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—¿Quién le ha dicho dónde encontrarme? —me preguntó don Luis con mirada recelosa en cuanto estuvimos cara a cara.

—Don Andrés de Almansa —improvisé, y por si eso no mera suficiente añadí—: y también manda saludos para usted don José de Valdivielso. Es un gran admirador de su obra.

Reconozco que dejar caer el nombre del secretario del arzobispo de Toledo era la zanahoria del burro, pero no conozco a ningún solicitante que no se avenga a tratar con quien parece que puede brindarle la oportunidad de establecer un contacto en el hermético mundo del tráfico de influencias, y más aún cuando la oferta va acompañada de un barrilete de alcaparras.

—Don Andrés es un gran amigo mío —murmuró don Luis dulcificando la expresión de la cara—, y devuelva mis saludos a don José. Siempre he tenido su juicio por claro y honesto.

Don Luis se quedó titubeante, sin saber qué más decir ni cómo actuar. Me sorprendió una actitud tan poco mundana, aunque no había razón para esperar otra cosa. Pese a ser un magnífico poeta (y por favor, no vaya diciendo por ahí que defiendo Las Soledades porque lo negaré), don Luis no deja de ser un hidalgo segundón de provincias con poco encanto que hizo los votos a fin de heredar el cargo de racionero que ostentaba su tío. Supongo que vería su entrada en el clero como un mal menor (la fe no le sobraba y la renta no era mucha) y la esperanza de que fuera el inicio de una carrera que en sueños vería meteórica, pero que treinta años después seguía totalmente estancada.

Don Luis es un hombre alto, delgado, de rostro enjuto, entradas generosas y pelo oscuro pese a haber cumplido con creces los cincuenta. Sus ojos son grandes y negros, la nariz corva y fría y los labios finos. Tiene el lado derecho de la boca medio desolado, lo que facilita que el carrillo se venza levemente sobre las encías. Se diría que tiene la expresión del casado que confía en que el amor sobrevenga con el tiempo, y que al pasar los años acaba por aceptar que ni ha llegado ni llegará nunca.

—Pero acompáñeme, por favor, estoy acabando de comer. Usted habrá comido ya —afirmó sin posibilidad de réplica.

—Sí —mentí. No había caído en que era la hora en la que nunca se debe acudir a una casa si no media invitación.

—Bien, bien —dijo.

Seguí la estela de su loba hasta un cubículo del segundo piso amueblado con una cama sin dosel, una mesita y un par de sillas de anea. Era de las habitaciones buenas del mesón, porque contaba con una ventana diminuta que se abría sobre el patio trasero. Bajo la cama asomaba un orinal de loza con el asa quebrada. De un clavo en la puerta colgaba su capa. En aquel momento me produjo cierta desazón el ver con qué estrecheces podía vivir un hidalgo a pesar de contar ya con su ejecutoriad.

Don Luis retiró unos papeles y un cabo de vela de una de las sillas y me indicó que me sentara. Él hizo lo propio a los pies de la cama y se acercó la mesita sobre la que había una bandeja con un plato que contenía los restos de un amasijo de repollo con tiras de carne hervida, una rebanada de pan, un vaso de vino y un trozo de queso.

—¿Aún sigue trabajando el mismo libro? —pregunté al ver que lo que había retirado de la silla era un ejemplar autógrafo de Las soledades lleno de tachaduras y correcciones en letra diminuta.

—Aunque algo sea bueno, siempre es susceptible de mejorar. Yo reviso cada verso, analizo cada palabra.

Estábamos muy cerca uno del otro. Sin quererlo podía percibir el gusto agrio de la col con vinagre y seguir los erráticos círculos en que se movía su mandíbula al intentar masticar sin dientes. Al mínimo movimiento se rozaban nuestras rodillas, lo que me resultaba particularmente incómodo. Góngora debió darse cuenta de lo que pensaba, porque se vio en la obligación de justificarse. Antes de hablar, se limpió meticulosamente la boca con un lienzo.

—La habitación es pequeña, pero tranquila. Aquí puedo trabajar sin el ruido que tenía que soportar en los otros mesones donde he estado, y así no se me hace tan larga la espera del buen fin de mis gestiones. Ya sabe usted cómo es esto, hay que hartarse de paciencia.

