían quedado estaban abarrotados, y en cada uno dos hombres armados con hachas se encargaban de cercenar las manos de los que se asían desesperados a sus bordas. A pesar de esas precauciones uno de ellos zozobró y se fue al fondo con toda su carga. A otro, encallado en un banco de arena, se llegaron seis turcos y degollaron a sus ocupantes sin que ninguno ofreciera la más mínima resistencia. Yo asistía atónito a todo aquello con la sensación de estar sufriendo un castigo divino, una pesadilla de la que no lograba despertar. Nosotros pasábamos del millar y ellos no llegaban al centenar de hombres, pero nos hicieron pedazos. Cogieron treinta o cuarenta prisioneros, nada más. A los muertos los decapitaron. Como la mayoría llevaba el pelo largo a lo soldado, trenzaron las cabezas en ristras y se las colgaron a los vivos. Luego, les pusieron en cada mano una media pica con otra cabeza hincada en la punta, y así los llevaron andando hasta Túnez, donde hicieron su entrada triunfal.
Tragué saliva. La expresión de don Alonso no había cambiado, no era del tipo de hombre que se crece al narrar sus aventuras, al contrario, daba sensación de parquedad en los detalles, de no conceder importancia a los hechos por muy sorprendentes que parecieran a los demás. De tener razón Cervantes, aquél era motivo más que suficiente para que Lope lo tuviera en tan alta estima, un veterano en mil batallas, un digno exponente de todo lo que él hubiera deseado ser.
—¿Y son especialmente crueles con quienes encabezan un intento de fuga?
—La costa de África está llena de empalados que fracasaron en sus intentos de fuga. A veces se les puede ver desde la cubierta de los barcos.
—¿No hay excepciones?
—Siempre hay excepciones. Quién sabe. Unos tienen más suerte que otros. Una vez hicimos una incursión en tierra y raptamos a la quiraca de Solimán de Catania, un renegado que nos hacía bastante daño con sus saqueos en la costa de Nápoles. La mujer era una húngara preciosa, todo hay que decirlo. El tipo aquel pensó que yo había sacado partido de la muchacha, y tenía razón, pero eso él no podía saberlo. Juró que si me atrapaba haría que seis de sus esclavos negros me rompieran el culo y luego me haría empalar. Yo me vine a España y no volví a saber nada de él, pero mi piloto tuvo peor suerte. Un mes después de mi partida su fragata fue abordada por Solimán. Delante de todos ordenó que lo desollaran vivo. El hijo puta no se perdió ni un grito. Luego arrojó el cuerpo a los tiburones, rellenó el pellejo de paja y lo llevó colgado del bauprés hasta Estambul. Ya ve. Él pagó por mí.
Oímos abrirse una ventana del piso de arriba, la misma por la que me había descolgado yo la otra tarde cuando la visita del duque de Sessa.
—Don Isidoro, qué sorpresa —dijo Lope asomando la cabeza—. Me había parecido oír voces, pero no sabía de quién se trataba.
—Lo siento, no quería molestar. Su criada me ha dicho que estaba trabajando y que no se le podía interrumpir, pero me he tomado la libertad de convencerla de que usted estaría encantado de verme hoy.
Lope alzó las cejas poniendo cara de sorpresa.
—¡No me diga! Venga, suba al despacho. Ando un poco apurado, pero le doy cinco minutos para alegrarme la tarde. Alonso, no te importa que te prive un rato de tan buena compañía, ¿verdad?
—Podré soportarlo —contestó Contreras con un deje socarrón.
—Don Alonso —dije muy convencido antes de abandonar el patio—, debería usted escribir sus memorias.