Por suerte, o por orden de don Guzmán, me atrevería a decir, se extendió por los jardines una música de chirimías que anunciaba el inicio de la representación. Como por ensalmo, los invitados se olvidaron al instante del drama que acababan de presenciar y se encaminaron hacia el tablado charlando, bromeando, riendo. Poco a poco fueron ocupando los bancos dispuestos ante el escenario. Llegó Barcarrota seguido de Gustavín, su nueva adquisición, que llevaba una bandeja con una copa y una jarra de vino. El enano se sentó en el suelo junto a su nuevo amo con el rostro inexpresivo, aunque pálido. Nadie diría que hacía un momento había estado sujeto como un puerco sobre una mesa por un lance de naipes. Había sido bien enseñado a guardar sus emociones. De todos modos aún le quedaba día por delante. En el entreacto Barcarrota tuvo el detalle de regalárselo a la condesa de Verja, después de que ésta ponderara entre risas sus partes como «magníficas». La condesa intentó rehusarlo repetidas veces, pero don Alonso la obligó a aceptarlo alegando que a él no se le daban bien los animales domésticos, que todos se le acababan muriendo, lo que siempre le causaba mucha pena, y que estaba seguro de que ella, una mujer que había sido capaz de embridar a más de un grande de España, tendría mano de sobra para domar a un enano.
Acabó la obra. La gente aplaudió con ganas, yo entre ellos. Nos habíamos reído, nos habíamos emocionado, y eso que no era una obra nueva. Fray Gabriel subió al tablado y compartió los aplausos con los cómicos. Se le veía henchido de orgullo, satisfecho, agradecido. Poco después emprendimos el viaje de vuelta a Toledo con los actores, porque no encontramos a don Julián. Supusimos que se habría ido después del asunto del enano, y no lo culpo; de seguir por allí se arriesgaba a ser blanco de las bromas de Barcarrota y, lo que era peor, a acabar atravesado por su espada. Sentí que aquel hombre tan orgulloso de la gloria de la vieja nobleza española tuviera que esconderse del producto de tanta gloria, pero así es como están las cosas, y el que antes lo aprende tiene mucho ganado.
Tardamos en partir lo que los cómicos en recoger sus bártulos y recibir su estipendio.
Allí quedaron los demás invitados preparándose para el gran sarao, la cena, el baile, los fuegos artificiales, que de todo decían que había preparado don Guzmán. Tan completa se preparaba la noche que Barcarrota decidió quedarse hasta el día siguiente a pesar de haber anunciado que tenía que recoger sin falta un regalito que su amigo Osuna tenía para él en Madrid. A mí me extrañó esa excusa sabiendo que el Girón estaba en Sicilia, así que pensé que aquello olía más bien a asunto turbio, a escalo, a pleito de doncellas, a mesa de juego. Pero como no era asunto mío, lo dejé pasar.
En cualquier caso, me alegré de partir. Si esa gente era capaz de capar a un enano para entretenerse a media tarde, qué no harían ebrios y de madrugada. De creer la mitad de las historias que circulan de Barcarrota, cualquier cosa, así que mejor poner tierra de por medio.
—No estaría mal que escribiera sobre estos encuentros tan ilustrativos de la nobleza toledana —le comenté a fray Gabriel en cuanto nos instalamos en la carreta.
El fraile y yo nos habíamos acomodado entre bagajes, cortinas y alfombras. Él iba sentado sobre un baúl, yo casi tumbado en el suelo de medio lado intentando evitar en lo posible que el traqueteo del camino irritara más mi almorrana. A lo largo del día se me había ido cargando, y ahora llevaba el culo hecho un San Lorenzo.
—¿Sobre los cigarrales? —preguntó él con la cabeza en otro sitio.
—Estío en los cigarrales, podría llamarse. No es mal título, aunque para obtener licencia de impresión más vale que aligere las historias. No creo que ningún arzobispo encuentre edificante la escena de un marqués capando a un enano.
