Quedé con los comediantes al amanecer del día siguiente para emprender juntos el viaje de vuelta a la capital, y antes de que se fueran le di al muchacho una buena propina para que se pasase por la cuadra a recoger mi mulo. Luego seguí a fray Gabriel hasta una habitación bastante amplia en la que dominaba una mezcla de olor a mostaza y clavo. Las paredes estaban cubiertas de estantes de obra hasta el techo y revestidas de azulejos de Talavera. En éstos se hacinaban tarros de cerámica con todo tipo de hierbas y especias, minerales, animales disecados, reptiles secos. En el centro de la habitación, bajo el cadáver de un buitre que colgaba del techo con las alas extendidas y sobre una tarima cubierta con una alfombra, había una mesa de madera enorme con una escribanía rodeada de almireces, balanzas, redomas y probetas. En un lado destacaba un denso ramo de hinojo de violentas flores amarillas. Lo habían dejado allí como al descuido, y se veía que estaba recién cortado porque entre los abigarrados tallos aún espejeaban pequeñas gotas de agua. Había dos muebles más: una silla de madera con asiento y respaldo de cuero y, en la esquina más alejada de la puerta, sobre un par de caballetes, unas tablas y un jergón de paja. Bajo él, asomaba un bacín enorme de loza blanca. En la esquina opuesta había un pequeño hogar como una fragua de joyero. La campana estaba rematada con una viga de castaño atravesada por un par de vástagos de los que colgaban varios juegos de ollas y cazos.
Fray Gabriel me dejó allí solo y desapareció en busca del boticario y del prior. La habitación quedó en semipenumbra, iluminada sólo por un candil de aceite de una boca. Con él en la mano deambulé curioseando los anaqueles y me puse a hojear un libro bellísimo titulado algo así como Tratado de las plantas del mundo, pero en latín, Tractatus no sé qué. Tenía ilustraciones minuciosas de infinidad de hierbas, y estuve tentado de buscarlas en los frascos para comprobar la fidelidad del trazo. Pasado un rato, se abrió la puerta y entró un fraile bastante viejo, con barba larga aunque rala, calvo, los pómulos picudos, las mejillas hundidas por la falta de dientes. Entró precedido del chorro de luz que emanaba de un candil de cuatro picos. Las blancas mangas del hábito casi le cubrían los dedos y arrastraba ligeramente por el suelo el negro escapulario. Cerré el libro de golpe y lo coloqué en su sitio.
—Buenas noches —dijo el fraile—. Soy fray Melchor, boticario del convento. Tengo entendido que está usted enfermo.
—Sí —contesté yo avanzando en su busca para besarle la mano.
Fray Melchor extendió sin protocolo su mano derecha, yo hice el amago de llevarla hacia mis labios y él la retiró dando por concluidas las presentaciones. Se quedó mirándome en silencio.
—Bien. Dígame qué le pasa.
—Creo que tengo almorranas —dije dirigiendo una mirada furtiva hacia la puerta para ver si volvía fray Gabriel.
Me sentí un poco solo. Fray Melchor no me quitaba los ojos de encima, parecía absorto con mi cara. Al principio no entendía tanta atención, pero luego recordé que tenía el labio roto, una ceja hinchada y un ojo de todos los colores.
—Un malentendido… —murmuré a modo de explicación.
—Está bien. Desnúdese de cintura para abajo y túmbese ahí —dijo señalando el catre—. Fray Gabriel aún tardará un poco —añadió adivinando mi inquietud—, está informando al prior.
—Espero no haber llegado en mal momento —dije yo titubeante.
—Al contrario. Agradezco cualquier cosa que me saque de la rutina. A mi edad no es fácil, ¿sabe?
Fray Melchor empezó a remover las cosas de la mesa, parecía buscar algo, y luego siguió abriendo y cerrando gavetas. Mientras tanto, yo terminé de soltarme los valones y las calzas y las dejé en un montón en el suelo. Me tumbé boca abajo sobre el jergón. Estaba un poco nervioso. Alcé los brazos para apoyarme en los codos y noté que la camisa se me había quedado pegada. Supuse que habría sangrado de nuevo, pero luego recordé la miel que me había puesto por consejo de la mesonera. Intenté relajarme. Oí al fraile acercarse, pegué la frente al colchón y cerré los ojos.
—A estas alturas pocas cosas podrán sorprenderle —dije intentando parecer natural, todo lo natural que pude considerando que un desconocido iba a inspeccionarme el culo—, tengo entendido que ha tenido usted una vida muy agitada.
—Y tanto —respondió él.
Me dio un golpecito en los muslos para que separara las piernas.
—Me temo que está un poco pegada —me disculpé avergonzado por los manchones de sangre del faldón de la camisa.
—Ajá —asintió él.
—Tal vez con un poco de ¡ahhhhhhhhhhhhhh!
No pude acabar la frase. Fray Melchor me había levantado la camisa de un tirón. Sin contemplaciones. Se me licuaron los ojos. Unos enormes lagrimones del tamaño de avellanas me dejaron ciego durante un rato. La camisa se empapó de sudor. El fraile ni se inmutó. Ignoró mi grito por completo. Sin decir una palabra se colocó a mi lado dándome la espalda. En principio me pareció una postura incomoda, pero entendí que lo hacía por precaución. Apoyó una mano en cada nalga y las separó con los pulgares, como si abriera una naranja por la mitad. Creo que emití un gemido en el tono de ya es suficiente, o algo así, aunque puede que no dijera nada. No me acuerdo, ese momento lo tengo bastante borroso.
—En efecto —murmuró reflexivo—, tiene unas buenas almorranas. ¡Muy bien! —exclamó, cuando consideró que ya había visto bastante—. Está claro. Le ha sobrevenido una inflamación en la sangre.
—¿Me puede curar?
—Desde luego. Las he visto peores. Con una lavativa dulcificante, una cataplasma, una pequeña sangría y unos días de reposo quedará como nuevo.
—¿Podría evitar lo de la sangría?
—No será usted francés.
—No.
—Menos mal.
—¿Por qué?
—No son buenos pacientes, los franceses. Demasiado supersticiosos. Se ve que el contacto con los hugonotes les debilita el cerebro. Creen a pies puntillas que la primera sangría salva la vida, de modo que procuran reservarla para cuando están muy graves. A menudo, cuando al fin acceden a que se la practiques, es demasiado tarde.
—¿Y cuándo ha tratado usted a franceses?
—¡A ver…! Los turcos y los berberiscos no capturan sólo barcos españoles. En Estambul hay más franceses que en Marsella. No sé por qué, ni creo que ellos lo sepan, pero sí señor, allí había un buen montón de franceses.
Se quedó un momento con la mirada perdida, lejos, en Estambul, a orillas del Bósforo. En el fondo de sus pupilas parecieron restallar unas velas blancas.
—No me ha dicho por qué prefiere que no le sangre —dijo volviendo a la realidad.
—Porque mañana debo volver a Madrid, así que tampoco podré cumplir lo del reposo, y porque creo que ya he sangrado bastante, ¿no le parece? —dije haciendo una señal con la cabeza hacia los faldones de la camisa.
Noté que posaba un dedo en la almorrana y la presionaba ligeramente.
—No, no creo que sea suficiente, pero dejaremos la sangría para el final. Por ahora iremos preparando el enema.