El cuartel de Santa Cruz es uno de los seis que hay en Madrid encargados de velar por el orden público, cada uno con su alcalde de Casa y Corte y su destacamento de alguaciles. En la actualidad son totalmente insuficientes para controlar el continuo flujo de nuevos pobladores que atrae la Corte, y más que en focos de justicia tienden a convertirse en refugios mientras que en la calle impera la ley del más fuerte.
No tuve más que enseñar la botella al vigilante para que se incorporara y me siguiera hasta el cuarto del retén, donde por suerte estaba Fadrique. Aunque conocía a todos los de la ronda era con él con quien me encontraba más cómodo, quizá porque, como yo, procedía de familia montañesa.
El cuarto del retén es el más cómodo del cuartelillo, exceptuando el despacho del alcalde, que dispone de cama y todo. Allí hay cuatro literas, un gran hogar y una enorme mesa rodeada de sillas. La puerta del sótano de los calabozos se encuentra al fondo del pasillo de la entrada, junto a la del patio trasero, de modo que teniéndola cerrada apenas molestan los gritos de los detenidos.
Cuando llegué no había más de media docena de alguaciles, y entre todos vaciamos la botella en una ronda. Luego, cada cual volvió a sus asuntos y yo pude mantener un pequeño aparte con mi amigo.
—¿Sabes algo de dos muchachos y una niña que detuvieron hace un par de noches?
—¿Unos que denunció una señora gorda?
—Me imagino que sí. Es mi vecina. Fue mi casa la que forzaron, yo estaba en Toledo.
—Lo siento. ¿Se llevaron mucho?
—No, sólo algo de dinero. En todas las casas hay un ladrillo que se mueve y en la mayoría lo señala la pata de la mesa.
—Yo no estaba de servicio, pero me han contado que la gorda arrastraba personalmente a la muchacha sujeta por el pelo, y hasta que no estuvo en el calabozo no la soltó.
Qué barbaridad, pensé, pues sí que le ha molestado que me robaran, se ha tomado en serio lo de ser la guardiana de la casa.
—¿Se llamaba Venancia? —pregunté por si había algún error.
—No sé, ya te digo que yo no estaba.
—¿Los tenéis abajo?
—Se los llevaron ayer mismo a la cárcel. Ésos van a llevar un juicio rápido. Hablaban de escarmiento, dicen que se ha disparado el número de robos y el pueblo pide sangre.
—¿Pretenden ahorcarlos? La niña tiene unos once años, o así. Y yo, la verdad, aún no me creo que hayan sido ellos.
—No le des más vueltas. Tal vez se libren, pero ten por seguro que los pasarán por el potro, y si no tienen agallas, o les falta aguante, cantarán lo que no está en los escritos. Muchos dicen que tantas letras tiene un sí como un no, y que es de simples reconocer un delito para que te esparten el gaznate o te envíen a apalear sardinas, pero la verdad es que muy pocos aguantan firmes con un paño mojado metido hasta el galillo. De todos modos, si la muchacha es menor no podrán colgarla.
Eso me tranquilizó. Yo ya había empezado a darle vueltas a la idea de interceder por los chicos ante la justicia, sobre todo por Rosita (la imagen de Venancia arrastrándola por el moño me había impresionado bastante), pero con tantas cosas por hacer no encontraba hueco para pasarme por la cárcel de la villa a ver qué pedía el alcaide por un descuido. Sin mencionar que me habían dejado sin medios de despertar la codicia de ningún funcionario.
—¿Y esa cara? —preguntó señalando mis señales—. Has dicho que estabas en Toledo cuando lo del robo.
—No tiene nada que ver —dije llevándome la mano a la ceja inconscientemente—. Recuerdos de la condesa de Cameros. De hecho hace un rato me venían siguiendo y sospecho que era uno de sus hombres.
—¿A qué se debe tanto interés?
—Cree que tengo algo que ver con la muerte de la marquesa de Hornacho.
—Hombre, esa muerta sí fue mía —afirmó Fadrique con orgullo.
—¿Cómo?
—Estaba de guardia cuando el señor marqués dio aviso, y además acompañé el cortejo fúnebre.
