Un cielo rojo cubría Madrid cuando topamos con sus primeras casas. Casi daba miedo. Parecía que el sol hubiera estallado al impactar con la línea de poniente, un precioso final para un viaje muy tranquilo.
Tal como estaba previsto, la primera jornada llegamos cerca de Illescas a eso del mediodía y pasamos la tarde descansando. Los cómicos aprovecharon para ensayar unas cuantas escenas de la obra de Ruiz de Alarcón. Todo fue bien, no era la primera vez que la representaban y cada uno sabía su papel. Al día siguiente nos levantamos sin prisa, desayunamos e hicieron un ensayo general conmigo, un arriero y la mesonera por únicos espectadores. Luego reemprendimos la marcha hasta Madrid. Me despedí del grupo nada más cruzar la Puerta de Toledo, ellos tiraron hacia la plaza de la Cebada y yo di un paseo con la mula del ramal hasta la cuadra. Después me fui a casa. Estaba deseando tumbarme en mi cama y dormir a gusto unas cuantas horas.
Lazcano empezaba a encender las luces del bodegón aún vacío. No era muy tarde, por eso me sorprendió no encontrar de camino a ninguno de mis vecinos. El zaguán estaba desierto, la casa, a oscuras. Me extrañó, pero por otra parte me alegré, no tenía ganas de tertulia. Sin embargo, al subir la escalera sentí claramente que algo no iba bien. Me detuve en el rellano. Tampoco se oía ningún ruido en la habitación de Rosita y sus «hermanos». Me dirigí despacio hacia mi puerta, y en cuanto fui a meter la llave me di cuenta de que había sido forzada. Di un paso atrás, pegué la espalda al muro y desenvainé la espada y la vizcaína. No pasó nada, sólo mi corazón alteró la tranquilidad del espacio. En cuanto me calmé, empujé la puerta con el pie. Dentro reinaban el silencio y la oscuridad. Crucé en diagonal repartiendo mandobles al aire hasta el ángulo del fogón, y allí me quedé quieto, agazapado y en guardia. Nada. El que me hubiera hecho la visita ya había abandonado la presa. Apoyé la espada en el fogón donde pudiera echar mano de ella con rapidez, y con la vizcaína en la derecha me acerqué a la mesa en busca del pedernal para prender una luz. Apenas quedaba aceite en el candil, pero suficiente para comprobar el desaguisado al tenue resplandor de su pabilo. Todo estaba revuelto, la tapa de la tinaja del pan por el suelo, la gaveta abierta, los libros en la mesa, ésta corrida y el ladrillo del dinero levantado. No habían dejado ni un maravedí. Cogí la espada, por si acaso, y me asomé al dormitorio. Apestaba a muladar. Habían corrido la cama, supongo que para ver si ocultaba más ladrillos secretos, así como el baúl. La ropa estaba tirada por el suelo y la bacinilla llena de heces y orina.
—¡Ah, es usted!
El grito de Venancia me sobresaltó. No la había oído llegar, y de pronto la vi en la puerta señalándome con un enorme cuchillo de cocina. No pude menos que ponerme en guardia.
—Menos mal —dijo apuntándome aún con el arma—, creía que habían vuelto esos desgraciados. La próxima vez no aviso a los alguaciles, los apiolo yo misma como si fueran palomos. No hay derecho, ¡la que han liado!
—Vamos, vamos, mujer, suelta eso que te vas a hacer daño —oí decir a Pitu tras ella.
—Tú quita para allá, medio hombre, que no sirves para nada. Roban en tus propias narices y tú tan pancho, igual que en el mercado.
Pitu asomó la cabeza y me miró con cara de hastío.
—¿También les han robado a ustedes? —pregunté.
—No, a nosotros no, pero como si lo hubieran hecho. Usted es como un hijo. Anda, ayuda a don Isidoro a poner esto un poco en orden.
Pitu dio un paso dentro de la casa, y al hacerlo rozó a la mujer que aún ocupaba gran parte del espacio disponible.
—¡Quita de ahí! —dijo ella respondiendo con un codazo que lo lanzó de nuevo al pasillo—, ya lo hago yo, que parece que tienes agua en las venas.
Venancia dejó el cuchillo en la mesa y la levantó de un extremo para ponerla de nuevo en su sitio.
—¡Mire!, los chicos robaron el escondite.
Yo asentí. No me extrañó que Venancia supiera de su existencia, algo me decía que ella y la casa habían desarrollado una curiosa simbiosis y que nada de lo que ocurría en ésta se le escapaba.
La mujer puso derecho el ladrillo con el pie, lo empujó hasta su sitio y colocó encima la pata de la mesa.
—¿A qué chicos se refiere? —pregunté más sereno.
—Los de enfrente, mosquitas muertas, ladrones, ojalá que los cuelguen pronto.
—¿A los hermanos de Rosita?
—Y a la niña. Si resulta que era una buscona, la muy puta; pobre don Isidoro, parecía buena gente, ¿verdad?, qué engañado estaba usted también. Pero hemos tenido suerte porque van a dar un escarmiento con unos cuantos manteadores y ladrones, se lo he oído decir a un alguacil, ya iba siendo hora porque esta ciudad se está volviendo inhabitable.