Yo asentí gravemente aceptando sus razones y preguntándome a la vez hasta qué punto creería don Luis que yo era tonto.

—Además, mi estancia aquí es temporal, estoy muy bien relacionado. Fíjese que conozco al conde de Villamediana, que por cierto me ha expresado en reiteradas ocasiones su admiración por mi obra, a don Rodrigo Calderón, marqués de Sieteiglesias, soy amigo muy íntimo del padre Félix Hortensio Paravicino, quien precisamente el otro día me presentó al confesor del rey, fray Luis de Aliaga…

Hablaba despacio, escuchándose, con seguridad, y uno se preguntaba qué hacía un tipo con tantas amistades y contactos tan importantes en una pocilga como aquélla.

—¡Qué barbaridad! —exclamé exagerando un poco la nota—, comprendo que confíe ver pronto cumplidos sus deseos —dije, pero por dentro pensé que si de verdad esa gente deseara hacerle merced, ya sería como poco obispo de Calahorra.

—Pero no basta con contar con las influencias adecuadas —me confió—, la Corte está llena de envidias.

—Sabrá que hay quien se dedica a promover esos asuntos.

—Desde luego. He contratado a uno del que me han hablado maravillas.

Entonces comprendí los apuros económicos por los que estaba pasando.

—¿Y ya ha conseguido algo? —pregunté por cortesía.

—Está a punto. Por lo pronto ha logrado acceder al secretario del escribano que lleva los pleitos de jurisdicción del Consejo de Órdenes, quien parece muy dispuesto a propiciar una entrevista con su superior.

Lo miré con lástima. Aquello sonaba a que le estaban dando cera para sacarle un buen bocado. Como el reino es grande, son muchos los que viven a costa de los solicitantes, y hay quien dice que antes prefiere una covachuela junto a las losas de palacio, por mínima que sea, que la misma corona, porque el rey, lo que se dice el oro, ni lo toca, se limita a verlo pasar. Y a veces ni eso.

Recordé entonces las anteriores maniobras cortesanas de don Luis, la vez que intentó hacerse con el puesto de secretario del marqués de Ayamonte, recién nombrado virrey de México, y la que pretendió ser incluido en el séquito del conde de Lemos cuando le nombraron virrey de Nápoles, gestiones ambas rematadas en fracaso, y no le auguré mejor suerte en su intento actual.

—Es tan difícil salir adelante —reflexioné—. No basta la valía personal.

—El país entero parece desquiciado —dijo él rezumando amargura—. Se ve en todas las instancias, falta criterio, inteligencia. ¿Se ha fijado en esos gallos que corren a alistarse para liberar la Mamora? Son todo plumas y encajes, galanes que sólo sirven para abuchear cómicos, son mosqueteros de patio de comedias. Se acabaron los guerreros. Uno se asoma al barandal del puente de Segovia para echar un vistazo a la tela, y ¿qué ve? Un cortejo de pavos reales.

Don Luis refrenó su indignación. Sin darse cuenta había empezado a subir el tono, y el vecino del cuarto de al lado golpeó el muro y reclamó silencio con un mugido ininteligible. Era la hora de la siesta, y aquel tipo debía ser devoto de Morfeo.

La «tela» a la que hacía referencia don Luis no es tal cosa, como puede suponer. Aquí llamamos de ese modo al lienzo hecho a base de tablas contra el que los caballeros lanzan sus jabalinas para entrenarse. El ejercicio se realiza a caballo, al antiguo estilo árabe. Los jinetes cargan contra el muro y en el último momento hacen un quiebro y salen en dirección contraria al tiempo que arrojan los venablos. Es bonito cuando lo realizan jinetes hábiles sobre monturas con nervio y bien adiestradas, aunque tampoco es infrecuente verlos salir despedidos de sus sillas y estamparse contra las tablas, en cuyo caso, gana de cómico lo que pierde de vistoso.