—Un entierro por todo lo alto, supongo.
—Parecía la procesión del Corpus. Los hermanos de San Juan de Dios llevaban el cuerpo, seguidos por el cabildo en pleno, una veintena de niños de la doctrina con velas, otros tantos pobres con hachas de cuatro pabilos, los mayordomos de todas las cofradías a las que pertenecía la señora marquesa con sus mullidores y algunos cofrades y por último la familia encabezada por el marqués, del brazo de su sobrina.
—¿La condesa de Cameros?
—¡Qué mujer! Era imposible apartar de ella la mirada. Iba como un sol, no, como la luna más bien, con un traje de terciopelo negro de tres altos cuajado de bordados de plata y una gola blanca que casi le cubría los hombros.
Tanto detalle y tanta admiración me resultaron desagradables, lo reconozco, y aunque me avergüence debo confesar que sentí un ligero aguijonazo de celos. Bueno, no tan ligero. Ya está dicho.
—Dicen que la marquesa apareció exangüe en la bañera —comenté para cambiar de tema antes de que se notara mi turbación.
—Sí señor, estaba completamente desangrada, más blanca que un cirio pascual.
—¿Apuñalada?
—No. Tenía unas fuentes en los muslos.
No me sorprendió. Es frecuente que enfermos sometidos a sangrías periódicas opten por abrirse una fístula. Para ello, el barbero les hace una incisión en una vena y coloca una fina placa de plata con un nervio en el centro que mantiene separados los labios de la herida hasta que cicatrizan. A partir de entonces, la placa hace las veces de tapón y al retirarla la sangre fluye lentamente.
—Un accidente.
—El médico dijo que ella sabía muy bien que no debía meterse en el baño caliente con las fuentes abiertas.
—¿Suicidio?
—Yo no he dicho eso —protestó.
—¿Entonces?
Miró con prevención hacia la puerta y luego sacó la bolsa donde guardaba el dinero y rebuscó en ella hasta que sacó dos finas placas de plata.
—Las encontré sobre una mesita junto al baño. A su lado estaban las dos cintas de seda. Los nudos habían sido desatados. El cadáver no ofrecía ninguna señal de violencia. Estoy seguro de que se las quitó ella misma, o permitió que alguien se las quitara.
—Según eso, el asesinato está descartado.
—Del todo. Seguro que no fue asesinada. Al menos por el marido. Estuve presente cuando el alcalde habló con él delante del cadáver, y las heridas de la mujer no sangraron en su presencia. Ya sabes que las heridas sangran en presencia del causante —añadió en tono condescendiente. Parecía que le resultaba penoso hablar de detalles técnicos con un lego.
—No, no lo sabía —reconocí—. De todos modos, era difícil que sangrara si no le quedaba sangre.
—Algo siempre puede manar. A nuestro Señor Jesucristo cuando Longinos le abrió el pecho…
—No es lo mismo, Fadrique, no es lo mismo. Por cierto, ¿sabes por qué tenía abiertas esas fuentes?
—Ni idea. Pregúntale a su doncella.
—¿Qué piensas hacer con las placas?
—Yo no las necesito.
—¿Cuánto quieres por ellas?
—Ya te digo que yo no las necesito…, pero son de plata.
—Está bien. Dos ducados.
—Cinco.
—Tres y no te denuncio por robar pruebas.
—De acuerdo, cuatro. Me caes bien, pero recuerda: no es sano amenazar a un alguacil.
Le di el dinero y guardé las placas en mi bolsa. Apenas me quedé con unos cuartos para una empanada y un barrilete de alcaparras que pensaba regalar a don Luis de Góngora, pero lo di por bien empleado.
—Por cierto, ¿te dice algo el nombre de Juan Blanco de Paz?
Negó con la cabeza.
—¿Y Jerónimo de Pasamonte?
Volvió a negar.
—¿Es posible que estén en la cárcel?
Se encogió de hombros.
—Quién sabe —dijo al fin—. Las cárceles están atiborradas, pero la gente entra y sale y a veces ni se registran los nombres. Te sería muy caro indagar algo así, más de lo que puedes pagar.