—No, yo tampoco lo creo. De todos modos no están los tiempos para escribir poesía.
—¿A qué se refiere?
—¡Bah! Demasiadas voces hay ya clamando para que se me prohíba escribir. Dicen que va contra la dignidad de mi hábito andar con comediantes.
—¿Y usted qué opina?
—No sé. Tal vez tengan razón, quizá no sea apropiado que un hombre que se prepara a evangelizar las Indias se entretenga con estas frivolidades.
—Oculte su nombre. Firme con seudónimo si no quiere que se le reconozca.
—¿Como cuál? ¿Avellaneda?
—Ése me temo que está cogido, pero puede hacerse llamar Felipe Umbroso, Tomás de Molina o Tirso de la Gándara. Qué sé yo.
—Paco de Molina.
—¿Y eso?
—Yo tenía un tío que se llamaba Paco, que era molinero. Me lo ha recordado ese Molina suyo. De todos modos no sé si bastaría con ocultar el nombre.
—Tal vez deba ser más cuidadoso al elegir sus temas para no despertar polémicas.
—¿Polémicas? ¿A qué se refiere?
—A la manipulación de la realidad.
—¿Pero a quién le importa lo que yo haga con la realidad? —preguntó irónico.
—Al marqués de Barcarrota, por ejemplo. Le he oído comentar a un grupo de caballeros que era lamentable lo poco que se ajusta su obra a la realidad histórica.
—¿Barcarrota? —dijo silabeando el nombre con desdén—. Eso se lo habrá oído decir a alguien, porque él no tiene ni idea de historia. Y menos de teatro. Bueno, ni de nada que no sea domar caballos, beber aguardiente y destripar desgraciados por la espalda. Es de los que alaban a Lope porque los demás lo hacen, e injurian a Góngora por lo mismo. Si fuera amigo de Villamediana haría lo contrario, pero como lo es de Osuna y se trata con Sessa, pues ya ve. Pero dígame, ¿qué tenía en contra de mi obra?
—Decía que el duque de Coimbra murió en combate con su sobrino Alfonso, el rey de Portugal, y que no tuvo descendencia. Le parecía ridículo que usted lo sacara años después, anciano ya, con un hijo y convertido en pastor.
—Desde luego, eso no se le ha ocurrido a él, pero da igual. Es verdad, ¿y qué? Yo escribo una comedia, no historia. En poesía vale todo. El duque de Coimbra ya no es el duque de Coimbra cuando yo escribo sobre él, sino mi personaje, me pertenece como me pertenece la vida y el destino que yo le doy en mi obra. ¿Hace eso daño a alguien?
—Supongo que no, pero la gente que escucha su comedia no sabe la diferencia entre la verdad y la poesía.
—Yo no soy responsable de la ignorancia del auditorio, ni de que no sepan diferenciar una cosa de la otra. La poesía es poesía, y es hermosa per se. ¿Qué importancia puede tener que el duque de Coimbra no tuviera ningún hijo, si yo logro que todos se emocionen al ver a ese muchacho crecido entre cabras sentir en sus venas la calidad de su sangre?
—Pero eso es un juego peligroso. Si cualquiera puede alterar la historia…
—No le dé tanta importancia. Al fin y al cabo de lo que se trata es de no poner trabas a la imaginación. ¿A usted le ha gustado la comedia?
—Sí.
—De verdad, sea sincero.
—Magnífica le digo, de verdad —contesté realmente convencido—. No entiendo por qué no tuvo éxito cuando la estrenaron.
—¡Ah!, ¿lo ve? —suspiró fray Gabriel—. Pues el que quiera conocer la genealogía de los reyes de Portugal que acuda al padre Mariana, que está ahí a la vuelta de la esquina —dijo casi de mal humor.
Como siempre que se menta a los jesuitas la conversación se acaba desmandando, cambié rápidamente de tema.
