Entramos en la finca a través de un arco de piedra. La puerta era de madera tachonada con clavos de hierro anchos como mi puño. A ambos lados del camino se alzaba un denso seto de boj hasta una plazoleta abierta frente a la casa con una fuente en medio. Desde allí se podía contemplar todo el jardín, setos, arriates y arboleda, todo ello unido por una intrincada red de senderos barridos y regados para la ocasión. Atados a las ramas bajas de los pinos había decenas de faroles esperando su momento tras la puesta del sol. El aire estaba impregnado de olor a tomillo, a lavanda y a romero. Por todas partes se veía gente paseando, charlando o sentada a la sombra en plácida tertulia. Las abejas rondaban los llamativos jubones de seda y se entretenían jugando con las plumas de colores de los sombreros. Con frecuencia, un tábano surcaba uno de esos grupos haciéndolo abrirse y agitarse entre gritos y risas como a ritmo de zarabanda.
Un atento criado abrió la portezuela del carruaje. En primer lugar se apeó el señor de Torreblanca, quien, sin siquiera despedirse, se encaminó hacia la casa seguido por su enano. Luego lo hicimos nosotros con mirada mendiga y nos demoramos un poco bajo el emparrado del porche principal. El criado nos observó indeciso unos segundos y luego se desentendió para acudir a la llamada de un joven con aspecto de caballerizo. Fray Gabriel y yo dispusimos de unos minutos para ver todo lo que ocurría a nuestro alrededor y hacernos una ligera composición de lugar.
El edificio era una casona maciza de tres alturas levantada con grandes sillares regulares. En el bajo había pocas ventanas y pequeñas, pero en el primer piso se abrían dos balcones orlados con una voluta y barandales de madera de castaño. Las puertas de los balcones parecían estar abiertas y los vanos ocultos tras unas tupidas esteras de cañizo. Desde la puerta principal (cuyas jambas habían sido talladas como medias columnas), a través de un amplio recibidor con salones a ambos lados, se veía una puerta acristalada que daba a un patio delimitado por dos alas adosadas a la fachada posterior, que nacían simétricas y paralelas en ambos extremos. A aquella hora de la mañana sólo estaba en sombra la zona aledaña a dicha puerta, gracias a un toldo de grueso paño sujeto por medio de anillas a unas finas varillas de hierro. Allí era donde se celebraban los banquetes durante el calcinante verano manchego.
Parte de lo que he descrito lo descubrimos más tarde, porque recién llegados no tuvimos casi tiempo de poner un pie en la casa. El criado de antes volvió un poco apurado (se olía que alguien le había echado una bronca) en busca de fray Gabriel para llevarlo junto al anfitrión, don Guzmán Marañón, ocasión que aproveché para escabullirme en busca de los cómicos. No fue difícil encontrar su rastro, no tuve más que seguir el ruido de los martillazos. Por el camino me distraje observando a los invitados y tomando nota mental de los que reconocía (el marqués de Barcarrota, el conde de Olaños, la condesa de Verja) para luego poder reflejarlo en mi gacetilla. No sabía cuándo volvería a tener una ocasión como aquélla de observar de cerca a gente tan importante.
El tinglado de los cómicos se levantaba en un rincón del fondo del jardín, cerca del patio trasero pero oculto a su vista. La ubicación era inteligente, como pude comprobar al ver la obra. Habían dispuesto la carreta, adornada con unas cortinas, una mesa y unas sillas, de modo que hiciera las veces de palacio entre una pequeña arboleda de pinos y almendros y unos parterres de flores. De ese modo quedaban reunidos los tres escenarios principales de la comedia. Un mozo de no más de quince años ultimaba la decoración, es decir, fijaba unas colgaduras en el lateral abierto de la carreta para ocultar las ruedas y se aseguraba de paso de que éstas estuvieran bien calzadas.
—Aún no es hora, caballero —dijo un hombre alzando su mano para que me detuviera.
—Lo sé. Me manda fray Gabriel Téllez para ver si necesitan alguna cosa. Isidoro Montemayor, para servirles —dije al darme cuenta de que no me había presentado.
