El lío procedía de los caballeros que jugaban a las cartas. Alguien pedía auxilio. Nos pusimos en pie y nos acercamos hasta la pérgola en donde se habían congregado casi todos los invitados atraídos por las voces. El espectáculo era dantesco. Entre tres hombres sujetaban al enano de Torreblanca sobre la mesa. El hombrecillo lloraba y suplicaba mientras el marqués de Barcarrota lo señalaba con su daga. Tenía el marqués una mirada perversa y una sonrisa falsa clavada en el rostro. Don Julián estaba sentado y tenía el rostro gris.
—Venga, estamos esperando —le retó Barcarrota—. ¿Es o no cierto que se ha jugado las pelotas de su enano?
—Era una forma de hablar.
—Una forma de hablar por valor de ochenta escudos —dijo despectivo el marqués—. Por ese precio tenía que haber exigido el enano entero, pero usted ha dicho «las pelotas de Gustavín», y yo he aceptado el envite. Ahora pague.
—Le digo que respondo de la apuesta, don Alonso —dijo Torreblanca con voz temblorosa—. Acépteme un pagaré.
—¿Por qué he de hacer tal cosa si puedo cobrar ahora y en efectivo?
De un diestro tajo Barcarrota cortó los machos de los valones del enano, tiró de ellos hacia abajo y le echó los faldones de la camisa sobre la cara. El sexo del enano quedó expuesto a la vista de todos. Los espectadores prorrumpieron en risitas y cuchicheos. En contra de lo que cabía esperar, el enano estaba bastante bien dotado, lo que provocó unos cuantos comentarios y alusiones chispeantes que avivaron aún más la hilaridad general. El hombrecillo, sin embargo, perdidas las fuerzas por el forcejeo con los tres valentones que lo inmovilizaban, se ahogaba entre hipidos, sollozos y súplicas a su amo y al marqués.
—¡Por Dios, don Alonso, deténgase! —intervino vehemente fray Gabriel.
—Hombre, Gustavín, llegó tu Cirineo. Y nada menos que un mercedario, un redentorista. Qué, hermano, ¿ha venido a ofrecerse de rehén para liberar a esta acémila? Mire, que está el envite muy alto. Claro que, bien pensado, a usted las pelotas no le hacen mucho servicio.
Barcarrota hablaba sin mirar al fraile, cruzando miradas con los circunstantes, que sonreían amedrentados.
—Don Alonso, no se burle de los que han hecho voto de dar su vida por la redención de los cautivos. Quiera Dios que usted nunca necesite de su abnegación.
La gente dejó de sonreír, y eso al marqués no le sentó bien. Hizo un amago, pero dominó el impulso de abofetear al fraile. Fray Gabriel se había plantado ante él con un gesto de firmeza que contrastaba con su vacua expresión de insolencia. Yo estaba asombrado contemplando la actitud arrogante del pequeño mercedario. Con razón decían que los redentoristas profesaban de heroísmo. Barcarrota dudó un momento, confundido.
—Échese a un lado, padre, y no se apure —dijo al fin—. No es éste asunto que concierna a la Iglesia. ¿Acaso ve aquí alguna alma en peligro?
—Cuesta creer que sea yo el único que la ve.
—Basta, padre, no vaya más lejos. Yo sólo respondo de mis actos ante el rey.
—Antes o después tendrá que hacerlo ante Dios.
—¿Ante Dios? ¡Ja! Largo me lo fía, padre.
Los amigos de Barcarrota rieron su salida de buena gana. El marqués parecía haber recuperado la iniciativa. El ambiente se relajó un poco.
—¿Qué significa esto, don Alonso? —exclamó entonces don Guzmán abriéndose paso entre los mirones.
Don Guzmán conservaba la presencia de sus años de milicia, pero su voz sonó insegura. Parecía aturdido. Traía el aspecto de haber sido sacado de la cama a toda prisa, los ojos un poco hinchados y el lado derecho del bigote ligeramente aplastado por debajo de dos líneas rojizas que le cruzaban la mejilla, marcas de almohada, fundas de Holanda. Nadie más que él, como anfitrión, podía mediar en la disputa, ningún otro habría osado entrometerse en los caprichos de alguien de tan alta cuna y tan bien relacionado como el marqués de Barcarrota.