—¿Nunca ha pensado hacer una obra con un personaje del estilo de Barcarrota?
Fray Gabriel me miró sorprendido. Tuve la sensación de haber dado en el blanco, como si le hubiera leído el pensamiento.
—Algo tengo pensado, sí —reconoció tímidamente—. Pero no sólo como Barcarrota, también con algo de Sessa y de Osuna.
—Todo un fenómeno.
—Un amoral orgulloso capaz de invitar a la misma muerte a compartir mesa con él sin que le tiemble una ceja.
—Tenga cuidado, no sea demasiado explícito.
—Y con alguna cuestión de honra de por medio. Eso lo dice Lope, por cierto, los casos de honra son muy buenos porque mueven fácilmente a todos. Ya he ensayado al personaje. Tengo varias obras en que asoma alguien de ese estilo, aunque en papeles secundarios. Sólo me falta darle un protagonista.
—¿Acaso tiene ya nombre?
—Don Juan.
—¿Y eso?
—No sé. Desde el primer momento ha querido llamarse don Juan.
—Habla de él como si estuviera vivo.
—Lo está. Es lo que le decía antes del duque de Coimbra. Los personajes viven, pero no hay que confundirlos con las personas a las que representan.
Conversar con fray Gabriel era bastante entretenido, pero las hemorroides no me dejaban parar un momento. Trabajosamente me puse al borde de la galera y me dejé caer para andar un rato a ver si así me aliviaba un poco. Fray Gabriel, al verme con la cara desencajada y el ceño fruncido me preguntó qué me ocurría. En cuanto se lo expliqué me recriminó el no habérselo contado antes y me ofreció hacer una visita al boticario de su monasterio, un genio a su parecer.
—¿Pero sabrá de almorranas? —pregunté yo un poco escéptico.
—Claro. El padre Melchor ya está mayor y ahora se entretiene con el cuidado de la botica, pero ha ejercido de médico, barbero y cirujano.
—¿De todo?
—Ha vivido cerca de doce años entre Argel, Túnez y Estambul.
—¿Prisionero?
—Rehén, sí. En tres ocasiones ofreció su vida para liberar cautivos.
Recordé la vehemencia con que había defendido a los de su orden frente a las ironías de Barcarrota, y sentí que fray Gabriel era un hombre que creía realmente en sus votos. Reconozco que ese descubrimiento me sorprendió en cierta forma, y me turbó, porque aunque los hábitos llenen nuestras ciudades pocos son los hombres que los visten que no piensen sólo en la sopa boba.
—¿Y usted? ¿Ha hecho de rehén alguna vez?
—No —dijo casi con vergüenza—. El viaje a América es el primero que hago fuera de la península.
El hablar de Argel me trajo a la memoria el comentario de Cervantes de que sólo recordaba un hombre al que podía considerar como su enemigo y era de la época en que estuvo cautivo.
—No le sonará un tal Juan Blanco de Paz, ¿verdad?
—No. A mí no. ¿Por qué?
—Tengo entendido que estuvo preso con Cervantes en Argel.
—¿Tiene algo que ver con su búsqueda?
—No lo sé. Creo que era enemigo de don Miguel.
Fray Gabriel se encogió de hombros.
—Pregúntele a fray Melchor. Es posible que él lo conozca, aunque no recuerdo haberle oído hablar de ningún Blanco de Paz.
No sé por qué, pero aquella posibilidad me animó. Lo cierto era que seguía sin tener nada, pero el que al final del camino hubiera alguien que tal vez, sólo tal vez pudiera darme alguna respuesta me ayudó a caminar con determinación en pos de la galera los últimos metros de la interminable cuesta que subía hasta Zocodover. Cuando las mulas se detuvieron en la puerta del monasterio respiré hondo y dije:
—Tirso de Molina. Ése sería un buen seudónimo. Tirso de Molina. Mejor que Paco.