—Juan Granados —contestó el otro—. Soy el director de esta compañía. Agradézcale al maestro su interés, pero creo que no necesitamos nada, aparte de unos cuantos actores más, claro.
Aquello quería decir que había alterado el texto de la comedia para adaptarlo a su plantilla. No es raro que los comediantes eliminen o simplifiquen escenas, o incluso que refundan varios personajes según las circunstancias. A los autores no les queda más que rezar porque el director de la compañía sea lo suficientemente bueno como para lograr que las amputaciones pasen desapercibidas. De todos modos, y aunque éste parecía ser el caso, decidí no informar a fray Gabriel. Se le veía tan ilusionado, que si tenía que acabar enfadándose prefería que no me pillara a mí por medio.
—¡Cómo que no necesitamos nada! —protestó con retintín una guapa moza sentada descalza al pie de un almendro—. ¡El almuerzo, que ya va siendo hora!
Me fijé en ella. Era morena, aunque llevaba el pelo teñido de henna, tenía los ojos oscuros y expresivos y la boca grande. Allí sentada parecía pequeña pero bien proporcionada, de hombros fibrosos y manos fuertes. Pero lo que más me llamó la atención fueron sus pies. Tenía unos pies preciosos. No es eso algo que afecte a esta historia, pero por qué no decirlo si es la verdad. Nunca he visto unos pies tan bonitos.
—Eso se arregla en un momento —dije dedicándole una sonrisa.
La muy coqueta frunció los labios y encogió un poco los hombros, la basquiña se destensó y sus pechos se juntaron tibiamente embolsados. Será cabrona, pensé complacido, ésta es de las que mantienen unida a una compañía.
—¿Su mujer? —pregunté a Granados.
Éste asintió. Los estudié a los dos un instante. Él pasaba ampliamente los cuarenta, ella apenas llegaba a los dieciocho. Lo más seguro es que estuvieran juntos por imperativo legal (una mujer no puede formar parte de una compañía de comediantes si no está casada con uno de los miembros), es decir, cumpliendo una ordenanza que no sólo no impide que se prostituya si ése es su gusto, sino que condena al marido a ejercer de consentidor. Aunque bien es cierto que para todo hay vocaciones. Unos sólo ejercen de porteros y otros administran la finca, incluso los hay que hacen uso de ese anzuelo para retener a los actores más jóvenes de la compañía, lo que constituye una modalidad poco contemplada pero eficaz de pago en especie. Al fin y al cabo, ¿no fue ése el acuerdo al que llegaron Velázquez y su yerno, padre y esposo de Elena Osorio? ¿No habían entregado la muchacha al maestro como estipendio de sus musas?
—Muy bien. ¿Seguro que nada más? —insistí.
Granados echó un vistazo alrededor para asegurarse de que todo estaba a punto. Seguí su mirada por la carreta, por los baúles de atrezo abiertos en el suelo, por el arconcillo del que asomaban pliegos de papel atados en mazos, por la silla con la jofaina y el lebrillo y el paño colgando del respaldo, por los animales atados más allá del bosquecillo y luego por los actores que parecían ensimismados en sus papeles, uno paseando, otro mordisqueando un palo, otro agitando las manos como si se ahogara. Al final se encogió de hombros.
—Hay que dar cebada a los animales —dijo de pronto—. ¡Juanín!
El muchacho dejó de dar martillazos, pero no tuvo tiempo de acudir a la llamada.
—Deja, ya lo hago yo —me ofrecí voluntarioso—. Tú ve a la cocina a reclamar el almuerzo.
El joven miró a su jefe, que asintió con un ligero movimiento de cabeza, y echó a correr hacia la casa.
Seguido por la mirada atenta de Granados, que seguramente apreciaba más a sus mulos de lo que nunca llegaría a apreciarme a mí, abrí un tonelete que iba atado en la trasera del carro y eché un cuartillo de cebada en cada bozal. Mientras se los ataba detrás de las orejas contemplé mi reflejo en el cristal oscuro de sus ojos. Creo que los mulos me miraron con tristeza. Siempre veo tristeza en la mirada de los animales. Se pusieron a comer. Sonaba como si alguien removiera con un palo un cubo de zinc lleno de arena. Yo me quedé un instante a su lado acariciándoles el cuello mientras masticaban. De pronto sólo escuché el canto de las chicharras. Juan se había ido, y la muchacha había vuelto a cerrar los ojos.
