Entré en el recibidor y tuve que esperar un par de minutos para que mis ojos se hicieran a la penumbra. Todas las ventanas estaban cerradas y cubiertas con densos cortinajes. La sensación era la de haber entrado en una cueva. No sabía por dónde empezar, así que deambulé sin timón con la esperanza de encontrar a fray Gabriel. Los suelos eran de madera, estaban recién fregados y cubiertos con finas esterillas para crear sensación de frescor. Su efecto era inmediato. Al poco noté que el sudor me corría ya frío por las arrugas del cuello y no llegaba a resbalar por la espalda. Sentí una intensa placidez y una agradable somnolencia. Todo había sido previsto para el descanso de los invitados. Las damas sesteaban en una habitación preparada al efecto, liberadas de los ropajes que las constreñían por un ejército de esclavas y sirvientas. Recordé las palabras de Almansa sobre su reciente visita a un cigarral, e imaginé a un grupo así de mujeres intentando meter a Carranza a escondidas en el cuarto para darle un tiento a su natura. Me sonreí. Tropecé con un par de caballeros que dormitaban uno en una banca, otro en una silla frailera, y supuse que los demás harían lo propio perdidos por todas las estancias. A la sombra del emparrado del patio interior, un grupo jugaba a las cartas. Yo tenía cada vez más sueño, se me cerraban los ojos y los bancos vacíos se me antojaban camastros. Al fin encontré a fray Gabriel charlando con el anfitrión. Al acercarme vi que retenía al anciano sujetándolo por una manga. El hombre aprovechó mi llegada para dejar al fraile con la palabra en la boca y despedirse hasta la hora de la representación, no sin antes prometer que retomarían la charla en ocasión más propicia. Fray Gabriel consintió de mala gana, de sobra sabía que no hay ocasión más propicia que el hoy y ahora.
—Un hombre apasionante, un pozo de sabiduría —dijo indicándome la puerta por donde se salía al jardín—. Demos un paseo.
Di un paso hacia la puerta y me detuve en el umbral. Entrecerré los ojos. El canto de las chicharras era ensordecedor. Me sentía debilitado por el frescor de la casa. Por un momento, la sangre abandonó mi cabeza dejando un rastro de titilantes lucecillas. Intenté decir a fray Gabriel que no tenía fuerzas para un paseo bajo aquel sol inclemente, pero él señaló un cenador en el otro extremo del jardín y me dio un par de empujoncitos para animarme a romper la línea de sombra.
—¿Lo conoce hace mucho? —pregunté intentando ganar tiempo.
—No, me lo acaban de presentar. Él es el motivo de que me haya animado a dejar el monasterio.
—Creía que había sido por su obra.
—Ya he visto representar mi obra muchas veces, pero uno no tiene tantas oportunidades de conocer a don Guzmán Marañón.
—¿Es poeta también?
Fray Gabriel me sorprendió con una risa franca. Le faltaban dos dientes, una muela y un diente, para ser exacto, y me fijé porque percibí su aliento perfumado de perejil. Mucha gente después de las comidas masca perejil o albahaca para refrescar el aliento, sobre todo aquellos que confían más en las plantas que en la biznaga.
—Eso le gustaría. ¡Poeta, ja, ja, ja! No, hombre —dijo manteniendo una mirada un tanto socarrona—. Poeta… Don Guzmán es un indiano, una leyenda. Con sólo quince años participó a las órdenes de Montejo en el aplastamiento de la sublevación general de los pueblos mayas de la península de Yucatán, y luego luchó en los límites de la selva contra lacandones, mopanes y acalanes. Ayudó también a sofocar los intentos de rebelión de Campeche y Quintana Roo.
—Un superviviente. Pero ¿qué es lo que quiere usted de él?
—Dentro de poco partiré hacia América y necesito empaparme de todo lo relacionado con el viaje y mi destino. Don Guzmán es uno de los pocos que conocieron los primeros tiempos. Imagínese, nació en Lima y llegó a conocer a Almagro y a Pizarro poco antes de que se sacaran los ojos el uno al otro. Luego sus padres volvieron a Santo Domingo, donde tenían grandes propiedades, pero él allí se aburría, así que se fue a México y se enroló en la milicia. Ha estado en Perú, México, Guatemala, La Española, Cuba… Sabe más de indios y de América que todos los libros del monasterio.
—¿Cuál es su destino?
—La Española, precisamente. Santo Domingo. Voy a impartir unos cursos de teología.
—¿Cuánto tiempo estará fuera?
—Humm. No sé. Depende de mis superiores.
Salimos por fin al exterior y anduvimos en silencio y casi ciegos hasta el cenador. Un banco de piedra rodeaba el pequeño templete con muros de celosía en la que se trenzaban las ramas de cuatro grandes rosales. En el centro había una mesa de piedra redonda y sobre ésta dos bandejas, una con dulces de hojaldre y miel y otra con una jarra de agua de canela y otra de agua de azahar. Empecé a pensar que había hecho un viaje inútil, que aquel fraile no podía haber dedicado a Cervantes los insultos de que le hacía objeto Avellaneda, pero ya que estaba allí no iba a irme sin indagar un poco.
