72

Me quedé tumbado viendo cómo fray Melchor avivaba las ascuas, enganchaba una ollita con agua a la cadena que colgaba del tiro y bajaba un tarro de la estantería para dejarlo sobre la mesa. Las letras de la inscripción eran grandes, de color azul añil sobre un fondo marfileño. Desde mi posición pude leer con facilidad: Malva sylvestris. El hombre trabajaba con movimientos precisos, sin prisa.

—¿No tiene muda para la camisa? —me preguntó de pronto.

—No, aquí no. En Madrid tengo otra, pero me temo que por ahora tendré que tirar con ésta.

El fraile asintió pensativo. Después de echar un vistazo rutinario a la olla, abrió un poco las ascuas con el atizador y acercó al extremo un cacito en el que había echado unas onzas de cera blanca. Su calma contrastaba con la ansiedad que yo sentía, y el silencio se me hacía penoso.

—¿En qué año estuvo usted en Argel? —pregunté al fin.

—En el 78.

Sentí una descarga de emoción. Cervantes había estado preso del 75 al 80. Las fechas coincidían, había alguna posibilidad…

—¿Le dice algo el nombre de Juan Blanco de Paz?

Fray Melchor se detuvo. Me pareció que tenía el ceño ligeramente fruncido. Antes de contestar, retiró la cera del fuego, le añadió una cucharada de aceite y se puso a remover la mezcla despacio.

—No —dijo al fin—. No me suena.

Sentí que todas mis ilusiones se desmoronaban.

—Creo que estaba en Argel por esas fechas.

—Había cientos de prisioneros en Argel. No pude conocerlos a todos.

—Lástima. ¿Y a don Miguel de Cervantes?

—¿El poeta?

Asentí.

—¡Blanco de Paz! —exclamó el fraile de pronto—. Claro, ahora lo recuerdo.

—¿Lo conoció?

—No, no personalmente, pero recuerdo que fray Juan Gil, un hermano trinitario, me consultó acerca de un asunto en el que estaba implicado.

—¿Relacionado con Cervantes?

—En efecto.

—¿Recuerda qué sucedió?

—Pues… sí, recuerdo bien aquella época… Cuando liberaron a Cervantes se llevó a cabo una investigación sobre su conducta durante el cautiverio, y como yo había estado allí cerca de un año me llamaron por si podía testificar.

—Entonces, usted formó parte del proceso.

—No, no. Le conté a fray Juan lo que sabía, pero no pude decir nada sobre Cervantes porque no llegué a conocerlo. Aunque sí oí hablar de él. Las noticias se propagaban rápido entre los prisioneros, saltaban de baño en baño.

—¿Qué es lo que oyó?

—Que había habido un intento de fuga, que Cervantes había enviado una carta a don Martín de Córdoba, general de Oran, para solicitar su ayuda y que los guardias de Hasán Bajá habían descubierto al enlace y lo habían empalado.

—¿Y qué le sucedió a él?

—Lo condenaron a recibir dos mil palos.

—¿Dos mil? Eso es tanto como condenarlo a muerte.

Fray Gabriel asintió en silencio.

—Pero la condena no se cumplió —añadí.

—Evidentemente no.

—¿Fue ése su primer intento de fuga? Tengo entendido que hubo cuatro.

—Ése fue el tercero, me parece. No sé qué sucedió en el primero, pero en el segundo también tengo constancia de que perdió la vida su cómplice, un jardinero, creo. Cervantes salió indemne, apenas con un castigo de encierro.

—¿Y eso lo hace sospechoso?

—Dios me libre de juzgar a nadie. Además, en el proceso se le declaró inocente y volvió a España con el honor a salvo —dijo sin mucha convicción.

—¿Pero…?

Fray Melchor sonrió al ver mi insistencia.

—Usted no sabe quién era Hasán Bajá.

Se detuvo unos segundos. Sacudió la cabeza.