Eché un vistazo a los demás. Había en total siete hombres, tres mujeres y el muchacho. Ni por mucho llegaban a formar una verdadera compañía, pero tenían apostura y aplomo. Seguro que trabajarían bien.
—¿Y tú sabes ya tu papel? —pregunté a la muchacha.
—Pse —respondió ella abriendo los ojos con desgana.
Arranqué una ramita de un pino y me puse a mordisquear las acículas con el hombro apoyado contra el tronco del almendro. Casi pisé el vuelo de su falda.
—Pareces segura de ti misma.
—Me sé de corrido los dos. No son muy largos. Hago de Melisa, una campesina, y de doña Juana. «¡Ay Tarso, Tarso, en efeto hombre, que es decir olvido!» —comenzó a recitar.
—Basta, no sigas. No quiero saber el final —dije, y luego, señalando a tres criados que venían de la casa, añadí—: Señora, vea sus deseos cumplidos.
El criado que iba delante traía dos borriquetas, y los otros un tablero sobre unas angarillas cubierto con un mantel y cargado de manjares. En un santiamén la mesa quedó montada a la sombra, y en menos tiempo todavía los cómicos arrimaron cajas y baúles, se sentaron alrededor y empezaron a devorar. La comida era abundante y variada. Pichones, perdices escabechadas, manjar blanco, pasteles de carne, vino, pan, queso, frutas escarchadas. Me invitaron a unirme a ellos y yo acepté, aunque renuncié a sentarme, al menos de momento. Me miraron suspicaces. No les gustó mi respuesta, así que tuve que confesar el estado de mis posaderas. Lo entendieron rápido. Fueron tan comprensivos que, tres cuartillos de vino más tarde, les enseñé el faldón de la camisa y les conté la historia de la cama compartida y el despertar del leonés. Se lo pasaron en grande a mi costa, sobrecoge ver a una jauría de cómicos despedazar a una pieza. Reconozco que yo colaboré, en mi versión fui cargando las tintas hasta que al final casi logré darles pena, y le aseguro que no es fácil enternecer a gente tan endurecida por los caminos. Luego, la conversación se relajó un poco. Hablamos de la guerra, de si sale o no a cuenta ir a Nápoles, de qué poeta tiene más tirón en la Corte, de cuál llena más corrales, de sus proyectos inmediatos, y así me enteré de que tenían pensado ir a Madrid porque les habían contratado una comedia de Ruiz de Alarcón titulada La verdad sospechosa, y fue decírmelo y recordar haber visto los carteles junto a la barbería de Ximenet. Les dije que procuraría asistir, claro que sí, y entonces les pregunté si podían llevarme con ellos en el carro al día siguiente, porque en el estado en que estaba era impensable que volviera a Madrid cabalgando.
—Desde luego, faltaría más.
—¿Seguro? No quiero molestar.
—No hay problema, siempre que no tengas prisa. Pararemos a dormir por Illescas, más o menos.
—Por mí estupendo. Nadie me espera, y tengo dinero para la venta. También os puedo pagar el pasaje.
—No hace falta.
En ese momento dobló corriendo la esquina de la casa el joven Juanín. Se le veía muy alterado, demudada la cara, como atento a un perseguidor imaginario.
—¡Han detenido al Vainica! —gritó en cuanto llegó junto a la mesa con el resuello aún entrecortado.
—¿Pero qué dices?
—¿A quién?
—Lo he oído en la cocina. No se habla de otra cosa. La noticia la han traído los lacayos que sirven en los jardines.
—¿Qué has oído exactamente?
—Dicen que los alcaldes de Casa y Corte detuvieron ayer a once personas acusadas de estafa. Al parecer son cómicos que se hacían pasar por escribanos, jueces y procuradores y se dedicaban a facilitar cartas de hidalguía a sus clientes.
—¿Qué tiene eso que ver con el Vainica?
—Era el que interpretaba el papel de juez y le acusan de ser el cerebro de la banda.