—Ya le he dicho esta mañana que no soy Avellaneda —contestó fray Gabriel, y pasados unos segundos preguntó—: ¿es eso todo lo que quería saber?
—Sí…, aunque… quizás…
—Tampoco sé quién puede ser.
Fray Gabriel se sirvió una buchada de agua de azahar, se enjuagó la boca y escupió al suelo.
—¿Quién le ha hablado de mí? —preguntó con curiosidad.
—Medinilla.
—¿Medinilla? Es amigo de Lope, ¿verdad? No lo conozco.
—Pues él habla de usted como si lo conociera de toda la vida.
—Lo puedo imaginar. La voz de su amo.
—¿Y qué hay de las alusiones que dicen que Cervantes le dedica en sus Novelas ejemplares?
—¿A mí? ¿Qué alusiones?
Estaba claro que cada uno leía lo que quería de los demás.
—Déjelo —respondí sin ganas—. ¿Conoce el libro?
—Entre nosotros, prefiero el de Cervantes, pero esta segunda parte tiene también ocurrencias interesantes.
—¿Como cuál?
—Hombre, en una de las novelitas que incluye hace que un hombre yazca con una mujer sin que ésta note que no es su marido.
Me sonreí.
—Debería oír la opinión de una mujer a ese respecto —dije recordando el comentario de la condesa de Cameros.
—No sé si tal cosa sería realmente posible —concedió el fraile—, ni siquiera si el encuentro fuera a oscuras y sin mediar palabra, según narra el cuento, pero como recurso dramático me parece magnífico.
—La condesa creo que dijo «ridículo».
—¿Qué condesa?
—¿Eh? No, ninguna, da igual. Pienso en voz alta. A mi madre eso la ponía nerviosísima. ¿Cree que Lope ha tenido algo que ver?
—No intente enredarme. Lo último que me interesa en este momento es verme mezclado en comidillas de poetas. Tengo cosas más importantes en que pensar.
—Como El vergonzoso en palacio.
—No sea absurdo. Esto no me supone más que unas horas de esparcimiento. Creo que me lo puedo permitir.
—Tengo entendido que el estreno fue un fracaso —dije recordando las palabras de Cervantes.
—¡Cómo no! El papel principal, el joven Mireno, lo interpretó Fernán Sánchez de Vargas, un viejo abotargado que ni siquiera se sabía el papel. ¿Quién iba a imaginar a semejante mastuerzo enamorando jovencitas en la corte de un duque?
—Ya, pero creo que Lope dijo que la obra era «desatinada» —comenté silabeando la palabra.
Téllez me miró con el ceño fruncido.
—Júzguela usted por sí mismo.
—Pero la opinión de Lope…
—Lope de Vega es un maestro —me interrumpió—, un genio que no suele ser muy generoso cuando se trata de juzgar la obras de otros poetas. Pero hay que perdonárselo.
—Veo que lo admira a pesar de todo.
—No a él, admiro su obra.
—Entonces no es usted de los que lo atacan sin piedad.
—Eso es cosa de los jóvenes —dijo fray Gabriel como si tal distinción le dejara a él fuera de sospecha—, les gusta probar sus colmillos con el maestro. Y la verdad, no creo que a él le importe.
—No sólo de los jóvenes —repliqué incisivo—, parece que es una afición que cuenta con adeptos desde hace mucho tiempo, incluso desde antes del Quijote.
Fray Gabriel sonrió y me dedicó una mirada de inteligencia.
—Lo dice por el Entremés de los romances, ¿verdad?
—Veo que conoce la obra.
—Siempre me han gustado los entremeses. Supongo que Góngora estaría molesto por algo que le dijera Lope, vaya usted a saber.
—¿Góngora? —pregunté sorprendido.
Fray Gabriel me miró extrañado.
—Él es el autor, ¿no? —titubeó.
—No sabía que fuera obra de don Luis —dije pensativo.
El fraile me observó unos segundos antes de exclamar.
—¡Oh!, ¡vamos!, no creerá que Góngora…
No contesté.
—Ni lo piense —me reprochó fray Gabriel—. ¿Por qué iba a hacer semejante cosa?
—Cervantes se inspiró en el Entremés —respondí para justificar mis dudas.
—¿Y ahora él se lo devuelve usando su Quijote? No lo creo, es demasiado rebuscado.
—No parece razonable, ¿verdad?
—Claro que no —afirmó rotundo.
Pero en aquel preciso instante yo no podía pensar en otra cosa. ¿Hay alguien capaz de predecir por dónde se acabará desbordando el rencor? ¿Los celos? Pero es que tenía razones de más peso que no era necesario contar al fraile. ¿Quién me había hablado en primer lugar del Entremés? Andrés de Almansa, el paladín de Góngora, y recuerdo bien que lo había citado como anónimo, aunque él tenía que saber que era de don Luis. ¿Por qué habría ocultado ese detalle? Por si me daba por sospechar, claro.
Nos habíamos quedado los dos callados, con la boca seca, ensordecidos por el canto de las chicharras. Por suerte, lo que amenazaba con convertirse en un incómodo silencio, quedó interrumpido por unos gritos y el barullo de una fuerte discusión.