—Verá, Hasán Bajá no era turco ni berberisco. Era veneciano. Fue capturado por el Uchalí cuando navegaba como grumete de una galera de su armada. Al Uchalí le gustaban los muchachos, y durante un tiempo lo hizo su favorito…

—Quiere decir…

—Tal vez fuera entonces cuando se conformó su carácter violento y cruel. El joven grumete creció, renegó de su fe, abrazó la de Mahoma y ascendió de categoría. El Uchalí, satisfecho de sus servicios, lo nombró capitán y le confió uno de sus barcos. Con el tiempo, prosperó hasta llegar a ser una especie de rey de Argel. Cuando yo llegué a la ciudad, su solo nombre despertaba terror. Argel era un puerto en el que había muchos más prisioneros que guardianes, y Hasán Bajá había encontrado el modo de aniquilar voluntades y de dar rienda suelta de paso a su venganza contra la vida. A los que intentaban huir los ahorcaba o los empalaba a la vista de los demás cautivos, o les cortaba las corvas y se los entregaba a sus esclavos para que los sodomizaran y luego los remataran a bastonazos, o los hacía quemar a fuego lento, o los mandaba despedazar entre cuatro caballos. La mínima falta podía costarte las orejas y la nariz, y no era infrecuente bajar a un hombre de una galera para quebrarle brazos y piernas y dejarlo tirado tal cual en la arena de la playa. Yo mismo vi a Hasán Bajá amputar personalmente a varios hombres y quebrarles todos los dientes con el pomo de su espada.

El anciano se estremeció.

—Vaya —murmuró—, sólo recordarlo y se me pone la carne de gallina.

Pensé que Hasán Bajá debió de ser una bestia, pero que el marqués de Barcarrota puesto a vigilar prisioneros tampoco haría un mal papel. Fray Melchor dio unas cuantas vueltas más a la mezcla del cazo y luego lo dejó en la encimera cerca pero apartado del fuego. De un arconcito de madera sacó unas cuantas hilas de algodón, las estiró, las comparó y al final eligió una de un palmo de ancho por un par de largo. Despacito la fue introduciendo en el cazo asegurándose de que quedara impregnada por todas partes de la mezcla de cera y aceite. Luego la sacó, la estiró bien y la puso a secar colgada de una cuerda con un par de pinzas.

Yo le miraba hacer en silencio. Creía haber entendido lo que había dejado entrever fray Melchor, pero no era suficiente. Necesitaba una declaración algo más explícita, algo a lo que aferrarme.

—¿De qué acusó exactamente Blanco de Paz a Cervantes?

—De falta de moralidad, creo que lo llamaron.

—¿Qué significa eso? ¿Se paseaba desnudo por las calles? ¿Se insinuaba a las mujeres desde las ventanas de los baños?

—No, no —respondió fray Melchor con una sonrisa bondadosa.

—¿De sodomía? —pregunté directamente—. ¿Lo acusaba de sodomía?

—Bueno… sí.

—Y el comité debió de tomarse en serio la acusación porque para llegar a montar una investigación in situ…

—No era tan excepcional. Además, no tuvieron más remedio.

—¿Había pruebas?

—No, no exactamente.

—Indicios, entonces.

El fraile no contestó inmediatamente. Aprovechó que el agua había roto a hervir para retirar la ollita del fuego y echar un puñado de hojas y pétalos de malva. Luego, colocó un paño en la mesa, y sobre él una redoma de cristal grueso. Metió en su cuello un embudo de latón provisto de un tamiz y vertió poco a poco la mitad del contenido de la olla. Cuando terminó, rebuscó entre los frascos y fue echando sobre un platillo un pellizco de saúco, unos pétalos de amapola, unas cuantas cabezas de manzanilla. Vació el plato en la olla donde todavía estaban las hojas de malva y removió todo con una cuchara. Yo no dije nada. Esperé.

