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Supongo que llegados a este punto agradecerá que sea parco en detalles. Al fin y al cabo todos sabemos lo que es una lavativa y hemos experimentado esa angustiosa sensación de urgencia que constituye el fundamento de su poder. Cuando terminé de evacuar la infusión de malvas, fray Melchor preparó una cataplasma con las hierbas de la olla, la cubrió con el paño encerado que acababa de preparar y luego me remetió de nuevo la camisa. De esa guisa me puse de lado y, sin intentar nuevas protestas, estiré el brazo derecho. Fray Melchor colocó debajo una bacía y practicó una incisión con la lanceta en la cara interna. La sangre empezó a manar densa y oscura y a caer al recipiente en grandes goterones. Yo procuré no mirar. Intenté distraerme leyendo los letreros de los tarros que llenaban los estantes de las paredes e identificando los bichos que había allí disecados. Poco a poco fue cediendo el goteo. La sangre dejó de correr y empezó a formar grumos sobre el brazo.

—Muy bien —dijo fray Melchor poniéndome una hila de algodón sobre la herida—. Mucho mejor, ¿verdad? Ahora apriete aquí y no se mueva.

Yo asentí. Me encontraba sobre todo cansado, pero era cierto que el dolor de las almorranas estaba empezando a remitir. Cerré los ojos. El día había sido muy largo y tenía demasiado sueño atrasado. Debí de quedarme dormido unos minutos, porque no me enteré de cuándo se fue fray Melchor ni del regreso de fray Gabriel.

—He hablado con el prior y me ha dicho que no hay inconveniente en que se quede aquí a pasar la noche —me dijo en un susurro.

—Gracias —contesté yo.

—Le he traído algo de cenar.

Abrí bien los ojos y me fijé en la bandeja que sostenía fray Gabriel. Vi un trozo de pan, una cebolla, queso, un cuartillo de vino y un par de palos amarillos tostados con aspecto de avisperos.

—Es maíz —dijo Fray Gabriel al ver mi cara de extrañeza—. Está delicioso. Es el trigo de América. Aquí en España estamos empezando a cultivarlo. Ya verá como le gusta. Está un poco dulce.

—Gracias —repetí incorporándome.

Cogí la bandeja de sus manos y me la apoyé en las rodillas. Probé el maíz, y me gustó. Me gustó mucho. Era distinto, suave y dulce, aunque le sentaba bien la sal. Pruébelo si tiene ocasión, merece la pena. Después de cenar, fray Gabriel se disculpó por tener que dejarme solo, pero debía reintegrarse a la marcha de la comunidad. Me preguntó si necesitaba alguna cosa más, y a mí se me ocurrió comentar si no tendrían en la biblioteca del monasterio la Crónica de la Orden de Calatrava, Santiago y Alcántara, de Rades y Andrada. Prometió comprobarlo, y media hora después un joven novicio se presentó en la botica con la obra en cuestión y un par de velas de cera blanca. Rogué al muchacho que trasmitiera mis agradecimientos a fray Gabriel y me instalé en la mesa como buenamente pude. Coloqué las velas en dos palmatorias vacías, las encendí y las situé a ambos lados del libro. Aunque había dado con alguien que odiaba a Cervantes tanto como para ser Avellaneda, las posibilidades de encontrarlo sin ayuda eran casi nulas. ¿Qué más tenía? Sospechas de Góngora, del duque de Osuna o de su secretario don Francisco de Quevedo, del tal Pasamonte a quien no sabía ni por dónde empezar a buscar… Por desgracia, las mayores posibilidades de éxito seguían centradas en que una persona en concreto, Lope de Vega, decidiera echarme una mano.

Desde la charla con fray Gabriel sobre lo relevante o irrelevante de respetar la veracidad histórica en el tablado de un teatro y la importancia de la poesía, le había dado varias vueltas al asunto de don Rodrigo Téllez Girón y estaba dispuesto a leer su biografía con la mayor amplitud de miras posible. Saqué una hoja de papel en blanco de la gaveta de la mesa, afilé una pluma y escribí en la parte superior: «Rodrigo Téllez Girón. Maestre de Calatrava».

Trabajé mientras el dolor me permitió seguir sentado. Luego apagué las luces y me tumbé en el jergón donde dormí hasta que me sobresaltó la carraca anunciando maitines. Después volví a caer hasta el toque de laudes, hora en que me levanté para tener tiempo de tomar algo tranquilamente antes de partir en busca de mis nuevos compañeros de viaje.