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«Toledo, Roma segunda, sede del Primado de España y del Supremo Tribunal de la Inquisición, capital del Imperio del rey Carlos, patria de caballeros, hidalgos, escuderos y mayorazgos. Toledo, ciudad magnífica en la que nadie hace ni produce nada y donde el oro fluye sin otro manantial que el azar y los galeones de Indias».

Amanecimos envueltos en las sábanas, empapados de sudor, deshidratados. Cuando empezó el baile de los mosquitos mi compañero, que resultó ser un leonés con muy poco sentido del humor, intentó cambiar de habitación pero todo estaba lleno y no tuvo más remedio que conformarse con lo que tenía. Yo intenté hacerme perdonar matando unos cuantos bichos de aquéllos, pero todo fue inútil. En cuanto apagábamos la luz desaparecía nuestra condición humana y nos veíamos reducidos a cebadero de insectos. Fue una noche atroz. Nuestra única defensa fue enrollarnos por completo en las sábanas, y así y todo de vez en cuando se notaba algún aguijón que lograba atravesar la tela.

Me resulta difícil describir la cara del leonés por la mañana. Tenía la mirada perdida, bolsas en los ojos y expresión de desprecio. Mascullaba palabras que no entendía, creo que en alemán (para mí que eran insultos), y en una de ésas se le escapó un comentario que tardé un poco en comprender.

—… pues no va y es doncella la Mariona —dijo.

De haberme dado cuenta en el momento de que se refería a mí, allí mismo lo habría cosido a puñaladas. Pero no lo entendí hasta un rato después, cuando me quedé solo en el cuarto y me dispuse a llenar la jofaina para echarme un agua a la cara. El faldón de la camisa se me había quedado pegado al culo con eso de la miel, y al tirar para despegarlo lo noté duro y acartonado, manchado con un gran cerco de sangre seca. Pero a pesar de lo escandaloso que parecía, lo cierto era que me encontraba mejor, no sé si por la miel o por la sangría. No podía decir lo mismo de la espalda y el torso, después de una noche tan agitada, pero sí de la cara, que estaba mejorando claramente, aunque su aspecto diera pena con todos esos tonos de malva y amarillo verdoso. Pero lo peor era mi estado de ánimo. Hacía tiempo que no me sentía tan desgraciado.

Me vestí, recogí mis cosas y me largué procurando no ver a nadie. No estaba para charlas, tenía prisa y un hambre feroz. Deambulé por las calles rascándome las picaduras y buscando un sitio abierto donde comer algo. Al final me acodé en un bodegón de la plaza de Zocodover, donde tomé un plato de menudo de cordero bien aderezado con pimentón y dos vasos de aguardiente. Según aumentaba la claridad del día, se dibujaban los detalles de los edificios circundantes. Al terminar el segundo vaso, me volvió la inspiración:

«Toledo, mortaja de Roma, sudario del Imperio del rey Carlos, mausoleo de caballeros, hidalgos, escuderos y mayorazgos…».

Aquí estoy.