—Al principio parecía descabellado —dijo al fin sacudiendo la cuchara en el borde de la olla—. Don Miguel, valiente soldado herido en Lepanto, con cartas de recomendación del viejo duque de Sessa y de don Juan de Austria, con el pecho cosido y un brazo muerto, distaba mucho del tipo de mancebo que gustaba a Hasán Bajá. Pero la vida de prisión es muy dura, los hombres flaquean, se desesperan, y no sería el primer caso de un prisionero que concede ciertos favores a cambio de mejorar un poco su situación. Por poco que fuera.

—Pero don Miguel no se dio nunca por vencido, intentó huir en cuatro ocasiones.

—Ése fue el problema. Ya le he contado cómo trataba Hasán Bajá a los que intentaban fugarse. No hay muerte, por cruel que pueda imaginar, que no se ensayara entre aquellos muros. Y sin embargo, Miguel de Cervantes escapó a su destino no una, sino cuatro veces. Sus cómplices pagaron por él. Que yo sepa empalaron a uno y ahorcaron a otro, pero él se libró con poco más de una reprimenda y unos meses de calabozo, y eso que en ningún momento intentó ocultar su liderazgo. Comparado con el final de otros presos, sus castigos suenan a pelea de enamorados.

Lo dijo sin maldad, sin segunda intención. Sus palabras sonaron a fina ironía, pero doy fe de que la alusión a la pelea de enamorados fue fortuita. Fray Melchor daba la sensación de ser un raro espécimen de hombre al que la experiencia de la vida lo había ido haciendo cada vez más tolerante. Estoy seguro de que no pasaba por su mente emitir ningún juicio sobre nadie, y menos un sarcasmo. Por eso me llamó la atención el que se le hubiera escapado el comentario. Sin embargo, había un dato importante a favor de don Miguel: los testigos que hablaron en su favor en la causa instruida por fray Juan Gil. Al menos eso me había dicho Cervantes.

—Pero sus compañeros de cautiverio declararon a su favor en el proceso —comenté.

—No se extrañe. Les salvó la vida. Cuando se vino abajo el último intento de fuga por la delación de Blanco de Paz, Cervantes se entregó a Hasán Bajá declarándose responsable de todo y exculpando a los demás. ¿Y sabe qué? No pasó nada. No hubo represalias. Hasán Bajá aceptó su palabra y lo mandó encerrar en su propio baño entre sus otros esclavos. Comprenderá que los demás, que ya se veían empalados, adquirieron ese día una gran deuda con él.

—¿Entonces, usted cree que Cervantes fue amante de Hasán Bajá?

Fray Melchor negó con la cabeza. Se veía que el hombre sufría la tensión de estar midiendo las palabras.

—Ya le he dicho que la conclusión del proceso fue que era inocente.

—¿Pero usted qué cree?

—Eso carece de importancia. Fue declarado inocente, y es inocente. Fin del asunto.

Eso era todo. Y no era poco. Sentí que por mucho que insistiera no conseguiría más de fray Melchor. El asunto estaba cerrado para la Inquisición y para él. Sin embargo, había un tal Avellaneda que debía de haber oído campanas en alguna parte y se atrevía a señalar a Cervantes con el dedo. Aquello podría explicar las reticencias del maestro a hablar de su pasado.

Pensaba sobre el alcance de todas esas revelaciones y en cómo encajarlas con lo que ya sabía cuando fray Melchor, después de comprobar la temperatura de la infusión, se acercó a mí y me dijo que me pusiera a cuatro patas sobre el jergón y separara bien las piernas. En cuanto obedecí colocó entre ellas el bacín y me dijo que me inclinara hacia adelante. Por el rabillo del ojo le vi cargar la vejiga con el contenido de la redoma y comprobar que no estaba obstruido el canuto de madera.

—Muy bien —dijo sonriente—. Ahora, relaje el sieso.

Como comprenderá, en aquel momento podía hacer de todo menos relajarme.