—Lo de juez, pase, ése era un papel que tenía bien aprendido, pero en cuanto a cerebro, no tenía más que un cordero con modorra.
—No te extrañe, por una buena cantidad el Vainica sería capaz de hacer cristiano viejo al mismo Mahoma.
—¿Qué les va a ocurrir?
—Hablan de que la mayoría irán a galeras, y no sé si colgarán a uno o dos.
—¿Colgarlos? ¡Qué barbaridad! —exclamó Granados.
—No es justo.
—Siempre pasa lo mismo —comentó una de las mujeres—, primero te obligan, y luego si algo sale mal, te atan a un madero y te cosen a saetazos.
—No seas malasangre —dijo un hombre dirigiéndole una mirada cargada de resentimiento.
—Déjala, que tiene razón —la defendió otro—. Cualquier día acabaremos igual. ¡Galeras! ¡Dios santo! Esos desgraciados pagarán el pato, y sus jefes encontrarán a otros que les hagan el papel.
Un silencio incómodo se instaló entre el grupo.
—¿Pero de qué habláis? —pregunté yo, que hacía rato que no me enteraba de nada.
Se miraron unos a otros, dudaron.
—Adelante, ¿qué más da? No es nada nuevo —dijo al fin la joven a su marido, pero como éste callaba siguió hablando ella—. Lo dicen por algo que nos ocurrió viniendo para acá. Unos cuadrilleros de la Santa Hermandad nos salieron al paso cerca de una venta próxima a los Yébenes. Iniciaron el interrogatorio de siempre, adonde íbamos, de dónde veníamos, lo habitual, pero esta vez se veía que se traían algo entre manos. Pero cuéntalo tú, Juan, que hablaste con ellos.
—No hay mucho que contar —dijo Granados animándose—. En cuanto se aseguraron de que éramos cómicos nos propusieron un arreglo, y ya está.
—¿Qué clase de arreglo?
—Pues que nos hiciéramos pasar por pesquisidores e instaláramos un puesto de recaudación por movimiento de mercancías —murmuró con precaución.
—¿Así de pronto, allí en mitad del campo?
—No, en la venta a la que nos dirigíamos.
—¿El ventero no dijo nada?
—Ése era también cuadrillero, como casi todos ellos. Pero ¡qué te extraña!, en descampado no hay más ley ni más voluntad que la suya, y son más peligrosos que las partidas esas que asolan Cataluña.
—Y vosotros aceptasteis.
—¿Podíamos no hacerlo? Sobre la marcha improvisamos todo un despacho con recaudador, pesquisidor y escribano, recibos con sellos oficiales y una partida de cuadrilleros de escolta. Los pichones eran cuatro comerciantes portugueses camino de Barcelona que los cuadrilleros habían ojeado hacía tres días. Sabe Dios por qué habían decidido que era más seguro atravesar la península que circunnavegarla desde Lisboa.
—También habéis sacado beneficio, claro.
—Algo. Modestia aparte, somos muy buenos en nuestro trabajo. De todos modos, la tajada grande es la de la Santa Hermandad, y vete a discutir con ellos de porcentajes. Es como el asunto ese del Vainica. Seguro que detrás de esos desgraciados hay un alguacil, o un alcalde de Corte o puede que hasta un juez que a estas horas estará tan tranquilo en su casa.
—El mismo que los mande a galeras.
—¡Zas! —exclamó uno pasándose la mano por el cuello—, fuera testigos.
Volvieron los sirvientes a retirar la mesa. Yo aproveché el inciso para disculparme y partir en busca de fray Gabriel. Su sobremesa no sería tan formativa, pero seguro que era más confortable, y sobre todo que ya iba siendo hora de que intercambiáramos unas palabras.
En aquella comida había aprendido algo muy importante y de gran utilidad, y es que Lupercio Leonardo de Argensola había tenido toda la razón en elevar un informe al rey acusando a los comediantes de amorales, corruptos y vacuos. Pero al contrario que a don Lupercio, a mí, dichas cualidades, lejos de espantarme, me incitaron a establecer con ellos firmes lazos de amistad. Si vives en un pozo, nunca está de más ser amigo de un pocero.