Me levanté antes del amanecer. Durante la noche se me había hinchado un poco la ceja y sentía el costado dolorido, pero el labio y la nariz estaban mejor. No era el estado perfecto para pasarme el día a caballo, pero no quería retrasar el viaje.
Oriné por la ventana, vacié el orinal y lo enjuagué con el agua sucia.
A la luz del candil preparé un hatillo con lo imprescindible, saqué algo de dinero del escondite y me vestí el coleto de piel de búfalo de mis tiempos de soldado, una precaución necesaria cuando se trata de rodar por esos caminos de Dios.
El lienzo ensangrentado estaba encima de la mesa, arrugado y rígido como pergamino viejo.
Tuve una gran idea. Recordé que todas las doncellas nobles, cuando las sangran, hacen llegar a sus enamorados un pañuelo teñido con unas gotas de su preciosa sangre, merced que éstos corresponden con preciosos regalos.
La verdad, después del encuentro del día anterior no sé cómo tenía aún ganas de broma, pero no pude evitarlo.
Tomé un trozo limpio de papel y escribí:
Señora, guarde mi sangre en lugar seguro y vuelva a por más si ése es su gusto, que aunque ignore mi delito, cuanto más me hace penar, menos arrepentido me siento.
Luego hice un paquetito con el pañuelo y la nota y escribí la dirección que me había dado Ximenet.
Comí un par de cáscaras de naranja y un trozo de pera escarchada, apuré un vaso de aguardiente y salí de casa. Llamé con los nudillos en la puerta de Rosita. Volví a llamar. Volví a llamar.
—¡Sí!
—Soy yo.
Se abrió la puerta. Uno de los muchachos me miró sin entender con los ojos apenas entreabiertos.
—Quiero hacerte un encargo. Que entregues esto esta mañana —dije tendiéndole el paquete.
—¿Pero qué hora es? —preguntó sin cogerlo.
—Las seis. Yo tengo que irme a Toledo. ¿Lo harás?
El muchacho asintió con la cabeza. Un bostezo leonino le desfiguró la cara. Cogió el paquete y dos cuartos por el servicio. Me miró agradecido y asintió con el rostro retorcido por un nuevo bostezo.
—¿Adónde hay que llevarlo?
Señalé la dirección escrita, pero luego me di cuenta de que el chico no sabía leer.
—Palacio de la Gandarilla. Condesa de Cameros. Es importante —insistí.
—Sí…, sí —dijo, y cerró la puerta.
La madrugada estaba fresca. Apuré el paso hasta la plaza de la Cebada, donde está el establecimiento de alquiler de carros y caballerías de Tito Reinoso. Ramón, el hijo del dueño, fue camarada mío en Flandes y aunque no mantenemos una estrecha amistad, nos vemos de vez en cuando para echar unos vinos y recordar viejos tiempos.
Aquella mañana no estaban ni mi amigo ni su padre, pero el caballerizo me conocía de verme por allí con los amos e intuyó que debía darme una buena montura. Le dije que mi intención era llegar a Toledo esa misma tarde, así que me aparejó un hermoso mulo castaño, fuerte y joven, capaz de aguantar con alegría los sesenta kilómetros.
Y lo hizo. Yo no. Al menos, no con la misma alegría.