—¿De verdad cree que me han robado Rosita y sus hermanos?
—¡Anda! Pues sí que le cuesta entender las cosas. Sí señor, han sido ellos, pero no se preocupe que gracias a mí los pillaron anoche a los tres durmiendo como si tal cosa. A ésos los cuelgan, ya verá como sí. Hace falta desvergüenza. ¿Pero quieres pasar y echar una mano? —le gritó de pronto a su marido que aguardaba sin atreverse a entrar.
Pitu dio un paso de medio lado, como si temiera dar la espalda a su mujer, y de dos zancadas se plantó en el dormitorio. Empezó a recoger la ropa y a meterla en el baúl. Venancia fue hasta el balcón y abrió las ventanas de par en par. Yo no sabía bien qué hacer, así que dejé las armas sobre la cama, cogí la bacinilla y la vacié por la ventana. Luego me puse a ayudar a Pitu, que me miró con una tristeza infinita.
—Don Isidoro, tiene mala cara —dijo el hombre casi en un susurro.
—El disgusto, ¿verdad usted? —apuntó Venancia—. Vamos, llego yo de viaje y me encuentro mi casa abierta, y me da un paralís.
—No es eso, es que vengo un poco enfermo.
—En Toledo ha estado, ¿verdad? El Tajo es mal río, lleva demasiada agua. ¿Necesita algo?
—Descansar. Necesito dormir un poco.
—Por cierto —comentó Venancia—, he informado al amo Cañamares, y dice que él ahora tiene muchos gastos con las obras nuevas y que la puerta es cosa suya por haber dejado dinero en la casa.
—¿Cómo sabe Cañamares que había dinero?
—Como estaba abierto el escondite…
No tenía ganas de hablar, y menos de discutir con la mezquina mensajera de un miserable. Empujé suavemente a los dos hasta el pasillo agradeciéndoles sus desvelos, apuntalé luego la puerta con una silla, me descalcé y me tiré en la cama. En realidad no se habían llevado gran cosa, dinero no quedaba mucho, me habían limpiado el carbón, los restos de comida. Era más el desorden que las pérdidas. Lo peor era la puerta.
Cerré los ojos. Los apreté con fuerza como si de ese modo pudiera fundir los párpados y asegurarme el sueño, pero estaba demasiado cansado para dormir. Tenía tantas ideas dándome vueltas por la cabeza, que hasta que no las ordené un poco no empecé a sentir que los músculos se relajaban.
¿Qué había sacado en claro de mi viaje a Toledo? En primer lugar, que Medinilla me había jugado una mala pasada, que fray Gabriel estaba con la cabeza en otro sitio y que don Luis de Góngora tenía algo que ocultar. Pero todo eso, analizado con calma, resultaba anecdótico. Más importante era haber constatado que Avellaneda parecía conocer muy bien las sombras del pasado de Cervantes, que tanto la acusación de cornudo como la de bujarrón no eran simples exabruptos, que el tal Blanco de Paz, sobre cuya pista ya me había puesto el propio maestro, era un sospechoso perfecto. Sin embargo, considerando el odio que alimentaba y lo que aparentaba saber, sorprendía que no fuera más explícito en sus acusaciones. Daba la sensación de que amagaba sin dar, era como si le dijera a Cervantes: «Cuidado conmigo que mira todo lo que sé de ti, no me obligues a airearlo». Más parecía un chantaje que una venganza.
Empecé a dar vueltas de un lado para otro sin acabar de calmarme. Las sábanas estaban tibias, ninguna postura aliviaba el calor que sentía nacer dentro de mis entrañas. Pensé que estaba a punto de sufrir una nueva crisis febril. Me desnudé por completo, me retiré la cataplasma y me quedé tumbado como un san Andrés.
Cuanto más repasaba los hechos, más consciente era de que pese a todo lo que iba descubriendo sobre Cervantes, Avellaneda permanecía sumido en las sombras. Como sospechosos, aparte de Lope y el duque de Osuna, contaba con Ginés de Pasamonte y Blanco de Paz, dos quimeras y dos fantasmas de los que echar mano. No era gran cosa. La realidad era que sólo disponía de unas ideas para volver a negociar con Lope y un par de preguntas para don Luis de Góngora.
Pasado un rato caí en un duermevela poblado de alucinaciones. Recuerdo a la condesa de Cameros contonearse al trasluz del vano de mi dormitorio cubierta tan sólo con una capa de calatravo, mientras don Rodrigo Téllez Girón, gran maestre de la Orden, daba palmas sentado en mi baúl. Yo intentaba alcanzar a la condesa, acariciarla, besar sus pezones oscuros como trufas, pero me era imposible, su piel hervía en la superficie, y sin embargo, cada vez que intentaba tocarla mis dedos se convertían en carámbanos.
Abrí los ojos empapado en sudor. Me levanté, me sequé un poco con la camisa que estaba tirada a los pies de la cama, di la vuelta al colchón y me volví a tumbar. Esta vez, apenas toqué la almohada, me quedé profundamente dormido.