Espero que me disculpe si a veces me excedo en las explicaciones, pero me temo que padezco el mal del cortesano, esa especie de absurdo engreimiento que incita a creer que lo que ocurre en Madrid no se repite en ningún otro sitio. A veces ya es tarde cuando me doy cuenta, como ahora, y entonces me justifico pensando que a lo mejor usted le pasa la gacetilla a otras personas menos informadas o con menos mundo a quienes les pueden venir bien mis comentarios. En fin, espero que así sea, y si no que me perdone.

—Y bien, ¿para qué quería verme? —peguntó don Luis como si de pronto cayera en lo extraño de mi visita.

—Verá, no sé si se ha enterado de que un tal Alonso Fernández de Avellaneda ha editado la Segunda parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.

—Algo he oído.

—Yo intento localizar a ese Avellaneda.

Don Luis se encogió de hombros imperceptiblemente.

—¿Qué tiene que ver conmigo?

—Todo el mundo piensa que Avellaneda es un seudónimo…

No acabé la frase. Mientras yo hablaba, él se dedicaba a amontonar con el dedo meñique las miguitas desperdigadas en la bandeja, y cuando dije lo del seudónimo se detuvo. Noté su mirada fija en mí.

—¿Cree que he sido yo? —dijo sonriendo por primera vez. Me sorprendió, porque no pensé que supiera hacerlo.

—No —respondí con rotundidad—, pero hay un detalle que me gustaría que usted me aclarara. Tal vez no sea importante, pero pudiera ayudarme en la búsqueda.

Se quedó callado, esperando. Me fijé en sus manos. Eran blancas, finas y delicadas. Extensas pecas de borde difuso moteaban el dorso de brillos azulados. Sin mirarme, hundió la yema del dedo corazón en el montón de miguitas y se las llevó a la boca.

—Tengo entendido —continué—, que usted escribió hace tiempo una obrita titulada el Entremés de los romances, en la que tal vez se inspiró Cervantes para escribir su Quijote.

Hice una pausa para ver cómo reaccionaba. Don Luis se recolocó las mangas de la sotana, comprobó que el alzacuellos estaba en su sitio y siguió en silencio. Decidí arriesgar un poco más.

—¿Eso le molestó? —pregunté directamente—. Quiero decir, ¿le importó que Cervantes usara su idea para escribir una novela?

Don Luis me miró, o eso creo. Al menos su cara estaba apuntando en mi dirección, pero tenía los ojos tan guiñados que casi parecían cerrados del todo.

—¿Quién le ha contado a usted ese cuento? —dijo forzando una risita.

—¿No es cierto?

De pronto me sentí ridículo, allí sentado haciendo preguntas que nadie pensaba responder.

—A ver si lo entiendo. Usted busca al autor del segundo Quijote, y para hallarlo considera importante conocer mis sentimientos hacia Cervantes. ¿Es eso?

—De acuerdo —dije dispuesto a romper la espiral de desconfianza—, sospecho de usted, comprenda que es una posibilidad que debo considerar. En realidad sospecho de mucha gente, de todos aquellos a los que parece aludir el Quijote, hasta del duque de Osuna.

—¿Me cree capaz de escribir semejante basura? ¿Cree que no tengo nada mejor que hacer? Yo soy un poeta, caballero, no un comediante ni un novellieri. Mi obra está por encima de esos libritos. El Quijote no pasa de ser una novelita simpática de barbería, cuyo destino natural es acabar en una tienda de especias como una margarita en manos de un enamorado.

Don Luis alzó la nariz y estiró el cuello. Se sacó un lienzo de la manga y se sonó con ruido de cuerno de caza. El vecino volvió a golpear la pared. Aquel tipo tenía un sueño muy ligero. Don Luis hizo como que no lo oía, estudió el contenido del lienzo y luego lo dobló por sus pliegues marcados.

Pensé que allí estaba de más. Intenté imaginar a aquel hombre que meses después de distribuir sus Soledades seguía empeñado en pulir sus versos escribiendo la segunda parte del Quijote, y me fue imposible.

—Yo escribo para inteligentes —dijo de pronto, cuando yo ya había desistido de sacarle una sola palabra más—, para los capaces de esforzarse en descifrar la belleza que esconden mis versos.

