Dejé Madrid con las primeras luces del alba. Ya desde la misma calle Toledo empecé a cruzarme con numerosas aldeanas que bajaban a lomos de sus pollinos rumbo a los mercados de la ciudad. Los había cargados de berzas, de nabos, de zanahorias, de leña, de quesos, de pollos… Yo quería adelantar lo más posible antes de que apretara el calor, así que espoleé al mulo para que mantuviera un paso vivo, cuando no un trotecillo, que resultó ser lo bastante cómodo como para soportarlo durante largos intervalos. El animal que me habían alquilado era, en efecto, magnífico. Buen carácter, buena doma, dócil y fuerte a la vez y con un tranco largo y alegre. Y por si eso no fuera suficiente, justo cuando abandonaba la cuadra relinchó un caballo y ventoseó un asno, todo señal de buenos augurios, y el primer ladrido que escuché fue casi a la altura de Illescas después de almorzar. No fue éste un ladrido a la luz de la luna, como dicen que son los más funestos, pero el cambio de fortuna ya estaba anunciado. Fue ladrar el perro y empezar a sentir una vaga molestia en el ano.
Hacía un par de años que no sufría de hemorroides. Creo que la última vez que me pasó fue al volver de Zaragoza tras entrevistarme con mi cliente. Había pasado casi cuatro días a horcajadas sobre una mula cuando empecé a sentir la familiar quemazón. El resto del viaje se me hizo insoportable, y entonces, a mitad de camino de Toledo, supe que estaba a punto de revivir aquella horrible experiencia. No sé explicar cómo es el dolor producido por unas hemorroides, ni siquiera es el momento adecuado, pero le diré que llegué a Toledo con el sieso como el agujero de una chocolatera.
Además, todos mis planes se desbarataron. Como los días son largos en verano, mi idea era llegar a Toledo a media tarde con tiempo de hablar con fray Gabriel, reponer fuerzas y volver al día siguiente, pero la Providencia había decidido otra cosa. En cuanto me empezó a doler el ano decidí caminar unos cuantos kilómetros, y el resto del viaje lo hice forzando la espalda a uno u otro lado de la silla e intentando mantenerme de pie sobre los estribos, pero todo fue inútil. La hemorroide fue a peor, y mi estado general se agravó además con un agudo dolor de espalda. Por otra parte, aminoré tanto el ritmo de marcha que, cuando llegué a Toledo, agotado e irascible, era casi de noche. El ingenio de Juanelo Turriano para subir agua a la ciudad desde el Tajo estaba parado (si he de ser sincero, nunca lo he visto funcionar), y ni siquiera se veían las habituales recuas de aguadores por la vereda del río.
De todos modos, en cuanto atravesé la Puerta de Bisagra y subí a la plazuela de Santo Domingo el Antiguo, intenté ser recibido en el convento de la Merced, pero no hubo manera de persuadir al hermano portero de la urgencia de mi viaje. Todo quedó aplazado para el día siguiente.
Decidí que lo primero que tenía que hacer era librarme del mulo, así que busqué la cuadra del socio de Tito Reinoso, hice entrega del animal hasta mi regreso y pregunté por hospedaje. Me enviaron al otro lado de la famosa plaza de Zocodover, tan repleta de mendigos que llegas a dudar de la veracidad de los poemas que alaban al Tajo y a sus áureas arenas. No arrastrará mucho oro, me dije, cuando tanto miserable mendiga aquí un trozo de pan.
Me apresuré a llegar a los sitios que me habían recomendado porque se acercaba la hora en la que esos mismos tipos, en vez de mendigar unas meajas, te arrancan la bolsa a punta de vizcaína. Las dos primeras posadas estaban llenas, y al final tuve que conformarme con una media con limpio por dos cuartos en un establecimiento rústico con ventanas sobre el río. Pedí al casero un lebrillo de agua fresca, su mujer me dio un palo con miel y bajé al patio. Hacía rato que tenía ganas de cagar y ya no podía retrasarlo más. Afortunadamente había una letrina rematada con un cajón de madera agujereado en el que me pude sentar, porque temía que el dolor me hiciera perder el equilibrio. Me refresqué la zona antes del gran momento. El agua fría parece que ayuda a bajar la inflamación, aunque no evita el trance. Acto seguido pasé los peores minutos de mi vida. O mejor dicho, los repetí. No sé cómo pude contener los gritos. Lloré. Un rato después de acabar seguía llorando; los nervios, supongo. Me puse en cuclillas sobre el lebrillo y me limpié con sumo cuidado. Luego me sequé con un faldón de la camisa, me apliqué un poco de miel, me pasé el faldón seco entre las piernas y lo sujeté con los valones. Lo de la miel era consejo de la posadera, decía que a ella le había ido muy bien después de los partos, y por mucho que insistí en que no sería lo mismo ella defendió que una hemorroide era una hemorroide fuera cual fuese la causa, y que estaba por ver lo que no curara la miel. Su marido, sin ir más lejos: que le dolía la boca, pues se frotaba la cara con miel, y mano de santo.
Cuando pagas una media con limpio se supone que el posadero garantiza que tu compañero de cama no tiene tina, ni sarna, ni piojos, ni ladillas, y que el jergón está libre de chinches y pulgas. Pero a juzgar por el interés que prestó a mi persona (bien podía haber sido leproso que no se hubiera dado cuenta), podía encontrarme con cualquier cosa. La noche estaba abierta a las sorpresas, así que crucé los dedos. El tipo que me tocó en suerte ya estaba dormido cuando entré en la habitación. Yacía en el centro de la cama, en camisa y despatarrado. A la escasa luz del cabo de vela pude ver que se trataba de un cuarentón de rostro redondo y cuerpo macizo que sudaba copiosamente y hacía ruiditos con la lengua. Le escruté la cara, el pelo, las piernas, los pies, las manos, todo fragmento de piel expuesto, y no aprecié movimiento alguno ni vi pústula ni eritema sospechoso. El hombre dormía plácidamente a pesar de que en la habitación hacía un calor insoportable y se respiraba un penetrante olor a pies. Abrí la ventana con cuidado de no hacer ruido. Una ligera brisa húmeda refrescó el ambiente casi de inmediato, una sensación muy plácida para los que habitamos las márgenes del Manzanares, del que ya sabe lo que dicen, que padece la rabia y que no es río sino cauce con hidrofobia. Se me cerraban los ojos. No había cenado nada, pero tampoco tenía hambre. Estaba demasiado cansado y dolorido para comer. Me quedé en camisa, apagué la vela y me tumbé. Mi compañero rezongó y se agitó en cuanto lo empujé a su lado, pero no ofreció mayor resistencia. Parecía acostumbrado a compartir la cama con desconocidos. La luz de la luna nos envolvía en una penumbra azulada, y yo estaba a punto de descubrir lo que era pasar una noche toledana. A los pocos minutos me quedé dormido. No transcurrió mucho tiempo hasta que mi vecino empezó a agitarse. Me desperté molesto y desconcertado. No entendía nada. De pronto un zumbido agudo pasó junto a mi oído y se mantuvo un rato en torno a mi cara esquivando manotazos.
—¡Coño! ¡A quién se le ocurre! —oí exclamar a mi compañero al tiempo que saltaba de la cama para cerrar la ventana.
Pero ya era tarde, lodos los mosquitos del Tajo estaban en nuestro cuarto.