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Volví a la calle con aprensión. Antes de abandonar el refugio del cuartel me aseguré de que no había nadie sospechoso por los alrededores. Luego salí decidido a comprar una tinajita de alcaparras y a cumplir con el plan que me había hecho por la mañana.

Sabía, porque había oído a no recordaba quién, que don Luis de Góngora paraba en la posada de la calle de Atocha, un establecimiento para personas distinguidas, limpio, con gabinetes a disposición de los huéspedes, espacioso… Pero eso había sido a principios de verano. Cuando pregunté por él, el mesonero me remitió a otro local de la calle de Postas llamado el mesón del Peine. Era de inferior categoría que el primero, así que pensé que don Luis había decidido hacer economías por si su estancia en la Corte se prolongaba más de lo previsto. Pero ahí no acabó mi peregrinaje. Del mesón del Peine me remitieron al de la calle del Negro, o sea que, al final, después de haber perdido la mañana dando vueltas, descubrí que éramos casi vecinos.

Lo primero que me llamó la atención del mesón de la calle del Negro fue el denso olor a repollo cocido. Nada más franquear la puerta del zaguán se te pegaba a la ropa como la pez. Casi logró que me sintiera como en mi propia casa. El patrón estaba plantado en la puerta, firme y redondo como un miliario romano. Sólo le quedaban dos dientes, la encía de abajo montaba sobre la de arriba y tenía un gesto como de risa forzada que hacía que toda la piel de las mejillas se arremolinara en torno a sus ojos menudos y pitarrosos. Pregunté por don Luis y el hombre me dijo que esperara. Dio un par de pasos dentro del zaguán y voceó el nombre de don Luis como haría un cabrero llamando a un chivo. Decididamente, aquel tipo no respetaba mucho a los que no tenían más remedio que hospedarse en su establecimiento, ni siquiera a un racionero de la catedral de Córdoba.