—Pero no es razonable que para poder leer un libro de poemas se hagan necesarias unas Advertencias como las que ha escrito don Andrés —respondí yo, sólo por el gusto de llevarle un poco la contraria.

—Me critican que no soy fácil —dijo volviendo a subir el tono—. Y es cierto. Pero hacen mal en desdeñar el placer que produce desvelar lo oculto, buscar y encontrar, aprender a ver. Yo escribo un poema y después lo envío en busca de sus lectores. Y mire…, mire… —dijo tendiéndome una carta firmada por un tal Tomás Tamayo—. Léala —ordenó.

Obedecí, más o menos. Era una carta alabando Las Soledades y que si maestro para arriba, maestro para abajo, ta, ta, ta. Supuse que no recibiría demasiadas, visto que la que agitaba ante mis narices estaba fechada en primavera.

—Así que ya sabe, para versos fáciles y tonterías al uso váyase a hablar con el torreznero.

—¿Con quién?

—El yerno del señor Guardo, el criador de cerdos.

Puse cara de comprensión y fingí una sonrisa. El padre de doña Juana Guardo, segunda esposa de Lope, había hecho fortuna criando cerdos, algo no muy lucido para un yerno que se daba tantos aires. Don Luis ya había usado esa broma en más ocasiones, y como respuesta Lope lo acusaba a él precisamente de lo contrario, de no tener nada que ver con el cerdo, o sea, de judaizante.

—Por lo que he oído, el libro es como él, aburrido y cansado —remachó don Luis.

—Ya, pero no creo que haya sido don Lope. Hay muchos indicios en contra —dije con desgana.

Aquello era inútil, pensé, era como volver a empezar. Decididamente, si Avellaneda quería mantenerse en el anonimato nadie lo iba a descubrir. Góngora apuró su vaso de vino y se secó de nuevo la boca con el borde del lienzo, a golpecitos, sin arrastrar.

—Claro, que a lo mejor ha sido el otro —dijo.

—¿Qué otro?

—El que duerme en español y sueña en griego, el muy ignorante. Ése es suficientemente borracho y mentiroso como para haberlo hecho sólo por el gusto de hacer daño.

—No le entiendo. ¿A quién se refiere?

—¿No sabe quién es el mayor borracho de la Corte? Uno que no sabe escribir si no es para rehacer los versos de los demás a lo chusco, un poetastro patizambo incapaz de hacer nada si no tiene antes un modelo al que sacar punta, un niñato que no respeta a nada ni a nadie.

—¿Quevedo?

—¿Qué dato le ha hecho llegar a esa conclusión?

—Lo de patizambo —dije sin dudar.

—El más prosaico. Es triste, pero eso es lo que entiende el pueblo —pensó en voz alta, y luego continuó dirigiéndose a mí—. Pues si de verdad sospecha del duque de Osuna, ¿quién mejor que su secretario para ejecutar sus instrucciones? Debe tener en cuenta además que no es sólo su secretario. Son amigos desde muy jovencitos, desde que coincidieron en la Universidad de Alcalá de Henares. Eran famosos allí. Una vez montaron una tan gorda que tuvieron que huir a Sevilla para que no los encerrara la justicia. Creo que hasta hubo un duelo y no sé si un muerto, pero no se extrañe. Osuna se salvó por ser quien era, pero para sacar a Quevedo del apuro tuvo que mediar todo el clan familiar ante la duquesa de Lerma y que ésta lo colocara bajo la tutela directa del rector de la universidad burlando así a la justicia ordinaria. Quevedo es una serpiente de alta escuela. Se crio y creció entre mujeres, todas curtidas en las intrigas de palacio. Ahora pretende medrar al amparo de Osuna. Hágame caso. De él se puede esperar cualquier cosa.

A pesar del juicio desolador sobre don Francisco de Quevedo y su familia, detecté un cierto tono de envidia en sus palabras. Para ser cordobés, don Luis se había portado como un gran gallego. No había contestado a nada ni que sí ni que no, sino todo lo contrario. Por no saber, ni siquiera sabía si era suyo el Entremés de los romances.