Al día siguiente me levanté tarde. A pesar del calor, me lie un paño en la cabeza y aguanté hasta casi las diez de la mañana. No hubo golpes, pero oía a los alarifes trajinando en las buhardillas, sus cantos, sus voces.
En cuanto me levanté, me lavé un poco la cara y me senté un buen rato en el lebrillo. Dudé si aplicarme la última cataplasma de las que me había preparado fray Melchor, pero como me encontraba francamente mejor decidí reservarla para la noche.
Los ladrones se habían comido los restos de letuario y apurado la botella de aguardiente, así que no tenía nada para desayunar. Tanteé la bolsa, sopesé las monedas que me quedaban y juzgué que serían suficientes para un par de días. Me molestaba tener que ir de nuevo a casa de Robles a pedir más dinero sin tener todavía ningún resultado. Antes de salir hice un hatillo con la ropa sucia y se la dejé a lavar a Venancia. La mujer se asustó al ver la camisa, pero le aseguré que no había de qué preocuparse, que todo estaba bien, que la sangre no era mía. No sé por qué, pero no me apeteció hablarle de mis hemorroides.
Había decidido ir a ver en primer lugar a don Luis de Góngora, quien seguramente estaría despierto por la mañana, pero el hombre hace planes y el diablo los desbarata. Digo esto porque al poco de echar a andar Montera abajo sentí que me seguían. No estaba seguro, pero en dos ocasiones en que por azar giré la cabeza, me pareció percibir al mismo tipo a mis espaldas. Se trataba de un hombre alto, delgado, con el pelo gris peinado hacia atrás al que no había visto en mi vida. Creo que fue el hecho de que llevara el sombrero en la mano lo que me hizo fijarme en él la primera vez, y disparar mi alerta la segunda. Inmediatamente me puse a especular sobre quién sería o quién lo enviaba y con qué intenciones. En primer lugar pensé en la condesa de Cameros, seguramente molesta por la broma del pañuelito, aunque visto el comportamiento de mis vecinos dudaba mucho que hubieran cumplido mi encargo. También podía ser el tío de Isabel, el señor Cienfuegos, que una vez enterado de la desgracia de su ahijada venía a exigir mis votos, o el mismo Avellaneda, que buscaba la ocasión de darme con un mazo harto de verse en boca de todos. En cualquier caso, no parecía un tipo peligroso, pero eso no quería decir que no tuviera amigos que sí lo fuesen. Aceleré el paso. Al pisar la Puerta del Sol tuve la tentación de echar a correr para confundirme entre la gente del mercado, pero opté por refugiarme en uno de los figones de San Felipe. Pedí un vaso de aguardiente y un plato de torreznos y me quedé junto a la puerta espiando la calle. No vi nada sospechoso, pero ni así me quedé tranquilo. Sobre la marcha cambié el plan de la mañana, compré una botella de vino y corrí al cuartel de Santa Cruz a hacer una visita a mi amigo Fadrique.