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Con paso firme me encaminé hacia el palacio de Hornacho, pero hice una parada en la oficina de postas para preguntar si habían recibido algo a mi nombre procedente de Tarragona. La luz del sol llegaba filtrada por nubes de tormenta. El bochorno empezó a ser sofocante. El tipo del mostrador se tomó su tiempo, pero al final volvió con una carta de Federico Velasco. Pagué el cuarto de porte y la abrí sobre la marcha. Empecé a sudar copiosamente.

Federico me contaba que hacía más de un año que la imprenta de Felipe Roberto había cerrado por quiebra y su dueño se había esfumado (siempre es bueno desaparecer cuando las deudas se acumulan). Otro callejón sin salida. Sorprendía la habilidad con la que había actuado el tal Avellaneda borrando sus huellas desde el principio, como si esperara que alguien fuera a ir en su busca. Había falsificado las firmas de licencia y tenido la precaución de utilizar el nombre de un editor que ya ni siquiera existía. Aquello sí que era increíble. ¿Por qué Avellaneda había tomado tantas precauciones para hacer algo que ni siquiera era delito? ¿Acaso había previsto el vendaval que iba a levantar? Hasta el momento todas las pistas acababan en nada, cada sospechoso negaba su implicación e insinuaba la de los demás. Empezaba a sentirme como un juguete en manos de demasiada gente. Sin embargo, una cuestión seguía obsesionándome: fuera quien fuese, ¿por qué había esperado diez años? Ante este interrogante el único sospechoso que tenía alguna razón para seguir en pie era el duque de Osuna o su entorno, y de estar en lo cierto, como decía Góngora, Quevedo no era mal candidato. Pero había un problema. Quevedo estaba en Sicilia con el duque, por mucho que deseara lo contrario el marqués de Barcarrota.

En cuanto llegué al palacio de Hornacho busqué una buena sombra y me aposté ante la puerta de servicio. Había pasado la hora normal de comer de la gente, pero es de sobra conocido que los criados no son gente, son criados y suelen comer más tarde que nadie. Ya sabe que en la Corte está prohibido, y es castigado con multas elevadas, acaparar o almacenar alimentos, así que en los palacios sólo comen los señores. En casi todas las casas se hace la compra a diario calculando escrupulosamente lo que se va a consumir, incluido el aceite de las lámparas, en parte por cumplir la ley, en parte porque todo lo que sobra lo hacen desaparecer los criados. Sea como fuere, lo habitual es que éstos coman tarde, por turnos y en algún local cercano a su lugar de trabajo.

Tuve suerte. Al poco rato un muchacho salió con prisa, lo seguí y lo vi entrar en un figón de la manzana siguiente.

Me acerqué a echar un vistazo.

Estaba bastante oscuro (el local era un semisótano). Pedí un aguardiente al mesonero y me puse a observar a la parroquia. Reconocí al chico entre un grupo de personas, algunas comiendo, otras fumando satisfechos con la barriga llena. Seis en total. Cuatro hombres, dos mujeres. Uno de ellos tenía una cara extraña, dura, ésa fue la sensación que me dio. Pedí entonces una empanada de salmón para matar el hambre y me puse a pensar el modo de entrarles con naturalidad. Aún no había decidido nada cuando el de la cara extraña me hizo señas de que me acercara. Miré a los lados para asegurarme de que era a mí a quien se dirigía, y al fin me aproximé con paso titubeante. En cuanto estuve lo suficientemente cerca me di cuenta de que aquel tipo llevaba la cara semicubierta por una máscara que le tapaba la nariz y la parte derecha del rostro.

—¿No me recuerdas? —dijo con un tono apagado y lejano al tiempo que me tendía la mano.

Se la estreché por cortesía mientras negaba con la cabeza.

—Soy Domingo. Domingo Hernando.