—Hombre, don Guzmán, me alegro de verlo —dijo Barcarrota destilando autosuficiencia—. Tal vez usted pueda dirimir una pequeña cuestión de honor que nos enfrenta a don Julián y a mí. Dígame, ¿es o no sagrada una deuda de juego?
Don Guzmán intentó no mirar a Gustavín ni a Torreblanca.
—Desde luego.
—Porque el caballero que no cumple con sus obligaciones no es digno de ser tratado como tal, ¿verdad?
Esta vez don Guzmán se limitó a asentir con la cabeza.
—Pues bien —dijo apurando su vaso de vino—, he ganado limpiamente las pelotas de este enano al señor de Torreblanca y ahora él no quiere pagar. ¿Qué debo hacer?
—Don Alonso —dijo ecuánime don Guzmán—, en atención a su grandeza pienso que haría mal si se conformara con parte tan pequeña de un enano. Tal vez tenga razón en su demanda, desconozco el envite, pero siquiera por las damas…
—Sí, sería una lástima —le interrumpió Barcarrota dedicándole una amplia sonrisa—. Sé de alguien que haría buen uso de todo eso —dijo señalando con el cuchillo la entrepierna del enano.
Todos, salvo Gustavín, le rieron la gracia, sobre todo las mujeres que empezaron a cuchichear muy alteradas, pero yo no sé por qué pensé en Almansa. Bueno, sí sé por qué, al fin y al cabo Barcarrota era quien le había regalado el negro.
—Pero aun así, tomaré lo mío —dijo Barcarrota dando un paso hacia el reo.
—¡No, no, no! —empezó a gritar Gustavín intentando soltarse.
—¡Jodido enano! —exclamó entonces uno de los tres que lo sujetaban y que se acababa de llevar un codazo, y según lo dijo le sacudió al preso un puñetazo en la cabeza.
Gustavín dejó de agitarse, aunque no de lloriquear. Don Julián, pálido, se puso en pie, y don Guzmán, pese a sus casi ochenta años, metió el puño en la cazoleta de su espada. A Barcarrota no le pasó desapercibido el gesto, y se detuvo en seco.
—Don Alonso —dijo don Guzmán, que sabía muy bien que no tendría ninguna posibilidad de éxito si el asunto llegaba hasta el final—, cuando amaneció esta mañana no sabía que iba a ser mi último cumpleaños… Pero lo doy por bueno.
Se hizo un silencio incómodo. Barcarrota se mordió el labio un tanto desencantado por el giro que estaba tomando un suceso que había empezado de forma tan hilarante. Pese a su heroico pasado, don Guzmán no suponía una verdadera amenaza, pero sería una descortesía imperdonable acuchillar a un octogenario el día de su cumpleaños y en su propia casa. Con gesto de desagrado clavó el puñal en la mesa.
—Está bien, no vamos a estar aquí toda la tarde retenidos por este asunto —dijo forzando una risita y encarándose a Torreblanca—. Adelante, corte —añadió señalando la baraja que estaba en una esquina de la mesa—. La carta más alta gana. Si la saca usted, renuncio a mis derechos sobre las pelotas del enano. Si gano yo, me quedo también con el resto, y así no hará falta trocearlo.
El señor de Torreblanca respiró hondo. Miró a don Guzmán y éste le hizo una seña casi imperceptible de que aceptara. Con mano temblorosa y sin mediar palabra descubrió un seis de bastos. Don Alonso desclavó la daga de la mesa y la envainó. Sin prisa, echó a un lado la carta de su contrincante y se entretuvo ajustando los bordes de la baraja. Estaba disfrutando del momento. De pronto, separó el mazo como si partiera una geoda y enseñó el interior al público, que empezó a aplaudir tímidamente. Leyó su victoria en la cara de los demás. Forzando una media sonrisa depositó cuidadosamente su carta boca arriba sobre la mesa. Sota de espadas. Torreblanca hizo una leve reverencia y desapareció.